Este texto de Samuel Becket pone en la tesitura a los espectadores de enfrentarse a una tensión, entre la sensación de que parece que no pasa nada a lo largo de toda obra, con que las palabras y acciones de sus bizarros personajes, hacen cuestionar al público sobre el sentido de la propia existencia.
Allí entró la exhaustiva labor de dirección de esta compañía andaluza, de la mano de Ricardo Iniesta y Sario Téllez, profesionales que tuvieron el acierto en priorizar el que toda la obra esté cohesionada a la hora de guiar a sus intérpretes acorde con el diseño de iluminación, la escenografía, el vestuario, etc.… Así, nosotros los espectadores, estuvimos ante una versión de Esperando a Godot que se destaca por no hacernos “remar” en cada minuto (dada la densidad que le caracteriza), en favor de que experimentemos la desorientación permanente a la que se le somete a estos personajes.
Tanto fue así que, si uno hacía el ejercicio de no atender, por un momento, a las palabras de dicho texto, uno comprendía las emociones y roles que estaban desempeñando los personajes que estaban interpretaron M. Asensio, J. Arenal, M. Reyes, A. Casado y T. de los Reyes (imagen visual). Lo anterior, debería de ser uno de los objetivos a perseguir de todo profesional del teatro. Esto es: La interpretación se quedaría desdibujada si no hay guion/pautas de dirección. Asimismo, el texto se quedaría relegado al campo de la literatura, si no hay interpretación/dirección que lo sostenga en escena.
Es más, los integrantes de Atalaya se atrevieron a “jugar” con la atención de nosotros los espectadores, una vez que dio inicio el segundo acto de la obra, ya que, entre otras cosas, los actores y actrices intercambiaron los dúos de personajes que se habido dado en inicio. Dotando a esta versión de una serie de matices que aclaraban que, a pesar de todo, si que hay un paso del tiempo y estos personajes van evolucionando en consonancia; como también, que el trabajo del intérprete debe de estar al servicio de lo colectivo y de lo que se quiere comunicar a los espectadores.
Se trata de una propuesta que daría lugar a la emergencia de textos originales que contribuirían a la profundización del papel del intérprete en las artes escénicas. En tanto y cuanto que, se fortalece la versatilidad de los profesionales implicados. En esta medida, esta versión de Esperando a Godot ofrece una labor pedagógica a sus espectadores, y más en concreto, a los profesionales de lo escénico que hayan tenido la oportunidad de verla en persona.
En lo que se refiere al contenido de este clásico de la literatura, he de destacar que esta obra exige a sus espectadores replantearse el qué tipo de preguntas que se sacan a relucir, prefiere priorizar para su día a día. De lo contrario, uno estaría a expensas de los “bandazos” a los que estamos expuestos, sin apenas ejercer los márgenes de maniobra de los cuales disponemos, es decir: Tengo el presentimiento de que detrás de la templanza, también reside tomar decisiones sobre lo que uno quiere hacer con su vida, asumiendo que no todo está en nuestras manos. Cosa que, en ocasiones, se confunde con un “dejarse llevar”. Ya que, al fin al cabo, detrás de todo esto subyace una suerte de fe en lo que pensamos y hacemos con nuestras vidas.
Por ejemplo, el que se haya hecho una tragicomedia del hecho de que Estragón y Vladimir se la pasan esperando a alguien que en realidad no conocen y sin tener claro el por qué lo esperan, es una jocosa metáfora sobre que uno puede estar una buena parte de su vida entregado a algo, por el mero hecho de que ello le da a uno cierto sentido de dirigirse hacía un lugar determinado. En lugar de atreverse a preguntarse por cosas sobre el por qué uno sigue “sujetando” lo que hasta ahora ha estado “sujetado”. A dónde quiero llegar, es que esta obra pone un espejo frente a sus espectadores/lectores, de cara a que los mismo asuman la responsabilidad sobre lo que han hecho con sus vidas, y por extensión, en qué han basado la construcción de sus respectivas identidades.
En esta línea, la relación entre Pozzo y Lucky está tan deteriorada en sus lógicas, que ambos dependen de uno del otro para definir cuál es su lugar en el mundo. Conduciendo a la casi irrelevancia, el qué fue lo que los emplazó ocupar los roles de “amo y esclavo”. Por supuesto que esta obra lo lleva hasta una delirante caricatura, sin embargo, si ponemos el foco en las inconsistencias y arbitrariedades que mueven el accionar de Pozzo, o los rastros de lucidez expuestos en el monólogo de Lucky, da pie a pensar que nuestros destinos se decantarán en función de cómo gestionemos lo que se nos pone por delante, independientemente, de que uno haya tomado unas “buenas” o “malas” decisiones. Puesto que siempre quedará a nuestra disposición una pequeña “fisura” que podamos resquebrajar, para salir del supuesto “foso” en el que hayamos caído por “accidente”.
Desde luego que Esperando a Godot da para escribir monografías de cientos de páginas, pero en este caso, considero más edificante centrarse en que estos contenidos y otras tantas cuestiones no hubiesen alcanzado al público de Atalaya, si éstos últimos no hubiesen hecho un trabajo impecable en, básicamente, todos los ámbitos. De verdad, que esto merece la pena ponerlo en lo alto en los anales de los cuarenta años de historia de esta compañía que, sin lugar a dudas, es un referente en España en teatro contemporáneo de investigación.