En una sociedad en la que se ha llegado a niveles enfermizos y violentos la exigencia a dar una buena “imagen personal” y que, por supuesto, ello lleva consigo el “proyectar” bienestar y estabilidad mental, no es de extrañar que, muchos individuos que no se adecúan a esos “estándares”, corran riesgos de exclusión social y laboral, o incluso quedarse a mitad del camino.
Así, los llamados “cuerpos disidentes” se perfilan queriéndolo o no, como paradigma de que en cada ámbito de nuestras vidas se han estado desarrollando “guerras culturales”, en las que los colectivos LGTBI+ y los diversos movimientos feministas nos han señalizados con teorías y prácticas por dónde podría estar el horizonte hacía nuestra propia emancipación colectiva e individual.
Por si queda alguna duda, la cosa no va de condenar en su totalidad a aquello que se nos ha inculcado y lo que se considera como “tradicional”, sino en realidad, de ampliar la definición que compartimos de ser humano, legitimando otras formas de ser/estar en el mundo. Bajo el objetivo de que este sistema cis-heteropatriarcal no invada nuestros procesos personales ni a los de nuestro alrededor, y que se suspenda no a “golpe de decreto” o en los llamados “espacios de resistencia”. De lo contrario, esto puede ser entendido por los “reaccionarios” o los que, digamos, piensan que hay que priorizar otras cosas, como fruto de las tendencias de una juventud “llorona”, aliada con unas personas “excéntricas” e “inadaptadas”.
Encima, los dispositivos disciplinarios que operan no nos permiten mostrarnos vulnerables sin percibir algún tipo de sanción social, poniendo en duda nuestra valía como seres maduros e íntegros. He allí que, estas cosas se vivan en la más absoluta soledad, o si se es afortunado, acompañado de personas que saben ser un “refugio” para uno. Por ello y más, fue un absoluto acierto la puesta en escena, la dirección y los roles que interpretaron Mado Dallery y Lucía Montes en Moda no soy, esto es: estas dos profesionales nos representan escenas en las que una persona trata de lidiar en su intimidad con una serie de contradicciones que, de un modo u otro, se han equilibrado a raíz de una oposición de fuerzas que se está manifestando en el interior y exterior del cuerpo de Mado Dallery.
En esta línea, estas profesionales nos emplazaron desde el principio a un marco en el que, nosotros los espectadores, vamos conectando con los estados por los que transita Mado Dallery. Estados que hacen contraer y extender su cuerpo por todo el espacio, estados que, a pesar de que ella esté actuando, difícilmente, no la retrotraigan a momentos que ha vivido ella en sus propias carnes. En paralelo, el papel de Lucía Montes es tan importante, puesto que expresa un amor e incondicionalidad a Mado Dallery que, de seguro una parte del público también se ha sentido identificado con ella, dado que pocas seremos las personas que no hemos estado frente a individuos que buscan su manera de ser, sin que ello suponga negarse a sí mismos al tener que “rendir cuentas” a una serie de pensamientos y prácticas que nadie se ha comprometido de forma contractual a su militante cumplimiento.
Mientras tanto, Mado Dallery se toma su tiempo para si quiera moverse con fluidez. Y no es que su cuerpo no esté capacitado para ello y más, sino que, en ocasiones, los estados anímicos y mentales pueden ser tan acusados que nos inhabilitan, lo cual ahonda más en la sensación de falta de valía: Mado Dallery lucha, Lucía Montes contiene sus lágrimas y sus ganas de acercarse a ella, pero no, Mado Dallery necesita enfrentarse a esto sola. La colisión entre sus ganas de salir de esta de una vez por todas, combinándolo con sus miedos por no saber cómo afrontar lo que fuera que le espera a continuación, hacen de esta pieza una ontología sobre los cuidados.
Si bien es cierto que, poco a poco Mado Dallery consigue reincorporarse una vez que se inclina a repetir una secuencia de movimientos que la hacen ir en círculos. Ello demuestra que no hay “atajos” ni frases “motivacionales” que redirijan situaciones de esta naturaleza, dado que ella se está despojando de una carga con la cual ha aprendido a cohabitar. Sin embargo, de tanto insistir de forma frenética o de parar en seco dicha secuencia, Mado Dallery consigue ir “bajo tierra” para llegar al otro lado del muro que la ha mantenido en cautiverio.
Es común que su cuerpo haya quedado adolorido, con inestabilidad en sus piernas, con heridas sin haber cicatrizado del todo, etc.… A dónde quiero llegar es que por más que suene ideal que todo acabará con un “final feliz”, no es creíble, es decir: resulta perjudicial promover ese tipo de expectativas, ya que éstas han contribuido a que sean más “asfixiantes” las vidas de las personas que todavía están dentro de aquél “agujero”. De cualquier modo, todo está por hacer: Mado Dallery apenas se ha confeccionado una nueva oportunidad…
En definitiva, Moda no soy es un trabajo maravilloso, potente y estremecedor, el cual me encantaría volver a ver para asegurarme de que nada se me ha escapado. Mado Dallery y Lucía Montes conjugaron con templanza y espíritu aventurero expresiones que alcanzan lo performático, sin descuidar el por qué y el para qué es importante detenerse este tipo de contenidos, que tanto han condicionado y atravesado a todas las generaciones.
Sin lugar a dudas que, el equipo de 8×5 Project están llevando a cabo un trabajo arduo e imprescindible para programar creaciones que, lamentablemente, aún no disfrutan de los espacios suficientes para dar testimonio que hay profesionales capaces de superar con verdad, convicción y seriedad a muchas producciones que protagonizan los carteles de los principales teatros de España. Por tanto, corresponde seguir pendiente y apoyando a este tipo de iniciativas, ya que, entre otras cosas, son las que contribuyen a garantizar un relevo generacional y una renovación de los lenguajes artísticos que están latentes. Y justo eso forma parte de la responsabilidad de lo que nos dedicamos a escribir y cubrir espectáculos de artes escénicas a través de los medios de comunicación.