Por Diego E. Barros
De los argumentos que estos días escucharán contra la Huelga General de mañana, el más estúpido será: «no es el momento para hacer una huelga». A estas alturas todo el mundo sabe ya que no hay mejor momento para hacer una huelga general que cuando la economía de un país crece al 5%. Después está Aguirre o La Cólera de Dios: «las huelgas generales deberían estar prohibidas» ha dicho la lideresa que, entre familia y palos de golf, se empeña en recordarnos que su marcha fue una coña que nos hizo mucha gracia. «El carácter político de las huelgas generales está fuera de toda duda». Claro. Antes de que La Cólera de Dios nos ilustrara sobre el trasfondo de una huelga general, en España y en medio mundo, los paros totales los decretaban los agentes sociales como declaración de amor a la política imperante del momento.
Eso donde no están prohibidas las huelgas, precisamente por su carácter político, actitud nunca del gusto de regímenes autoritarios. «Haga como yo, no se meta en política», le aconsejó Franco a Sabino Alonso Fueyo, director del diario falangista Arriba ante las presiones que este estaba recibiendo por parte de las diferentes facciones del Movimiento. Y es que lo de la política parece estar ahora más mal visto que nunca. Despreciamos a nuestros políticos hasta el punto que, según las encuestas, la población los ve más como problema que como solución. Ese desprecio no gusta a nuestros representantes, que responden convirtiendo en política cualquier actitud o manifestación que vaya contra sus designios en el poder.
Tras treinta y cinco años de democracia, las cosas no han cambiado tanto. Ahí está mi hermano, por ejemplo, que no hará huelga porque como muchos españoles en los tiempos en que Franco aconsejaba «no meterse en política» se ha marchado a Inglaterra y ahora duerme en un piso patera con otros como él, con los que solo se cruza cuando uno llega de trabajar y el otro se marcha. Mientras, sus títulos universitarios, duermen el sueño de los justos en un armario porque ya dijo una conselleira de Traballo de la Xunta que los jóvenes se van al extranjero «a formarse», aunque sea como camareros en un bar. O mi otro hermano: con una ingeniería superior y tras tres años trabajando en una universidad desarrollando proyectos hasta que el Gobierno que no hace política, sino mirar por nuestros intereses, decidió que no había más dinero. Ahora, con 30 años, es ilustre poseedor de una beca de nombre rimbombante en una de las principales empresas del IBEX 35. 800 euros a cambio de formación, dicen, traducida en horas delante del ordenador sin hacer nada porque a nadie le interesa formar. Su destino, si nada se tuerce, será substituir a la legión de prejubilados que la empresa pondrá en la calle el próximo año: savia nueva a mitad de precio. Para que nada se tuerza mi hermano no hará huelga porque la consigna es: «los becarios podéis hacer huelga, es vuestro derecho. Pero yo en vuestro lugar no la haría». Una declaración política en toda regla sin la necesidad de un temible piquete para llevarla a la práctica.
Dirán también que hacer huelga «no sirve para nada». Ya saben que haber acudido religiosamente al trabajo 365 días (contando los 30 de vacaciones que has cotizado el resto del año) durante los últimos cuatro años ha servido de mucho. Con suerte, usted todavía tiene un trabajo al que acudir mañana. Casi seis millones no, y contando.
También está el argumento maquillaje, noble arte en el que el presidente en funciones de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, es un maestro. Según él la huelga «deteriora la imagen del país», así como de la sociedad española y sus empresas, que están «haciendo un gran esfuerzo por salir de la situación en la que se encuentran». Despedir a gente a diario roza lo bíblico hasta el punto de que la parábola de los panes y los peces será caquita comparada con el milagro español: reducir el desempleo poniendo de patitas en la calle a los trabajadores.
En esta línea, el colmo de los razonamientos será: «trabajar es un acto de patriotismo y de servicio a España para salir de la crisis». O: «la independencia real es el trabajo», como dijo a los catalanes la ministra que nunca ha trabajado. Ya lo saben bien los supervivientes de Auschwitz a quienes no otra cosa sino el trabajo amenazaba con hacerlos libres como volutas de humo. Un argumento que en boca de neoliberales teñidos de cierto nacionalismo periférico es incluso mejor: apoyar la huelga es traicionar «uno de los valores y virtudes fundamentales del pueblo gallego: el trabajo». Así que a esto hemos llegado: el trabajo, concepto estrictamente de utilidad económica, convertido ahora en un valor que define pueblos. Y así.
música cine libros series discos entrevistas | Achtung! Revista | reportajes cultura viajes tendencias arte opinión