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A falta de una tipología clara sobre los espacios del cuerpo, muchas veces llegamos a un punto ciego y no logramos ponernos de acuerdo en lo más básico. Llamamos con diferentes nombres a lo mismo, o nombramos cosas diferentes con un mismo término. Valga esta propuesta semántica como punto de partida para establecer unos parámetros de claridad en cuanto a estas nociones elusivas.

 

En la discoteca no se danza. En la discoteca bailamos.

 

La danza es un proceso intelectual abstracto, no exclusivamente físico, no exclusivamente indulgente, no exclusivamente destinando al placer, a la descarga, a la fiesta. Es el producto de un proceso comunicativo, de creación de sentido.

Bailar es —si se quiere– performance.

A las discotecas acudimos a bailar. En el marco de una discoteca los cuerpos encuentran un fin, sin perseguir un resultado. Están en presente, en primera persona, abandonados al ritmo. Porque el baile está íntimamente unido a la música, busca una simbiosis con ella. La música es el tren en el que se sube para culminar su deseo, y es gregario de las cadencias que la música propone.

La danza, sin embargo, puede ocurrir en el silencio. La danza, como concepto general abstracto, no depende de la existencia o no de la música.

La danza sucede en un espacio mental [1], metaforizado en el contexto de un espacio escénico. Entiéndase como espacio escénico cualquier espacio connotado como espacio posible para el movimiento (La calle, una plaza, un museo, un teatro, incluso –por qué no– también una discoteca). Digamos que la danza [2], –como el teatro–, aspira a ocupar la imaginación del espectador, aspira a suceder en la mente del público. Ése es su lugar de representación ideal, no el escenario. Un escenario es la excusa, el trampolín, la lanzadera, que nos transporta como espectadores al universo alternativo en el que habita la obra.

Si radiografiamos un área cualquiera de los espacios del cuerpo, lo que vemos (lo que deberíamos ver), —como si de un esqueleto invisible se tratara—, es el movimiento.

El movimiento [3], es la espina dorsal de la danza, su cimentación psicológica, su razón de ser. Es el diseño interno de la danza. La pulsión latente de su significado. Cuando un coreógrafo/a crea el diseño de movimiento de una obra, lo que está haciendo –mediante la elección de una serie de pautas y materiales– es crear el universo espacial y simbólico de la obra. Está plantando la semilla oculta que dará sustento al tallo visible de la danza que finalmente recibiremos en el patio de butacas desde el escenario.

 

Foto: Jakob Owens

 

 

La coreografía, en cambio, es la capa más superficial de todas las potencias del movimiento. Es la corteza –si se quiere– más complaciente (reconocible, identificable, satisfactoria) de la danza. La coreografía es una cristalización de la danza. Una fijación de su forma. En los territorios de la danza, la coreografía es —por naturaleza—, el estrato más dependiente, menos proclive a la improvisación.

El baile, sin embargo, tiene un compromiso con la libertad, con lo performativo. Pero con lo performativo en el sentido más auténtico de la palabra, ya que en teatro han pasado por obras performativas piezas que en su foro interno y construcción no dejaban de ser piezas dramáticas [4]. Lo que las caracterizaba era, a mi entender, una ilusión de performatividad.

La coreografía y el baile son hermanas en su faceta de ejercicio físico puro, atlético, estético, no adulterado por el significado.

El movimiento propone zonas de acción, mientras lo coreográfico se desplaza a/entre marcas concretas. Aunque pueda parecer lo contrario, coreografía y movimiento no son parcelas necesariamente excluyentes. Pueden y deben convivir, y de su fusión puede la forma coreográfica nutrirse de un contenido que la complete. Pero, muchas veces, la coreografía existe sin el sustento ontológico del movimiento. Cuando este fenómeno ocurre, cuando la coreografía no ha nacido de un trabajo previo de creación de sentido a partir de un diseño o trabajo de movimiento, el espectador buscará detrás/debajo de la coreografía un significado que no existe, que no ha sido escrito previamente, y la danza –por lo general– resultará estéril, banal, artificiosa [5]. El significado [6] que el espectador busca en la coreografía, —al no poder encontrarlo en el movimiento subyacente—, divagará en las derivas y trayectoria de los cuerpos en el espacio, en su capacidad relacional, en su belleza, en su entereza o su fragilidad, en su nivel de precisión, o en su desgaste. Aquí, el sentido de la coreografía procederá de la idea visual proyectada por los cuerpos, más que de la motorización interna de su deseo.

 

[1] Tanto del público como del performer.

[2] Danza como termino aglutinador, recipiente de todas las disciplinas del cuerpo.

[3] “Movimiento” no entendido como “Cambio de lugar o de posición de un cuerpo en el espacio.”, tal como lo describe el diccionario, sino como concepto abstracto.

[4] “Insultos al público”, de Handke, por ejemplo.

[5] Nos referimos al contexto de pieza escénica. Existen otros formatos donde se prioriza la coreografía con unos objetivos delimitados y concretos (Publicidad, videoclips, reels, etc).

[6] Hablamos de procesos psicológicos, no de “sentido” en su literalidad.

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