En este boom de la literatura del yo, a veces, uno se encuentra con textos que merecen mucho la pena, más allá de ese ego insoportable en el que naufragan y de la asquerosa práctica del name dropping que asola el género. Estos textos interesantes son cada vez más escasos, y aportan la visión del autor y de sus reflexiones, generosas y lúcidas, sobre aspectos cotidianos, junto a críticas metaliterarias o pensamientos profundos que tratan la soledad o la incomunicación. Tal es el caso de Rasgar algo de vida. Diarios (2014-2016), del malagueño Jesús Artacho, editado por Fuente Clara. No son unos diarios al uso, las acotaciones temporales son tres y amplias: 2014, 2015 y 2016. No hay un martilleo de fechas diarias, y las ideas se encuentran, muchas veces —y eso es lo interesante—, entre el aforismo o la columna periodística de opinión, para ofrecernos la atrayente monotonía de un opositor a bibliotecas, trabajador temporal, en un pequeño pueblo andaluz. Tiene mucho de novela, por el desfile de personajes y por la sustancia que contienen sus páginas, que brotan del yo para el nosotros, y eso no es frecuente en los diarios actuales que buscan agigantar el yo para mayor gloria del propio yo.
Así, sin mucho ruido y con modestia, como si el narrador de estos Diarios quisiera y deseara pasar de puntillas junto al lector, Jesús Artacho nos acerca literariamente lo cotidiano que, contemplado con ojos de buen escritor, siempre aparece como maravilloso. Insisto, la prudencia, la humildad, lo cabal, alejado de la soberbia y del monumento al ego personal y desbocado, hacen de estas piezas reunidas un texto fuera de lo común en el género.
Muchos borrachuzos de personalidad inflamada deberían leer el libro de Artacho para empezar a enterarse de cómo es el asunto de redactar un diario literario, en qué consiste aquello del respeto por el lector. Así se enterarían de cuáles son los asuntos verdaderamente importantes para tratar y podrían escribir algo que no fuera el mero vehículo de sus delirios de grandeza, por otra parte, nada interesantes: la conjunción de todo ello son estos Diarios de Artacho, que gracias a ese honesto código de conducta expresivo que mantiene consigue algo importantísimo: el respeto por la literatura que la zafiedad de quienes no ven más lejos de sus narices y ombligos narrativos han arrastrado por el limo de su mediocridad.
Para el autor, la literatura consiste en una situación existencial, casi en un estado del espíritu, que también se manifiesta de una forma física:
“Qué es la literatura. A veces uno piensa que la literatura, más que una forma de comunicación o un conjunto de textos, es ante todo un estado del alma o del ánimo, un estado intermitente del alma que filtra nuestra percepción del mundo, del mismo modo que el estar nervioso, triste o enamorado modifica nuestra visión de las cosas. Según esto, alguien podría estar “literario”, estar “en literatura” o incluso (en casos clínicos o fenomenales) ser literatura”.
Antes me refería a estos Diarios como algo notable y raro dentro del género. El género: esta es una cuestión interesante. Hablamos de unos diarios, es decir, de un vertido autobiográfico. Por lo tanto, uno podría pensar que nos encontramos ante un género de no ficción, pero si entendemos un poco la literatura moderna como un constructo que ya ha ido más allá, nos daremos cuenta de que los géneros biográficos (autobiografía, diarios, memorias) son géneros ficcionales.
Son ficción porque, ya lo he afirmado muchas veces, un doble aspecto los convierte en tales: cuando recordamos pedazos o retales de vida para confeccionar este tipo de textos procedemos a una selección de acontecimientos, mientras dejamos otros de lado. En ese momento ya no estamos relatando de una forma completa, sino sesgada, estamos haciendo ficción al elegir una pequeña parte, lo que nos interesa a nosotros contar.
Además, en segundo lugar, lo contado desde la memoria, desde nuestra memoria, no suele parecerse a lo ocurrido en la realidad, que contemplado y narrado por otro testigo resultará completamente diferente. Al escribir un diario, una biografía o una autobiografía seleccionamos, moldeamos, maleamos la realidad y con ello la literaturizamos. Y si hacemos literatura con secuencias de vida, entonces la estamos ficcionalizando. De ahí que estos géneros, también conocidos como híbridos por este motivo mixto que confunde realidad y ficción, sean literatura. El propio autor se manifiesta algo confundido ante semejante aspecto bífido del diario:
“Pequeño desconcierto tras escuchar una conferencia de un autor cuyo diario, como lector, aprecio bastante. Refiriéndose a la veracidad de tal texto, prefiere utilizar el concepto de verosimilitud, que en realidad asociamos, más bien, a la ficción (…) Habla de su texto como novela de sí mismo, y llega a decir que incluye episodios ficticios”.
En cualquier caso, literatura de calidad es lo que despliega Jesús Artacho en estos Diarios. El título, Rasgar algo de vida, ya nos conecta con lo anteriormente afirmado. Con la escritura del diario el autor pretende servirse de un instrumento casi quirúrgico, por la calidad de su prosa, que pueda raspar o rascar en la superficie de la existencia y trasladar al papel una porción a las páginas.
Es aquello sostenido por Günter Grass en el título del primer volumen de sus memorias, Pelando la cebolla (Alfaguara): la vida se compone de muchas capas, hay que ir pelando, y la profundidad que se alcance depende del instrumento utilizado, es decir, del lenguaje y la forma de narrarlo. En este sentido, el pelador de Artacho es delicado como un bisturí, preciso, y profundo como una tuneladora.
Así alterna el autor la prospección de sus bolsas de memoria, con un estilo impecable y casi obsesivo por la palabra bien puesta, circunstancia que en nada interfiere, encorseta o constriñe el profundo ejercicio literario, pelando con delicadeza muchas capas de esa cebolla, mucho más que meramente rasgada.
Rasgar algo de vida pone en contacto a Jesús Artacho con Pirandello. La utilización de ese verbo, rasgar, no es una cuestión baladí, sino el fundamento de la ficción pirandelliana, y por extensión, de este género híbrido que pasa por lo que no es: no es realidad, aunque se nutra de ella, es ficción, a pesar de traernos escenas cotidianas.
El título se engarza así con Pirandello cuando el italiano afirma que un día sufriremos una epifanía que revelará la verdadera condición de nuestro devenir: descubriremos los retales de nuestra existencia de cartón, tramoya y cielorraso, como muñecos o títeres de este universo que es como el auto sacramental calderoniano afirma: El gran teatro del mundo (Cátedra).
Una vez rasgado ese cielorraso del teatrillo, que permitirá que penetre la luz natural en un rompimiento de gloria clarificador que lo inundará todo, reflexionaremos acerca del carácter metafísico de la vida que ocurre en el exterior. Y el autor no es ajeno a esta relación que acabo de establecer, dado que muy pronto ya hace referencia en sus Diarios a Pirandello, en conjunción con Unamuno.
Jesús Artacho rasga el cielorraso de su propia vida. Como un personaje pirandelliano se transmuta en palabra, tinta y papel, lleva a cabo una inmersión textual que en muchas ocasiones aborda lo metaliterario: ya sea por comentarios y críticas, o reflexiones, sobre la obra de algunos escritores, ya sea por cavilaciones a propósito del propio arte literario, del desempeño de la escritura, de lo que entendemos unos pocos por ser escritores, algo muy alejado de lo que la mayoría comprende como vida literaria de colorín, fasto, borreguismo y mandarinatos, una vida literaria entendida por la industria editorial y los autores triunfantes como el título de esa novela de Miguel Espinosa, una Escuela de mandarines (Alfaguara).
Esta ucronía de Miguel Espinosa, de profundo sentido quijotesco —encarnada en lo absurdo e inútil que resulta enfrentarse a un mandarinato— conecta con los Diarios de Artacho en un aspecto: estamos ante la escritura, la buena escritura, como resistencia. Y por supuesto, la buena lectura también, ese arma de motor rugiente que muchos utilizan al ralentí o incluso ni tan siquiera se atreven a encenderlo:
“En el debate del club de lectura, ese agradable punto de encuentro, algunas personas manifestaron que lo que buscaban en la lectura, en la literatura, era relajación y entretenimiento, nada de profundidades que les hicieran pensar un poco o, incluso, cambiarles la vida, cómo apuntó X. A uno no le sorprendió en el momento esta afirmación, ya que no es rara de encontrar, pero ya en casa acabó por pensar que si la literatura solo le servía para eso era, poco menos, como tener un flamante Lamborghini y usarlo únicamente para pasear por el pueblo. O un avión privado con el que poder visitar cualquier parte del mundo y decir: no, yo viajar no, a mí lo que me gusta es contemplarlo en el hangar y pasarle un trapito para quitarle el polvo o, como mucho, subir a la cabina con el motor parado”.
Estos Diarios aparecen repletos de reflexiones acerca de la forma en que el autor entiende la escritura y la lectura, es decir, la literatura, pero también de su visión de la vida. Como ya afirmé en la entradilla de este estudio crítico, nos regala algunas máximas que son como aforismos:
“Si el infierno, como dijo Sartre, son los otros, un teléfono móvil en casa del solitario es un caballo de Troya”.
Y también nos transmite ideas como esta:
“El ser humano se diferencia de los animales en su mayor capacidad de raciocinio pero también, seguramente, en su mayor capacidad de desesperación”.
Es innegable que estos Diarios emanan un tono melancólico que muchas veces roza con la tristeza, derivada de ese sentimiento de soledad —a pesar de que el autor aparece bien arropado en muchas ocasiones por su familia y amigos— que permanece de forma continua y como flotando sobre las palabras y líneas de la escritura. Tal vez ese sentimiento de inevitabilidad de la soledad sea una de las condiciones del escritor. O tal vez ese sentimiento de soledad lo llevemos todos dentro y solo sea necesario rasgar un poco para encontrar la veta… en una especie de minería de la desilusión:
“Hace años hablaba en mis textos de una falla con el mundo, con la gente, que me parece que ahora mismo no existe, si bien no puedo celebrar -sería un tanto aventurado- que no vaya a volver a manifestarse”.
Este sentimiento a lo Pessoa en su Libro del desasosiego (Seix Barral) —de hecho, el autor lo menciona a continuación del párrafo anterior—, esta percepción melancólica de la vida desarrollada en los Diarios de Jesús Artacho va íntimamente unida a una interpretación de que los caminos de la existencia se construyen de una forma causal, y desde allí, somos lo que somos, pero fundamentalmente nos creamos nosotros mismos a partir de las decisiones que tomamos o los demás toman en nuestro lugar, lo que nos despliega hacia líneas de sucesos y nos aleja de posibilidades irrecuperables. Tomada una decisión:
“Ya nada volverá a ser como antes, hemos tomado sendas de las que, para bien o para mal, no retornaremos. Cada uno tiene los suyos, momentos-encrucijada o momentos- bisagra que nos cambiaron la vida. Basta con detenerse y hacer memoria”.
Pirandello y Pessoa, dos referentes en estos Diarios de Jesús Artacho:
Por eso, este diario hace memoria en un intento de petrificar uno de esos caminos que transita el autor, el comprendido entre 2015, 2016 y 2017, dejando constancia de momentos que de otra manera quedarían perdidos. En ese sentido, el diario de Artacho es también un libro de actas de vida. Un libro de actas marcado por la amargura que se resiste a no albergar en su poso un espacio para el optimismo —pero, eso sí, poniendo muchísima buena voluntad—:
“Tal vez deba refrenar ese lingotazo de desesperanza que me dicta que estas anotaciones no son otra cosa que los rescoldos previos a un silencio autista, afásico, senil. No quisiera caer en esa idea, y sí en la obligación de presentar batalla mientras la vida no se muestre despiadada con nosotros, seres grises pugnando por mantenernos a flote, mientras exista cierta ilusión de cambio, un reducto de lucidez o de lo que al menos uno percibe como tal, una intermitente pero, por momentos, felizmente embriagadora alegría de vivir”.
Por tanto, son cuestiones muy profundas aquellas que se abordan en este diario, que hace las veces de defensa, de baluarte, tal y como antes me refería al asunto de la escritura como escudo:
“Llevar un cuaderno, un diario, aunque en él apenas ocurra nada, como excusa para obligarse a pensar. Y sentirse, al acabar el día, más asido al mundo, más conectado a la realidad. No hay aquí un intento de escapismo, de evasión vital, sino de comprensión en la medida en que nos permitan nuestros recursos. Tratamos de agudizar la mirada sobre las cosas, de escapar (ahora sí) del sedentarismo mental al que nos puede arrojar la rutina y que nos aleja kilómetros de nosotros mismos. En noches cómo está, en efecto, al apagar la luz del cuarto, se siente uno más cerca de sí. Dejándonos abrazar por ese repentino bienestar, damos en dictaminar que ya están sirviendo de algo estas páginas”.
Artacho a conectado aquí con la poderosa imagen de Charles Bukowski cuando expresa casi lo mismo en su diario del último año de su vida, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (Anagrama).
Por tanto, como ocurre en el texto de Bukowski, el autor de Rasgar algo de vida nos brinda un repertorio de reflexiones que son producto de una percepción del mundo que se marchita, entre otros motivos por el desinterés colectivo por la cultura y el poco aprecio por la literatura. Y lo afirma quien, aunque de forma temporal, trabaja como bibliotecario y sentencia que:
“El best seller contemporáneo, piensa uno a veces, llega a serlo por tratarse del tipo de libro que se pone de acuerdo en leer la gente que casi nunca lee”.
Jesús Artacho nos ofrece una ventana por la que asomarnos a una cala de su vida. Pero también nos regala, mediante esa cala, un pedazo de buenas reflexiones, de brillantes ideas, de una interpretación de la realidad, o reinterpretación (según se mire), bajo el filtro de la mirada del escritor, del malherido de las letras:
“Uno publica y pone a la venta un libro para medir el tamaño de su soledad”.
Y estos personajes malheridos de escritura, letraheridos, suelen entregar libros interesantes cuando se empeñan en la cotidiana aspiración de rasgar algo de vida. Este es uno de esos casos felices.