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G3 llegaron a Madrid para demostrar el significado de la palabra “virtuosismo” asociada a una guitarra eléctrica. G3 funcionan como una especie de franquicia. Mantienen fijo a su creador, Joe Satriani, pero con el paso de los años el resto de los integrantes han ido cambiando. Desde 1996, cuando se le unió Steve Vai, muchos músicos han sido los que han integrado a estos Globber Trotters de la guitarra. En Madrid se presentaron con su más reciente reencarnación, y al propio Satriani se le sumaron Uli Jon Roth y John Petrucci. Es decir, miembros de Scorpions y Dream Theater, palabras mayores para una noche de barroquismo, maestría, genialidad y mucho rock duro.

El WiZink Center de Madrid iba a vivir una noche de magos, pero no de esos magos del baloncesto a los que está acostumbrado, cuando sobre el parqué evolucionan estrellas de los aros del tamaño de Sergio Llull o Luca Dončić, por ejemplo. Iba a suceder algo que viene siendo habitual sobre los escenarios de la capital, algo a lo que ya me he referido en alguna de mis crónicas pasadas y en lo que no repara mucha gente. Sobre las tablas del pabellón estaba a punto de producirse uno de esos pequeños (o tal vez no tan pequeños) milagros musicales que a menudo transitan desapercibidos entre la ingente oferta de ocio de la capital.

Que la noche seria inolvidable ya lo sabíamos muy bien los allí presentes, porque el cartel no podía presagiar otra cosa que no fuera velocidad, digitación, tremendos solos guitarreros y toneladas de rock, en algunas ocasiones mucho más que duro, donde los punteos agudísimos, las distorsiones y el doble bombo tuvieron su espacio natural.

Y aunque G3 esté compuesto por tres elementos, el alemán Uli Jon Roth, y los neoyorkinos John Petrucci y Joe Satriani, el concierto se afianzó sobre la combinación de aquellos cuatro elementos clásicos que para el griego Empédocles en su Teoría de las Cuatro Raíces eran el aire, la tierra, el agua y el fuego. Y eso exactamente representó cada uno de los integrantes del G3.

Uli Jon Roth fue el huracán, John Petrucci una pulsión telúrica y Joe Satriani el mar encolerizado. Un momento… ¿Y el cuarto elemento?

—Aire

Uli Jon Roth trajo una parte de la melancolía poética de su Düsseldorf natal prendida de las plumas que adornaban el mástil de su Sky Guitar, incluso algo de la poesía del romanticismo de Heinrich Heine escrita entre los acordes de las cuerdas. Uli Jon Roth, encargado en su vida anterior con Scorpions de dislocar cuellos con los movimientos de las melenas al viento, en esta ocasión iba a demostrar que conformaba el elemento aéreo del G3, con un repertorio repleto de una calma represada; rock poderoso, cierto, pero administrado con diapasón, y mucha sensibilidad.

Con su primera canción, Sky Overture —del álbum Transcendental Sky Guitar (2000)— arrancó el delicado motor de un reactor que estaba dispuesto a surcar el escenario en compañía de todo un quinteto de gran solvencia en donde sobresalía el guitarrista Niklas Turmann, que también echó una mano a la hora de cantar. Sky Overture resultó un comienzo espectacular y a la par delicado, como el planeo mayestático de un águila sobre las corrientes de aire caliente.

A Sky Overture le siguió la primera de las canciones que sonarían de Scorpions. Se trataba de Sun In My Hand del álbum In Trance (1975), que apareció arrolladora. La banda de Uli Jon Roth se mostraba cómoda, a lo que contribuía el guitarrista David Klosinki, con quien tiene una especial complicidad; el resto de los músicos, Corvin Bahn a los teclados, Michael Ehré a la batería y Nico Deppisch al bajo, eran como esos grupitos de aves que vuelan juntas siguiendo a su guía mientras dibujan una uve recortada en el cielo.

Uli Jon Roth emocionó a los presentes para después acelerar sus corazones al dedicar We´ll Burn The Sky a su hermano pequeño Zeno, fallecido a los 61 años el pasado 5 de febrero. La canción, perteneciente al disco de Scorpions titulado Taken By Force (1977) —curiosamente el último disco en donde participó Uli Jon Roth antes de abandonar la formación— arrancó con esa primera parte de balada lenta, como un viento suave para, después, dispararse con los golpes de esa guitarra como un vendaval huracanado.

Momento decisivo en la actuación de Uli Jon Roth fue la pieza Air de Aranjuez, sacada de Transcendental Sky Guitar. Nunca una guitarra eléctrica sonó tanto a una guitarra española, incluidos esos rasgueos flamencos que nos acercaban la madera clásica para una interpretación con voltaje del Concierto de Aranjuez del maestro Joaquín Rodrigo.

El clasicismo dejó paso al salvajismo guitarrero. El delicado colibrí en el que se había convertido la guitarra del alemán se metamorfoseó en un cóndor gigantesco que sobrevoló al público y extendió en toda la longitud unas alas compuestas de un bending atronador, derramando decibelios, chirridos, agudos soportados hasta el delirio, para uno de los instantes inolvidables del concierto. Había sido la versión extrema de Fly To The Rainbow, tema del que fuera el segundo disco de Scorpions, del mismo nombre que la canción y firmado en 1974.

Uli Jon Roth había comenzado sobre el escenario como un viento suave, después se había cargado de calor como el föhn que sopla en algunas partes de Alemania y que acaba por enloquecer a la gente, para después llenarse de electricidad y explotar como un huracán que arrasó las partes finales de su concierto.

Tierra

John Petrucci fue el encargado del siguiente segmento del concierto. Acompañado tan solo de un batería —Mike Mangini de Dream Theater— y un bajista, pero eso sí, legendario como lo es Dave LaRue, fue capaz de conformar un power trio demoledor como un corrimiento de tierras, un terremoto de 10 grados en la escala de Richter que asoló el WiZink Center desde el mismo inicio de su actuación.

Porque Petrucci propuso un concierto telúrico desde el principio, con esa versión hardcore que hizo del tema Wrath Of The Amazons, rozando la épica, perteneciente a la banda sonora de la película que ha puesto en la gran pantalla a la heroína de DC Comics, Wonder Woman, y que compuso en su forma original Rupert Gregson-Williams.

Con el segundo tema, Jaws Of Life, comenzaron las canciones pertenecientes al disco Suspended Animation (2005), el único trabajo en solitario de Petrucci lejos de Dream Theater. La guitarra pesada del tema, acompañada de una batería que era una bola de demolición, permitía que por entre las grietas generadas por el seísmo se colaran esos enloquecidos solos de velocidad de digitación en donde Petrucci parece no tener rival.

Con el público sin apenas poder tomar resuello, el guitarrista nos regaló un tema nuevo, The Happy Song, que arrancó con un punteo colorista y un fraseo pegadizo. Podría parecer que el terremoto había cesado por un instante, pero bien pronto llegaron las réplicas en forma de otra canción del disco Suspended Animation, esta vez con Damage Control.

De nuevo, esa guitarra densa acompañada de los ritmos rocosos del bajo y la batería. El tema se inició contenido y poco a poco fue creciendo como un alud incontrolado, una avalancha de enormes cantos rodados, de canchales armónicos y limpios que estremecían el escenario. Diez minutos de sacudidas, de acordes metálicos que parecían surgir por la boca del volcán de la guitarra de Petrucci y saltar por los torrentes de lava de un pentagrama sísmico.

Ante el cataclismo sonoro que dejó a los espectadores aplastados contra sus sillas, el guitarrista presentó su segunda canción inédita de la noche: Glassy-Eyed Zombies. Y estos zombis de ojos vidriosos resultaron ser unos zombis muy animados, o animosos, porque traían de la mano una pieza con ciertos toques psicodélicos (quizás de ahí lo de los ojos vidriosos) y hevymetaleros profundos que cristalizaron en una composición grumosa como el barro, de la que casi podíamos masticar sus notas como pequeñas arenillas metidas entre los dientes.

Petrucci estaba realizando un profundo viaje al fondo de la tierra, a los confines de las cuevas del ritmo, allí donde moraban los compases más oscuros y las armonías primigenias. Esto se traducía en solos de guitarra de carbón que, de repente y por una extraña compresión de sus dedos, explotaban en gemas de luminoso diamante.

Para terminar con esa explotación del subsuelo, Petrucci extrajo uno de sus mejores temas, ese Glasgow Kiss (también del disco Suspended Animation) adornado con ciertos toques de folk escocés. Una guitarra limpia y cantarina para un tema que terminó por culminar el terremoto que el músico había desencadenado en Madrid. La tierra se había agitado hasta poner al público en pie. Y la ovación sonó como un torrente de agua desencadenado que amenazaba desde la lejanía. Era el momento de la inundación.

—Agua

Joe Satriani apareció sobre el escenario como esas furiosas fuerzas de mares que arrasan miradores y barandas, de riadas que todo lo quiebran a su paso, un caudal desencadenado en meandros y deltas que presentaba los temas de su disco más reciente, de este mismo año 2018, titulado What Happens Next; su decimosexto álbum de estudio.

La primera canción, esa que sonaba como los rompientes de las cataratas del Niágara, fue Energy, que también da inicio a su último disco. Y siguiendo ese orden, ataco Catbot, que aparece como la segunda en What Happens Next, vestida de igual fuerza y con un ritmo algo gomoso: Satriani nos había traído un maremoto y no pensaba detenerlo ni por un instante. Las olas eran de la altura de un tsunami y como muestra de ello uno de sus grandes clásicos: Satch Boogie, perteneciente al disco que lo encumbró en el año 1987, el magistral Surfing With The Alien.

Si quieres leer una reciente critica que he realizado sobre este disco de leyenda para el sitio Mi Nueva Edad, pincha aquí:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/4/16/el-disco-del-mes-surfing-alien-de-joe-satriani/

Los ritmos de Satch Boogie, junto a ese punteo que es como un torbellino, como el remolino Caribdis que acechó a Ulises en su retorno a Ítaca, absorbieron al público en una espiral de magia. En la siguiente canción —también tomada del nuevo disco—, Cherry Bloosoms, la guitarra encandiló a la audiencia con un estribillo cálido como el canto de aquellas sirenas que acechaban a los imprudentes marineros. Hermosísimo tema, sonoro como un arroyuelo, contundente como los rápidos de un río.

Lo acuático en Satriani no es solo una cuestión de mareas: también lo es de borrascas. Sobre la pantalla que se encontraba a sus espaldas se proyectaba un paisaje herido por el rayo, una y otra vez sacudido por las descargas de ese brazo de luz que seccionaba el cielo. A la vez, sonaba la canción Thunder High On The Mountain, una de las mejores composiciones de What Happens Next, con una guitarra cargada de electricidad y que, realmente, recordaba a la descarga de un rayo.

Satriani había trasladado los torrentes ingobernables del agua a las cortinas de granizo que azuzaban los ritmos de otra canción del nuevo disco, Super Funky Badass. La tormenta arreció con el Cataclysmic de su anterior álbum Shockwave Supernova (2015). Si guitarra Ibanez parecía un pararrayos capaz de cebarse con toda la energía posible antes de liberar los chispazos de sonido.

Junto a este Benjamin Franklin de los amplificadores y las púas, un conjunto de músicos excepcionales que lo arropaban para que sus experimentos musicales, mezcla de electricidad y de agua, resultaran sobrecogedores: Mike Keneally a los teclados y a la guitarra —además de una inmensa carrera en solitario fue músico de Frank Zappa—, Joe Travers en la batería (también lo fue de Billy Idol o Duran Duran) y Bryan Beller al bajo (del grupo The Aristocrats).

Siguieron dos canciones del inolvidable Surfing With The Alien, Circles y el delicioso clásico Always With Me, Always With You, antes de que llegara el instante en que Satriani juntó cielo y tierra y configuró una de esas brutales galernas que se desencadenan en alta mar, con olas que son muros bajo un cielo negro desgarrado por la tormenta: Summer Song, canción del disco The Extremist (1992), con la que cerró el concierto y que fue el sumatorio euclidiano de toda esa furia de los elementos ingobernables.

Porque Satriani, a veces Caribdis, a veces canto de sirenas, acabó adoptando la forma del monstruo acuático Escila, tal vez el de un Leviatán de la guitarra, siempre renacido, incansable y majestuoso.

Por el escenario habían desfilado los elementos enumerados por Empédocles: el aire de Uli Jon Roth, la tierra de John Petrucci y el agua de Joe Satriani. Pero restaba un elemento, el mejor, el más deseado: el fuego. Y el fuego, una inmensa erupción volcánica de rock duro, vino de la mano de la jam conformada por tres canciones que interpretaron los guitarristas juntos sobre el escenario.

—Fuego

No era difícil prender la pira con esos tres músicos pisando las tablas del WiZink. Si a ello añadimos, además, una versión de Deep Purple con Niklas Turmann haciendo las veces de Ian Gillan en el clásico de 1972, el tema Highway Star del disco Machine Head. Fue una interpretación a lo bonzo, en donde las llamaradas de la garganta de un sobresaliente Turmann compitieron con los guitarreos flamígeros del trío.

Después, sobre los rescoldos de la versión de Deep Purple, se avivaron las cenizas con All Along The Watchtower de Bob Dylan —1965, álbum John Welsey Harding, pero que popularizó Jimmy Hendrix en su disco Electric Ladyland (1968). Uli Jon Roth se puso a la voz y las bolas de fuego de las tres guitarras chamuscaron los pelos de hasta los espectadores sentados en las últimas filas.

La hoguera necesitaba terminar con una descomunal columna de fuego. Para ello se alimentó con la gasolina de la canción Inmigrant Song de Led Zeppelin —del disco Led Zeppelin III (1970)— y con Turmann haciendo ahora las veces de Robert Plant. Un final apoteósico para más de tres horas y cuarto de un espectáculo que pasó por Madrid con la fuerza de los elementos encabritados, sólidamente cimentado en el carisma y el virtuosismo de tres músicos excepcionales que al juntar sus cualidades de aire, tierra y agua, encendieron el fuego sagrado del rock.

Aún quedaba un quinto elemento: ese quinto elemento del que hablaba Aristóteles, ese éter con el que se conformaban las estrellas, ese elemento de mundo supra lunar que ya viajaba en el interior de nosotros porque nos lo habían inculcado esas tres guitarras con cada uno de sus solos, de sus punteos ofrecidos y devorados en el festival de vatios y decibelios del aquelarre que acababa de celebrarse.

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