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Era cinco de diciembre, a finales del año pasado. Ana me acompañaba en el frío de unos días que parecen más lejanos de lo que en verdad lo están, y me llevó con unos amigos nuestros al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Fuimos con la intención de poder ver exactamente lo que vimos: la exposición itinerante del pintor sevillano del siglo XVII Juan de Valdés Leal.

Ella estaba entusiasmada por el cuadro Finis Gloriae mundi (1670-72), al igual que yo. Pero estando allí, rápidamente quedé atrapado por otro cuadro al que le eché un vistazo casi de refilón. Alegoría de la vanidad, o Vanitas (1660). No sé cuánto tiempo estuve mirándolo sin observar nada concreto, pero comencé a fijarme en los bodegones que aparecen, como naturalezas muertas ─materiales─ en los primeros planos de la pintura. Riquezas, oro, hermosas flores, velas que se apagan y humean como lo hacen los cigarrillos que desaparecen en el vaho de las mañanas frías: la mundanidad.

Alegoría de la vanidad

Alegoría de la vanidad

 

Más arriba, aparecen los libros de ciencia, los conocimientos de lo práctico, la razón objetiva materializada en papel. Sobre ella, la muerte laureada ─laureada por invicta, como se sabe, a pesar de la propia ciencia, de la propia técnica─. Ahí, en la parte central de cuadro nos encontramos con los más elementales instrumentos científicos, las creaciones ─aún más materiales─ de la técnica. Sobre ellos, estudios más modernos, capaces de moldear el medio, no ya sólo de estudiarlo, la capacidad de crear un medio futurible.

Las sensaciones se apelotonan en el tacto del solideo, con su tela blanca y su terciopelo rojo, y con la urna (¿funeraria?) que se sitúa en paralelo con la gran maqueta del sistema solar, el control, el estudio del universo a la altura de la muerte conservada ─la muerte concentrada en la memoria, la muerte presente─, y de la más grande muestra de la fragilidad en la pompa de jabón que un querubín está inflando con un artefacto: la desaparición de la luz, el aire, la sensación del rayo traspasado por la pequeña cápsula imposible, un reflejo que se dibuja en lo diminuto. Y, por encima de todo, un ángel destapa lo que yo creía que era una ventana, pero allí, en directo, descubrí como cuadro, como obra de arte. Y con su mano lo señala: “la esencia, lo único verdadero es el arte, lo que permanece sobre todas las cosas”. Parecía decirme con sus ojos que “en el arte, las materias son espiritualizadas, los medios desmaterializados” (Deleuze, 62). Y en el cuadro puede apreciarse el juicio final, la idea de la destrucción, la esencia misma del cero absoluto.

Estas consideraciones, que tan a la ligera parece que se presentan aquí, fueron motivo de un espacio de tiempo prolongado que se saldó con un ataque de ansiedad de este, el que escribe, que le costó una carrera a la calle y bastante alboroto ─una situación bastante cómica que me permitiré ahorrarme para no quitarle al asunto la seriedad que se merece─. En el cuadro se puede apreciar perfectamente las diferentes dimensiones del tiempo, estructuradas de manera triangular ─a la manera platónica─, aunque se puede observar que, como en la vida misma, se mezclan, forman parte de varias esferas y se muestran en régimen intermediario: el tiempo perdido (las alhajas, los ropajes, la muerte encerrada en una urna), el tiempo que se pierde (la vela que se apaga y se consume, la pompa de jabón, las flores en proceso de desaparición, el pequeño reloj bajo la muerte triunfal), el tiempo que se recobra (la acumulación de saberes que suponen los libros de ciencias, los instrumentos de conocimiento, de sabiduría) y el tiempo recobrado (la esencia misma del cuadro en la propia obra de arte, en la explicación, el verdadero conocimiento adquirido).

 

Finis Gloriae Mundi

Finis Gloriae Mundi

 

A todos estos signos les falta uno, los del amor. Claro. Eso pensé mientras lo veía. El amor es engañoso, es doloroso, ¿pero no es el dolor mismo otra forma de conocimiento? Conocimiento preparatorio que es siempre un ensayo de su propia desaparición. Se ensaya, se repite ─como sólo la muerte puede hacerlo─ siempre idéntico y siempre particular. Y la recuerdo a ella examinando cuidadosamente el lema que acompaña a Finis Gloriae Mundi como recuerdo que se acercó a mí y, cogiéndome de la mano, en un momento dado, me miró a los ojos como sólo lo saben hacer aquellos que nos quieren mucho y me dijo “es inmenso. El tiempo lo devora todo”. Y pude sentirlo de verdad en aquel momento, mientras ella sonreía ilusionada, mientras yo sabía que algún día echaría todo aquello de menos. Y esto lo vi, lo veo ahora constantemente, y lo veo cuando leo a Proust:

El recuerdo de la ausente estaba siempre indisolublemente unido hasta a los actos más nimios de la vida de Swann (…) precisamente por el lazo de tristeza que sentía al tener que ejecutarlos sin Odette, lo mismo que esas iniciales de Filiberto el Hermoso que Margarita de Austria, para expresar su melancolía, mandó entretejer con las iniciales suyas en todos los rincones de la iglesia de Brou.

(Proust, 135)

 

Y por eso es que lo escribo aquí ahora, convirtiendo esto en un homenaje al tiempo.

La memoria se vincula con el paraíso perdido porque los recuerdos, en su calidad de irrealidad y de entidades cerradas, conservan un principio aurático que el presente mediocre anula en sus reproducciones mecanizadas y convierten al individuo en un ser extratemporal.

(Banegas, 59)

 

Referencias
– BANEGAS, FRANCISCO SALARIS. «Proust en Benjamin. Reformulación de la estética proustiana de los recuerdos en Infancia en Berlín hacia el 1900.» Estudios en literatura comparada: 57.
– Deleuze, G., Proust y los signos. Editorial Anagrama, 1970
– Proust, M., Por el camino de Swann, Salvat, 1982.
– Sauvagnargues, Anne. «Proust según Deleuze. Una ecología de la literatura». La Deleuziana 7 (2018): 26-10.
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