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#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal

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Llevo tiempo, quizás demasiado, deseando escribir sobre una pequeña joya cinematográfica a la que profeso admiración rayana en la idolatría. La película a la que me refiero es El Nadador, dirigida por Frank Perry en 1968 y con un inconmesurable Burt Lancaster como protagonista total y absoluto, casi médium transmisor de un torrente de sensaciones más cercanas a lo paranormal que a lo cierto.

No ha muchos años que tuve la fortuna de disfrutar de este film, que llegó a mi cuarto de estar como préstamo, por corto período, de un gran amigo, cinéfilo de vocación, carácter y ocupación. Los únicos datos de que disponía antes de su visionado eran que el director, Frank Pery, no finalizó su labor debido a discrepancias artísticas, que el testigo lo recogió Sidney Pollack, y que el guión estaba basado en un relato corto de John Cheever que yo no había tenido aún el gusto de leer.

Con tan escueta información me acomodé en el sofá (copa y cigarro a mano), apreté el botón de play, y pasé los siguientes 94 minutos sin apenas poder parpadear.

La película nos narra un día en la vida de Ned Merrill, quizás la más extraña y conmovedora de las jornadas que haya vivido este hombre de complexión prodigiosamente atlética a pesar de su edad (52 años contaba Burt Lancaster cuando rodó la cinta) que irrumpe en escena explicando su propósito de atravesar el condado en que habita cruzando, a nado, las piscinas de los acomodados conocidos y amigos que se interponen entre el lugar de partida y el de llegada: su propio domicilio.

Desconocemos de dónde viene Ned Merrill. Ignoramos por qué aparece ya en bañador, braceando las prístinas aguas de la lujosa piscina de unos amigos que, a la vista de la primera conversación que con ellos mantiene, no lo parecen tanto. Y es ya, a partir de esa primera conversación, que se instaura en nuestro entendimiento una sensación de desasosiego y melancolía que no nos abandonará hasta el final del metraje. Ni siquiera después, me atrevería a afirmar.

Un portentoso guión hace fluir la historia con la misma facilidad que fluye el cuerpo fornido de Burt Lancaster a través de las aguas de las distintas piscinas en que se sumerge. Piscinas calmas, piscinas sin agua, piscinas impecables de redondeados perímetros. Piscinas. Circundadas todas ellas por lujosas mansiones en cada una de las cuales habita al menos una persona que dialogará con el protagonista desvelándonos así, poco a poco, un misterio que no acaba de aflorar, explicarse o tomar forma reconocible. Pero…miento: una de las piscinas no pertence a nigún acaudalado propietario. Es la piscina municipal. Un húmedo perímetro de bullicioso y mareante recreo en que la presencia de Merrill se nos antoja intrusa, fuera de lugar, solitaria entre la muchedumbre, y que nos proporciona, quizás, una de las claves del misterio del que, con tan fascinante parsimonia, pretende hacernos cómplices la película.

revista-achtung-cine-elnadador-burtlancasterPorque sí, nos hallamos visionando esta pequeña joya, ante un misterio mayor que los de los códigos davincis, harrypotters, misiones imposibles y demás pasatiempos. El misterio de la decadencia de un ser humano, el misterio del declive psíquico y moral de un antihéroe como pocos nos ha dado el séptimo arte. Y se trata de un atípico y memorable antihéroe porque la película no muestra con claridad, más bien da apuntes y bosquejos sobre el drama de un hombre derrotado y al límite de su cordura.

Efectivamente, asistimos en El Nadador, a un proceso de derrumbe psicológico maravillosamente orquestado por un guión memorable y un acompañamiento visual digno de estudio. Si bien no explicita nada del pasado de este bracista del desasosiego en que se erige Ned Merrill, el largometraje va dándonos pistas mediante las conversaciones que este mantiene con cada uno de los propietarios de las piscinas que atraviesa. Unas pistas que no engañan al espectador dirigiéndole hacia un final previsible pero emocionante, como es habitual en el cine actual. Unas pistas que se asientan en una puesta en escena antológica y en una ambientación exterior que va pasando, sin solución de continuidad, de la fotografía casi naif de la naturaleza circundante a inquietantes oscuridades y huidas de foco propias del más monstruoso de los escenarios oníricos.

Finalizada la película no acertamos a concluir si Ned Merrill es un ser deleznable o un buen hombre caído en desgracia. Incluso dudamos si el onirismo de su viaje no será producto del exceso de alcohol trasegado entre brazada y brazada.

Si el espectador pretende ahondar en el misterio que esconde Ned Merrill no le recomiendo que acuda al relato de John Cheever. Esto no hará más que acentuar sus razonables dudas. Pero si pretende seguir chapoteando, como el nadador, en las turbias aguas de los sentimientos encontrados, le sugiero que inicie de inmediato la lectura de tan inquietante narración.

El Nadador es, a fin de cuentas, esa página en blanco que la historia del cine pone a disposición del espectador para que este la cumplimente con sus propias sensaciones y reflexiones.

@pablo_cerezal

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