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Biografías Imaginarias de gente mediocre o que gasta su talento en chorradas con Irene Kerrey (1968-1997) estratega implacable, cuarta parte.

Cruzo otra vez América de forma muy confortable en un tren expreso propulsado por energía atómica que hace el viaje de Nueva York a Los Angeles en solo diecisiete horas (El señor Wylie me ha proveído amablemente de su vagón privado con servicio). La casa en la que vivió Irene Kerrey entre 1989 y 1997 está no muy lejos (para los estándares angelinos) de Union Station.

Un bungalow de madera construida en los años 40 y rodeado por un jardín desvencijado en el que se pudren dos palmeras y un seto de poinsettias. Sería una de tantísimas casitas suburbanas americanas de la postguerra (todos la tenemos grabada dentro de nuestras cabezas) de no ser porque Los Angeles ha ido creciendo a su alrededor, y ahora mismo está rodeada por una profusión de centros comerciales abandonados, torres de oficinas y descampados.

El hombre de mediana edad que me espera a la puerta me mira como si constantemente, desde hace veinte años, esperase ver a otra persona, y el estrésdecepción constante de que ese no pueda ser ya el caso le provoca un interminable dolor hacia el mundo.

La casa es por dentro incongruentemente pequeña: uno espera que una casa sea más pequeña por dentro que por fuera, pero no de esta forma escuchimizada, cuanto más que las casas americanas tienden a la amplitud. Esta casa está demasiado llena de cosas y de recuerdos que puede hayan cristalizado en cosas con los años. Hay ropa vieja tirada sobre sofás más viejos aún, armarios y armarios llenos de libros quemados por el sol, cuadros de gatitos en las paredes. Más ropa vieja en las esquinas. En la cocina desvencijada se llenan de polvo varias cazuelas apiladas desde antes del 11-S. Entra un sol californiano por las rendijas de la ventana, que ilumina violentamente un plato con comida para el gato, tirado en una esquina. No parece haber gato alguno.

Mike me hace un café inesperadamente delicioso. Nos sentamos en el borde de sendas sillas, las tazas en el borde de la mesa, como si no hubiese sitio para nosotros o nuestra comodidad en esa casa. Me he introducido con la excusa de querer venderle una enciclopedia. Tiene ganas de hablar.

– Yo por entonces hacía wrestling. No, no de la WWE. Ya me hubiera gustado. No, yo me había escapado de casa a los quince años por razones que no le importan, y como era fuerte habiéndome criado en la granja en Iowa, y tenía algo de gracejo (bastante para Iowa), acepté sacarme algunas perras cuando aquel promotor me hizo una oferta. ¡La WWE! No, éramos una de tantísimas promociones locales que va dando tumbos por pueblos y ciudades polvorientos, que nunca salen de uno o dos estados. Por entonces en los ochenta aquel tipo de espectáculo estaba condenado a desaparecer: ¿para qué ver a unos tipos en mallas no demasiado conocidos pretender darse zurriagazos inverosímiles cuando podía uno ver a Hulk Hogan, a Andre el Gigante, al Ultimo Guerrero y el Undertaker en la televisión? Pero a mi me gustaba la modestia de aquello, y su existencia en un limbo absurdo entre lo épico, lo ridículo y lo deportivo. Ganaba una miseria y estaba como el resto de mis compañeros de troupe en un régimen de semiesclavitud, pero viajaba, me sobraba para beber y ocasionalmente veía a algún niño vitoreando más de lo que se merecía al Malvado Margrave.

– …

– Sí, efectivamente mi persona tenia como gimmick el ser un perverso conde del Sacro Imperio Romano, y durante años me gane la vida llevando unas mallas de spandex doradas con un águila bicéfala en el pecho. Cosas del promotor, hombre extrañamente leído. ¿Cuando la encontré? Debió de ser cuando estaba ya pensando en dejar la vida, en la carretera y en otros contextos. Recuerdo que habíamos parado en un pueblo en el interior de Oregón, tras las montañas, un sitio en el que dios sabe porqué había un pequeño palacio de congresos en el que íbamos a luchar (después de todos estos años rehúso usar la palabra actuar) al día siguiente de una convención. Harto de estar encerrado en el autobús, logré colarme dentro de la convención. Era un sitio extraño. Gente más o menos de mi edad, todos varones, algunos ya de mediana edad, empujando fichitas de cartón en casi perfecto silencio alrededor de lo que parecían mapas militares. Tuve la extraña sensación de estar asistiendo a una serie de rituales cuya banalidad me los hacía parecer de enorme importancia -lo que no estaba tan lejos de lo que yo hacía por entonces. Paseando entre las mesas, la vi en una esquina.

Se levanta y toma un marco de foto de su sitio sobre un estante polvoriento. Ahorraré al lector el tedio de la descripción.

– Así era la primera vez que la vi. Observé cómo jugaba (no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo), y como pude decidí esperar en el bar, hacerme el encontradizo. No por cómo jugase, claro. No entendía nada. Pero uno no encuentra esas bellezas de porcelana todos los días, en un centro de congresos polvoriento perdido en el lado equivocado de las Cascades. Tenía tiempo para matar. Ya le he dicho, no tenía la menor idea de lo que hacía ni la tuve nunca -en los años que pasamos juntos no quiso explicarme nada de su hobby, ni yo escuchar-, pero supe en cuanto estuve cinco minutos viéndola mover fichitas de cartón a través de lo que parecían unos campos de Normandía que el otro tipo con el que estaba jugando (un vejete calvo y obeso, que estaba demasiado concentrado en sus fichitas para mirarla) no tenía la menor oportunidad. Estuve un buen rato esperándola en el bar. Cuando ya desesperaba de que apareciese, la vi.

– …

– No, no quiero hablarle de cómo empezó todo realmente. Me lo guardo para mí. Guardo todo para mí. Eso me lo llevaré a la tumba – para la que no queda tanto, ya no nos queda tanto a los niños de los 60-. Y le agradecería que me guardase para mi también lo que sea que le hayan contado o pedido ese hombre gigante en Nueva York, lo que le haya dicho ese tipo de la editorial al que ella le escribía a veces. Oh, sí, sé porque ha venido usted aquí realmente. No para venderme una enciclopedia. No se preocupe. Le contaré alguna cosa, algo que solo yo pude ver porque solo yo pude o quise acercarme a ella. ¿Quiere acaso que le hable de como empezó ella yendo a esas convenciones?

– …

– Tan simple. No tenia padre (sí, pero no). Si tenia madre. No era mucho mejor que no tener padre, pues consistía en alternar alcohol e ira. O eso me dijo. Con los años aprendí a distinguir las mentiras de las verdades, pero nunca de todo, y después de veinte años ya no me queda claro qué habré inventado y qué habrá distorsionado el recuerdo o el deseo imposible. Lo siento si ha hecho usted este viaje para recoger hechos: confórmese con estos retales mojados. ¿El wargaming? Se había aficionado a los juegos porque una vez, con diez años, había robado Panzer Leader de una tienda, y lo había robado porque sintió que la icónica silueta del tanque agresivamente destacado en la portada, obsceno sobresaliendo púrpura del fondo naranja de la caja como un insulto personal y dañino no era muy distinto de otras cosas en su vida. Después, se aficionó de una forma obsesiva precisamente porque era algo totalmente opuesto a lo que se esperaba de ella. Con dieciséis años se escapo de casa.

– …

– No se para que le he dicho nada. ¿Le decepcionan estas precisiones? Supongo que cruzando por los campos de maíz inacabables del Medio Oeste ha deseado usted no aprender mas, seguir simplemente persiguiendo a un fantasma femenino del que no puede usted saber nada mas que lo que le cuenten otros hombres que la vieron de lejos, un fantasma que ya no puede hablar. Yo la vi mas de cerca que nadie la vio en su vida, y no puedo decirle nada de lo que usted viene a preguntar porque no fue nada que me preocupase jamas. La dejaba jugar con sus fichitas de cartón, ella sola en esa mesa de ahí, de la esquina. En los últimos años, antes del diagnostico, se pasaba allí el día mientras yo iba a trabajar.

– …

– Cuando decidía no hablarme durante unos días -ya ve usted en que se fue la felicidad del principio, pero: ¿la cambiaría usted? No, claro que no. Ni usted ni ningún otro de los que la vio. Ahí estaba la tragedia. Yo vi lo que había más allá de mover las fichas con precisión aterradora, y era todavía mas preciso y mas aterrador.

– …

– No se lo diré. Pero era demasiado complicado, demasiado humano y demasiado inhumano. Nos casamos en 1990. Nos mudamos a Los Ángeles. Por entonces la cúpula de smog que cubre la ciudad parecía más brillante y más eternamente crepuscular, púrpura a veces. Decidimos empezar la cuesta abajo de la normalidad en nuestras vidas. Alguna vez creo que mencionó a ese chileno del que ha hablado usted. Como alguien a quien había conocido en una convención, con quien tal vez hubiera conversado unos minutos. Pero llegó a mi vida sin apenas decirme nada. Solo retazos.

– …

– Estúpido, ¿verdad? Pero no crea usted que si no estuviese muerta se explicaría mejor. Había una opacidad en ella que tardé demasiado en entender. Y no fue por no intentarlo. Como si detrás de la porcelana hubiese un cristal imposiblemente gris, liso y bruñido -digamos, la pantalla de un smartphone sin batería, aunque claro, ese símil no se me ocurrió hasta quince años después de su muerte,y ahora me parece que ha contaminado sus recuerdos de una forma inaceptable. A veces ya no sé ni si merece la pena recordarla, si no acabaría antes simplemente inventándome todo.

– …

– Respecto a lo que le ha traído a usted aquí, sí, durante una época cuando ya llevábamos unos años casados pasó muchísimo tiempo creando sus propias fichitas de cartón, escribiendo en ratos muertos resmas y más resmas de papel en una máquina de escribir yugoslava (Kovac o Korac o algo así) que había comprado de tercera o cuarta mano. No, por entonces ya no discutíamos. Discutir implica una cierta cesura respecto a la normalidad. Pero veía cómo a veces salía de estar moviendo fichas y cubriendo tablas y haciendo números crípticos en márgenes de tickets de la compra y volvía a ser ella otra vez un poco, durante unas horas, unos días. Entonces la pantalla que la cubría se hacía un poco menos opaca. Encontró un trabajo, como cajera en un supermercado, y su vida se redujo al supermercado y los cartoncitos y abrazarme, ya fuese desesperada o normalmente. Yo se lo aguantaba porque de todas formas me veía ya en, ¿como le llaman ustedes? La prorroga. El día que había entrado en aquel centro de convenciones se me había dado una prórroga, porque había entrado pensando en tal vez cortarme las venas en los baños con cualquier cristal roto y simplemente la estaba aprovechando, sabiendo que, a diferencia de su soccer, en los deportes americanos no hay más que prórroga tras prórroga hasta que se deshace el empate.

– …

– Tal vez esos años intermedios fuesen mejores. Un día de Marzo de 1995 vomitó, empezó a quejarse de dolores abdominales. Fuimos al médico muy felices.

– ….

– No hablaré más de ella, no le daré mas detalles -bastantes le he dado- porque en cierto modo será mi última venganza: dejar que todo lo que fue ella se quede dentro de mí. Creo que ella llevaba un diario. Lo quemé cuando murió, sin leerlo. Igual dentro de ese diario estaba lo que ella ocultaba dentro, igual estaba en aquellos papeles con los que jugaba y que envió una vez por correo. Me da igual. Creo que después de veinte, treinta años el no saber quién era ella es más real para mí que su opuesto. Como primera, pequeña venganza me aseguré de que su voz no la sobreviviera. Como ultima venganza contra la enfermedad, la locura y los recuerdos, no le daré más detalles de lo que fueron sus últimos años. Ah, ¿que le da igual? Mejor. ¿Quiere más café?

Dejo al viudo seguir a solas con su mirada constante. No volveré a cruzar América, ni visitaré a la ex-mujer de Gene para ver qué papeles y paquetes pueda tener en el desván. No he encontrado lo que quería encontrar, mucho menos lo que me pidió el señor Wylie. Mejor así. Lo poco que he encontrado, que son como retales mojados, o figuras de humo reflejadas en un río, me ha hecho saber que no debería haber cruzado el Atlántico, porque ahora soy depositario de saber algo que se tenia que haber ido con Irene Kerrey en 1997 en un hospital de Malibú y que ahora, aun imposiblemente deformado a través de varias décadas y de recuerdos, distorsiones, deseos, implicaciones, represiones, está en mi cabeza y en la de dos o tres hombres en América.

Para evitar la venganza que intuyo terrible del señor Wylie (asesinos de las triadas, ninjas, misteriosas mujeres fatales que tal vez se crucen conmigo en algún sórdido bar, etc.) por haber gorroneado su tren privado y por negarme a manchar estos recuerdos para que aparezcan fijados en el apéndice de su libro me dirijo al puerto a ver si puedo colarme como polizonte en algún barco que me deje en Yokohama, en Auckland, en Singapur, y de ahí a casa, de donde he salido hace ya demasiado tiempo buscando a una persona a través de América. Ahora sé más que cuando llegué aquí: espero poder llegar a casa y no decírselo a nadie, mantenerlo todo en el secreto y la futilidad. Algún día alguien vendrá desde América a preguntar por Irene Kerrey (1968-1997) y espero ser lo bastante impreciso.

 

Biografías imaginarias Irene Kerrey (1968-1997) estratega implacable primera parte

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