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Septiembre de 2013, o algo así. Recibo una llamada de mi amiga Maya, una artista increíblemente talentosa. No hacía mucho que la conocía, pero desde el principio conectamos, entre otras cosas, por nuestra admiración mutua hacia David Lynch.

 

En esa llamada me contó algo que me dejó intrigado: Lynch venía a Madrid para dar una serie de conferencias sobre su obra y sobre un libro que había escrito acerca de la meditación. Sí, meditación. ¿Qué relación podía tener esto con su cine? Entre las actividades programadas, Maya mencionó algo peculiar: una cena con Lynch para cien personas. Un encuentro extraño y exclusivo. Me quedé pensándolo. Cien euros por una cena… con Lynch y noventa y nueve personas más. No suena mal, ¿verdad? Sin embargo, lo dejé reposar una semana. Pero algo en mí no podía dejarlo pasar. Al final, me lancé. Pagué, y cuando recibí la confirmación, comenzaron las dudas: ¿Cómo era posible que un plan así no estuviera agotado con la cantidad de fanáticos que tiene este hombre?

Llegó octubre y cogí el AVE para Madrid. Llegué la noche antes porque había un acto en el MNCA Reina Sofía. No tenía pase para ese evento, pero me acerqué de todas formas. Dentro del museo, conseguí verle de lejos mientras firmaba ejemplares de su libro. Parecía accesible, incluso amable. No perdía la esperanza de un momento más cercano, pero bueno, ¿para qué? ¿Para decirle lo que le dice toda la gente? “Me encantan tus películas, blablabla…”

David Lynch es un genio, y no lo digo por decirlo. Un genio es alguien que abre los ojos y las mentes, que muestra nuevos caminos a seguir. Por si fuera poco, el mérito de Lynch es que, al igual que Picasso, desafiaba las convenciones y exploraba la libertad creativa en diversos estilos, pero también podía realizar, por ejemplo, retratos realistas. De ahí que Lynch lo mismo nos podía hacer aterrorizar con, por un lado, Cabeza Borradora o Inland Empire, y por otro lado conmovernos con El hombre elefante o Una historia verdadera.

En algún lugar entre estos dos grupos de películas está el núcleo de lo que se ha llamado “lynchiano”. Es así. La obra de Lynch se ha colado en nuestro idioma —y no sólo en el nuestro— para dar significado a una amalgama de cosas al mismo tiempo. No muchos artistas tienen un adjetivo para describir un estilo particular dentro del cine y la cultura en general. Según David Foster Wallace, este adjetivo “hace referencia a un tipo específico de ironía en el que lo macabro y lo mundano se entrelazan de tal forma que revelan cómo lo primero está perpetuamente contenido en lo segundo.” Pero podemos ahondar un poco más y poner unos ejemplos.

A principios de los años noventa, Twin Peaks no sólo redefinió la televisión, sino que introdujo un nuevo lenguaje visual y narrativo. Fue entonces cuando surgió con fuerza el término ‘lynchiano’, para describir una mezcla única de surrealismo, misterio y belleza perturbadora. Digamos que antes, más bien, se usaba “onírico” “surrealismo”, “Buñuelesco”, y no describía completamente este mundo nuevo. Aquel año, Lynch abrió el mar Rojo, separando dos tipos de personas en el instituto: los de Sensación de vivir y los de Twin Peaks. Mucho de lo lynchiano está comprimido en las dos primeras temporadas de esta serie: esa música, esos paisajes, la violencia, la belleza, la ternura, lo inexplicable. Así es como, de ver pasar jovenzuelos en bañador en un culebrón, nos pegábamos a la tele justo antes de que empezara Twin Peaks para no perdernos una sola nota de la intro, con la música de Angelo Badalamenti. Años después, Lynch reventó el marcador de lo lynchiano con la tercera entrega de Twin Peaks, elevando al cuadrado —hasta la distorsión— su propia visión.

 

Maya. Foto: Antonio Jesús Reyes

 

 

Otro claro ejemplo de lo lynchiano fue el que (quizá) más me marcó, Carretera perdida. Curiosamente, no fui a verla por elección propia. Aquel día tenía intención de ver Crash de David Cronenberg, otro director al que no le vendría mal un análisis aparte. Pero las entradas estaban agotadas. En su lugar, vi que en cartel estaba Carretera perdida. Ni siquiera había escuchado que estrenaba película. Llegar a una película sin saber apenas nada es un riesgo, pero también puede ser una experiencia sorprendente. De todos modos, jugaba con ventaja. La vivencia estaba garantizada. Las imágenes de esta obra maestra de Lynch son como su música: ecléctica, brutal, hermosa, violenta, aterradora y, a la vez, tranquilizadora, como la película misma. Teníamos a Nine Inch Nails, Marilyn Manson, pero también This Mortal Coil (Song for the Siren) y Tom Jobim. Inolvidable el comienzo: aquella carretera oscura, iluminada solo por los faros de un coche, con uno de los mejores temas de David Bowie (I’m Deranged) como telón de fondo. A propósito de los álbumes y colaboraciones de este director, acérquese con sigilo y cuidado. No es apto para corazones febles.

Definitivamente, lo lynchiano había llegado para quedarse y para hacernos remover algo dentro de mil maneras. Esto se traduce en personajes complejos, eventos inexplicables y escenas inquietantes, como la pesadilla que se relata en una cafetería en Mulholland Drive —una de las secuencias que más han marcado a más de uno, y sin sangre ni violencia—. Con una infinidad de elementos recurrentes y no recurrentes, las tramas de Lynch juegan con lo irreal y lo real, generando debates interminables entre los fans. Por ejemplo, cada teoría sobre lo que ocurre en Twin Peaks tiene su, digamos, lógica, pero también surgen otras que, a veces, son completamente opuestas y también tienen su lógica. El sufrido fan cree que está tras lo inexplicado, pero lo que Lynch les ofrece es lo inexplicable, o lo explicable de muchas maneras, sin que sea posible decantarse por ninguna, sólo pararse a sentir. Lynch viste lo cotidiano de misterio y el misterio de cotidiano.

Otro componente es la belleza sui generis, como la aparición de Patricia Arquette en la gasolinera de Carretera Perdida, inseparable ya sin This Magic Moment por Lou Reed como fondo. Lynch creó una atmósfera de incomodidad, asombro, embelesamiento y alerta. El miedo y el deseo se combinan en una visión profundamente perturbadora pero cautivadora. Todo esto permanece en la mente del espectador mucho después de que la película ha terminado.

 

Foto: Antonio Jesús Reyes

 

Pero estábamos en Madrid, en octubre de 2013, y David Lynch se paseó como un Alejandro Magno tras conquistar mundos desconocidos. ¿Y la cena? Pues no era una estafa. El Círculo de Bellas Artes se iluminó con una magia a la vez oscura y radiante, mientras actores interpretaban a personajes sacados de una posible película de Lynch, comportándose como tales. El salón tenía la misma atmósfera de ciertas creaciones de Lynch; belleza perturbadora. Y entró Lynch, y se le dio un aplauso. Entre los platos servidos, recuerdo uno que era idéntico al ave que aparece en una de las escenas de Eraserhead. Escalofriante y Exquisito, por cierto. Buen vino. Buena compañía. A mi derecha estaba mi amiga Maya; alguien de Sudamérica que estudiaba cine y parecía un tipo interesante. A mi izquierda unos tipos muy interesantes que por nombre llevaban Igor y Fran. Risas, sorbos, comida de primera, y de vez en cuando una mirada a quien presidía la mesa, Mr. Lynch. Por alguna razón, los hechos se precipitaron, y de repente me vi estrechando la mano de David Lynch.

Fue algo así:

  • Caramba, Mr. Lynch, lo que me gusta su cine. Disfruto muchísimo de sus películas. No tengo palabras, de verdad. ¿Se lo pasa bien aún dirigiendo?
  • Sí, es un proceso complejo, pero sí. ¿Cómo me dijiste que te llamas?

Y en este momento, se me ocurrió hacer una gracia.

  • Antonio… me llamo Antonio Jesús. Ehmm… Quería comentarle que, a veces, me pasa con sus películas que hay escenas que no consigo entender del todo.
  • (Lynch sonríe, luego suelta una carcajada.) Pero te gustan, ¿verdad? (Y se ríe de nuevo mientras me pone la mano sobre el hombro).
  • Sí, si no, no estaríamos aquí. (Yo también me río.) Ehmmm… ¿Nos hacemos una foto?
  • Vamos allá—dijo él.

David Lynch nunca temió a lo extraño, por eso lo que acabó con él fue la rutina cotidiana de fumar. Dejad el tabaco. Estáis a tiempo.

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