Satoshi Kudo y Lucía Vázquez con Hasekura Project, nos ofrecieron una inmersión que resonará en nuestros recuerdos. Fruto de una colaboración que sigue dando de qué hablar, y que ojalá sea un largo recorrido, en el que todos nos podamos seguir deleitando.
Es de esas piezas que una vez que uno ya la ha visto la noche anterior, uno busca insistentemente la relación que tiene lo que uno vio, con lo que las orientaciones que nos ofrece la sinopsis: para ver si las cosas encajan. Ha resultado ser una inmersión tan profunda, que lo que tengo más a mi acceso en este momento son imágenes y sensaciones, más que un discurso bien elaborado sobre lo que sucedió en el escenario
Los tres bailarines que nos deleitaron con un trabajo excepcional: Satoshi Kudo, Lucía Vázquez y Natalia Jiménez; nos dieron una clase magistral de presencia en escena, hasta tales puntos, que de algo un modo u otro me atrevería a decir, que hicieron de sus respectivos personajes sus hogares. Era tal la naturalidad con la que llevaban a cabo sus interpretaciones, que lo que sucedía en escena, estaba pasando: y éramos nosotros (los integrantes del público) los que en realidad estábamos en una realidad paralela, y más contingente aún, de lo que se podría argumentar.
Se respiraba mucha calma en la escena, pero a la vez tensión, porque al fin al cabo todas las personas que estábamos en su estreno en la sala B del Teatro Central, sabíamos que todo era frágil para que se reformularan los hechos, que se fueron sucediendo en el desarrollo de la misma. Pues, aunque había una línea narrativa que se podía identificar sus avances, por ejemplo, cada vez que se revelaba unos de esos cuadros que se exponían en los momentos de inflexión; el caso, es que todo lo que pasaba se sumaba, era una concatenación que nos conducía una incesante síntesis entorno a una misma idea, que no hacía más que ampliar datos, a la vez que confirmarnos, el tema central de la pieza: el conocer cuál es lugar en el mundo de cada ser humano.
Era como si cada interacción entre los bailarines fuese llevada hasta sus últimas consecuencias, y los solos se desmenuzaban tras haber sido fundidos, por haber agotado todo resquicio de combustible que los mantenía en movimiento. Lo cual se veía equilibrado, con una música en vivo, interpretada por Shogo Yoshii e Iván Caramés Bohigas, que complementaba el ritmo del espectáculo, dado que nos hacían cambiar el foco de nuestra atención, cada vez que intervenían con un cambio de música, o un repunte que procuraba dar énfasis sonoro de algo. En definitiva, se nos iba sugiriendo saltos de un lugar a otro, retornos y asomos a diferentes puntos del escenario: así cada espectador podía recorrer el camino que su intuición le indicase.
La sobriedad, la solemnidad o la elegancia, que transmitía la pieza, no entraba en contradicción de que estaba sucediendo una situación trágica para el personaje interpretado por Satoshi Kudo, el cual se debatía su lugar en el mundo, en dónde encajar, en dónde vale más la pena invertir esfuerzos y anhelos. Éste estaba y no estaba en escena: se le trataba como un ser necesario para que todo pudiese continuar, tuviera sentido; o incluso como un ser desechable con el que jugar, si a alguno se le antojaba. De algún modo u otro, la historia se desarrollaba entorno a dicho personaje, por más que él se quedase mucho tiempo quieto (observando en tensa calma, lo que iba aconteciendo); dando espacio a los solos de Natalia Jiménez y de Lucía Vázquez, que irrumpían con fuerza y determinación, para hacer notar que ambas no eran personajes secundarios, eran personajes con objetivos, con impulsos, con necesidades por cubrir.
No obstante, no era algo doloroso de ver, era diáfano, delicado: lo cual tuvo su traducción en cómo se desenvolvían los bailarines más allá de su excelencia a nivel técnico (en lo que se refiere su ejecución de movimientos), porque todo estaba ligado, cada paso por el suelo era fugaz como un suspiro, nada estaba hecho con el afán de sorprender al público: tan sólo le sacaron partido a los que tenían entre sus manos. Recordando el dúo que tuvieron Satoshi Kudo y Lucía Vázquez, en el cual uno guiaba con su cuerpo los movimientos de la otra: es una dinámica sencilla, un ejercicio muy recurrido en danza y en teatro, pero el cómo lo materializaron, el cómo mostraron que de un ejercicio para entrenar cosas como la “travesura” o la escucha entre dos intérpretes, se puede transcender en el algo complejo de alcanzar dada su inteligencia y minuciosidad, que sobresalía en su resultado en escena.
En fin, les hablo de una pieza exquisita que enorgullece que haya nacido del fruto del trabajo e investigación, entre intérpretes de puntos tan lejanos del mapa: ha sido un lujo haber podido presenciarlo en persona.