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Por Diego E. Barros

Mandela en la cárcel en la que pasó 17 de sus 28 años de reclusión | Foto RTVE

El 11 de febrero de 1990 fue puesto en libertad. Christo Brand, el que fuera su carcelero desde 1978 le dijo: «señor, es usted un hombre libre». Él le respondió: «No, yo siempre he sido un hombre libre». Nelson Mandela, el negro nacido en la zona rural de Transkei depositario de la sangre real de los Xhosa, el estudiante de Derecho en la Universidad de Johannesburgo; el líder del brazo armado del Congreso Nacional Africano y luego de todo el CNA y de los negros subyugados bajo el Apartheid; el preso número 46664 que consiguió acabar con el sistema que lo había mantenido 27 años encerrado en la prisión de Robben Island; el terrorista que logró ser venerado por las que debían ser sus supuestas víctimas; el hombre que evitó que su país se ahogara en un baño de sangre; el estadista cuyas palabras han conseguido poner un nudo en la garganta al que esto escribe tomó posesión como presidente de Sudáfrica cuatro años más tarde, el 10 de mayo de 1994.

Madiba, como cariñosamente lo conocen sus compatriotas, falleció el jueves poco después de las once de la noche hora española. Ya habrán leído todo sobre su vida y milagros. Y todo será poco. Así que yo no les daré mucho la lata. Solo recordar dos cosas. Tal y como tituló ayer The Onion, el semanario satírico estadounidense, «Mandela se convierte en el primer político en ser echado de menos». Y esa puede que sea su gran lección. Pese a todo, el ser humano necesita de referentes en los que mirarse y él se ha convertido en el único personaje de la historia sobre el que nadie tiene nada en contra que decir. Bueno, Margaret Thatcher sí. Ella, que fue bautizada como la Dama de Hierro, le llamó «terrorista». Mandela no estaba a la altura de otros como Augusto Pinochet, un «hombre íntegro y bueno», para la política británica. Dicen que la historia pone a cada cual en su sitio. Por eso me gusta pensar que ahora Thatcher estará viendo, desde ahí abajo, a Madiba, allá arriba.

Lo de ayer no da para mucho más pero al mismo tiempo sirve para ver la medida de todas las cosas. La mayor parte de los líderes mundiales salieron a ofrecer unas palabras a los pocos minutos de conocerse la noticia. Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, lo fio todo al becario encargado de su cuenta de Twitter que entró a la 1:08 horas de la madrugada. Casi dos horas después de conocerse su muerte eso ha sido todo hasta el momento en que escribo estas líneas, trece horas más tarde. Es de suponer que hasta bien entrada la mañana de hoy, nuestro querido líder seguía durmiendo. Reponiendo fuerzas para no perderse el sorteo del Mundial, a las 17 horas. Hay que reconocer una cosa sin embargo. La reacción de Mariano Rajoy se pareció mucho a la de Marine Le Pen, líder del Frente Nacional francés. La diferencia es que ella no es presidenta de un país.

Ha querido el destino que la muerte de Mandela haya coincidido con la fiesta en la que los españoles de bien celebran la aprobación de la Constitución de 1978. En cierto sentido, las exageraciones que habrán leído sobre la figura del líder sudafricano se parecerán mucho a las que habrán escuchado sobre un trozo de papel que cuando se aprobó estaba bien, pero que hace tiempo que ya no da para más. Como siempre, toda hagiografía, bien sea de un hombre o de un texto legal (si esto es posible), estará equivocada o incompleta. Básicamente porque siguiendo el propio ejemplo de Mandela, todo lo que no evoluciona, está condenado a morir. Hoy sabemos a quién lloramos pese a no haber sido afectados directamente por su evolución. Hoy yo también sé que para mí, la Constitución es poco más que un día festivo que ni siquiera aprovecho por vivir en el extranjero.

De entre todas las pegas que uno le puede poner a la Carta Magna me parece un poco superflua especialmente una. La de que «una mayoría» de los españoles actuales no la votamos. Es una anécdota. Las constituciones se votan, si cabe, una vez; después se modifican, se enmiendan, y eso lo hacen nuestros representantes. En todas partes. Aquí eso ha ocurrido solo una vez, hace un par de años y a punta de pistola. Para lo demás, para lo necesario, nuestros representantes niegan la mayor aduciendo «falta de consenso», que es una forma de decirnos sus señorías que sus representados somos gilipollas. Nunca hay consenso. Al consenso se llega. A Mandela le llevó media vida,  cinco años de conversaciones secretas y otros cuatro para que la minoría blanca lo aceptara como presidente sin tirar de gatillo.

Es una cuestión de medida. Y nuestros representantes no la dan.

De tener que votar hoy la Constitución estoy seguro de que votaría en contra como hice con aquella broma de la UE. Básicamente por mi condición de inconformista ―pueden llamarme tocapelotas―, y porque creo que nunca nada será suficiente. Por eso yo soy un simple juntapalabras y no un estadista.

El corresponsal de la BBC dijo el jueves desde Sudáfrica: «Cuánta distancia tiene este país que recorrer todavía para alcanzar su sueño». Hasta Madiba se quedó a medias en sus esfuerzos. Nadie mejor que él lo sabía: «no soy un santo, nunca lo he sido ni siquiera si uno se refiere a que, en la tierra, un santo es un pecador que intenta mejorar», escribió en su libro Conversaciones conmigo mismo. Hoy estamos un poco más huérfanos. Ha muerto el último hombre.

 @diegoebarros

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