Por Diego E. Barros
El creador de El Ala Oeste de la Casa Blanca regresa para diseccionar el periodismo y, de paso, EEUU en The Newsroom
En el salón de actos de una universidad norteamericana una estudiante se levanta y lanza una pregunta ―retórica― a los invitados sentados en el escenario:
―¿Pueden decirnos por qué EEUU es el mejor país del mundo?
En el escenario, los contertulios invitados se apresuran a contestar. A un lado, la representante oficial de la América demócrata y liberal en el sentido estadounidense del término:
―Diversidad y oportunidad, dice ella.
Al otro, el representante de la América republicana y neoconservadora:
―Libertad y libertad así que mantengámonos así, responde él.
En medio, un presentador de noticias taciturno. Rehúye la pregunta por dos veces pero, en medio de una especie de crisis de ansiedad y ante las insistencias del moderador abre la caja de Pandora:
―¡No es el mejor país del mundo, profesor! Esa es mi respuesta.
Silencio en la sala. El moderador pide una aclaración:
―Sí, reitera.
El moderador intenta cambiar de tema pero el periodista que ha despertado del letargo en el que estaba sumido lo interrumpe:
―Está bien. Sharon (se dirige a la comentarista demócrata) el presupuesto para Artes no cuenta para nada. Sí, nos cuesta un penique de nuestro sueldo, pero él (se dirige al republicano) te ataca con eso siempre que quiere. No cuesta dinero, cuesta votos. Cuesta horas de programación y ríos de tinta. ¿Sabes por qué a la gente no le gustan los liberales? Porque pierden. Si los liberales son tan jodidamente listos, ¿por qué pierden siempre?
Mientras la comentarista liberal, a duras penas consigue salir de su asombro se gira y dispara a la derecha.
―¿Y en serio le vas a decir a los estudiantes que América es tan asombrosa con sus barras y estrellas que somos los únicos del mundo que tenemos libertad? Canadá tiene libertad. Japón tiene libertad. El Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, España, Australia. ¡Bélgica tiene libertad! De 207 estados soberanos en el mundo, unos 180 tienen libertad. Y, sí, tú, la sorority girl (estudiantes pertenecientes a una hermandad universitaria femenina, un estereotipo muy repetido en EEUU)… Por si acaso un día accidentalmente te pasas por una cabina de votación, hay algunas cosas que deberías saber y una de ellas es que no hay ninguna prueba que apoye la afirmación de que somos el mejor país del mundo. Somos los séptimos en alfabetización, vigesimoséptimos en matemáticas, vigesimosegundos en ciencia; el 49 en esperanza de vida, el 178 en mortalidad infantil, terceros en ingresos familiares medios, cuartos en mano de obra y cuartos en exportaciones. Solo lideramos el mundo en tres categorías: número de ciudadanos encarcelados per cápita, número de adultos que creen que los ángeles existen y gastos en defensa; donde gastamos más que los siguientes 26 países juntos, 25 de los cuales son aliados. Ahora, nada de esto es culpa de una estudiante universitaria de 20 años pero tú, sin embargo, eres sin ninguna duda un miembro de la peor generación de la historia. Por eso cuando preguntas qué nos hace el mejor país del mundo, no sé de qué coño estás hablando. ¿De Yosemite? Claro que solíamos serlo. Defendíamos lo que estaba bien. Luchábamos por razones éticas. Aprobamos y derogamos leyes por razones éticas. Hicimos la guerra contra la pobreza, no contra gente pobre. Nos sacrificamos. Nos preocupábamos por nuestros vecinos. Apoyábamos lo que creíamos y nunca nos vanagloriamos por ello. Construimos grandes cosas, hicimos tremendos avances tecnológicos, exploramos el universo, curamos enfermedades, y cultivamos los mejores artistas del mundo y la mejor economía del mundo. Tratamos de alcanzar las estrellas, actuamos como hombres. Cultivamos la inteligencia. No la menospreciamos. No nos hizo sentirnos inferiores. No nos identificábamos por a quién votamos en las últimas elecciones… y no… No nos asustábamos tan fácilmente.
Para entonces el silencio en la sala ha dado paso a una nube de móviles grabando una diatriba con destino YouTube. Y el asombro, mezcla de indignación, dibujado en alguno de los rostros de los presentes. El periodista se dispone a terminar su discurso:
―Fuimos capaces de ser todas esas cosas y hacer todas esas cosas porque estábamos informados. Por grandes hombres, hombres que eran reverenciados. El primer paso para arreglar cualquier problema es reconocer que hay un problema. América ya no es el mejor país del mundo. ¿Suficiente?
Fin.
Los primeros diez minutos de The Newsroom, la nueva serie salida de la mente del guionista Aaron Sorkin (Nueva York, 1961) son, sencillamente, electrizantes. Cierto que parte del discurso puede resultar maniqueo ―¿qué discurso no lo es? ―; cierto que puede haber un exceso de tópicos en tan sólo diez minutos ―créanme, menos de los que parece en un mundo cada vez más polarizado y en un país cuya fractura entre ambos bandos del espectro político es más ancha que nunca―; y más cierto es que puede que estemos ante un ejercicio de falsa nostalgia hacia un país que sólo existe en la mente de Sorkin y en la de otros voluntaristas y románticos demócratas convencidos.
Lo que sí es seguro es que sólo un personaje que lleve la firma de Sorkin es capaz de soltarlo de esta manera. Un guantazo directo al rostro del espectador. El espectador norteamericano, quiero decir. Nosotros, el resto del mundo, siento desilusionarles, importamos poco más allá de lo que pueda afectar al interior de las fronteras de EEUU. Por mucho que Barack Obama se empeñe en repetirlo día sí y día también ahora que tiene las urnas a la vuelta de la esquina. Y por cierto, la pregunta de marras aunque puede parecer una exageración es lo más realista de la situación.
Satisfactoria puesta de largo
The Newsroom se estrenó el pasado domingo en EEUU en la cadena por cable HBO, templo de la mejor ficción televisiva de los últimos años. Un estreno discreto ―2,1 millones de espectadores, con un pico de 2,7 millones, según la cadena―, pero suficiente para igualar el estreno de la ahora imbatible Juego de Tronos. La serie, centrada en el día a día de un noticiario de la ficticia ACN, se estrenará en España en Canal+. Será en septiembre, lo que no impide que buscando un poco ya se pueda visionar. Si al público le interesa a la cadena también, como lo prueba el hecho de que el propio canal decidió, a las pocas horas del estreno, colgar el primer capítulo en YouTube. Lástima, el visionado solo era posible dentro de territorio estadounidense.
Los mimbres sobre los que Sorkin arma su nuevo producto son los mismos que el guionista y productor ejecutivo ha entregado con anterioridad para mayor gloria de la llamada caja tonta y disfrute de los espectadores. Serie coral como es marca de la casa, The Newsroom gira en torno a las vidas y relaciones del equipo que desarrolla un telediario que, tras la salida de tono de su presentador (anchorman, en la terminología estadounidense), Will McAvoy (Jeff Daniels) buscará redimirse de todas las miserias de la profesión realizando un periodismo veraz, creíble e independiente. McAvoy ―personaje que se ha dicho está basado en el actual presentador de Current TV y ex de MSNBC, Keith Olbermann, algo que Sorkin ha negado con rotundidad―, es un experimentado comunicador, curtido en mil batallas pero también desencantado tras pasar años acomodado en una posición siempre alejada de la polémica, sin enfadar a nadie y convertido en mero portavoz de buenas noticias. Su desahogo frente a los universitarios da pie a que su jefe, Charlie Skinner (fantásticamente interpretado por el veterano Sam Waterson) se plantee hacer un informativo que cuente los hechos sin vendas y, supuestamente, sin hacer caso a las presiones y concesiones que el oficio soporta. Para ello decide contratar como productora jefe a MacKenzie McHale (Emily Mortimer), a parte de su equipo, así como renovar el ya existente substituyendo a la primera fila por unos reservas antes relegados a tareas de oficina. Por si el planteamiento fuera ya quijotesco (la referencia directa está en el primer episodio aunque con un insistente error acerca de la especie que montaba el hidalgo de La Mancha) resulta que McHale es la ex pareja de Will McAvoy y se sobrentiende que la relación no acabó todo lo bien que se esperaba. El drama personal inicial está ya montado.
Del primer capítulo visionado poco que decir además de que resulta impecable y trepidante. Por trama y desarrollo que no es necesario que cuente ahora. Es cierto que puede pecar de naif y algo reduccionista en la visión que ofrece de la profesión y, más concretamente, de qué hay detrás de la elaboración de un informativo. No se monta tan rápido. Pero esto es televisión (literalmente) y el tiempo es más que oro. Además, es estúpido dejar de un lado el pacto ficcional previo y común a toda producción narrativa. Otra cosa, claro, es cómo se desarrollen las historias.
De cómo crecen las historias de Sorkin hay buen ejemplo de ello en la magistral El Ala Oeste de la Casa Blanca, (1999-2006) en la reseñable Studio 60 on the Sunset Strip (2005-2006) que sin lugar a dudas corrió peor suerte que la merecida y en la menos conocida Sports Nigth (1998-2000). De como lo vaya a hacer ahora la/s historia/s de The Newsroom es algo por lo que habrá que esperar.
Una idea de América
Lo que interesa es hablar de Sorkin. De su capacidad para dibujar su América particular que, pese a las molestas, existe. Un país dividido en dos bandos, ya sean estos políticos (demócratas vs. republicanos), económicos (clase acomodada y alta, sus personajes vs. la América de la calle, los telespectadores a los que dirige sus creaciones) o cultural (universitaria, la minoría vs. la que nunca ha pisado una universidad y tan siquiera ha salido del país, la gran mayoría). En sus series, Sorkin deja claro cual es el suyo. Nunca lo ha escondido, demócrata militante, culto y rico gracias a su éxito como creador dramático (el último, el guion de La Red Social, por el que recibió un Oscar). He aquí las razones que le han cobrado no pocos enemigos y furibundo ataques. Además de maniqueo y simplista, sus detractores lo acusan de tratar al público americano como si fuera estúpido. Puede ser cierto que lo haga, como también que la estupidez sea una cualidad generalizada entre la gran mayoría del público, estadounidense, español… O que esa gran mayoría prefiera hacerse el estúpido conscientemente como única manera de alcanzar cierta dosis de felicidad ante la bazofia que nos rodea.
Debates ontológicos y ataques no restan ni un ápice de valor a sus trabajos y al objetivo último de Sorkin: provocar en televidente una reacción. Es evidente que sus series son bastante simples de planteamiento, llenas de personajes cuasi perfectos desde el punto de vista moral e intelectual. Capaces de articular un discurso como el de Will McAvoy ante los estudiantes universitarios sin tan siquiera pestañear. Pero a fin de cuentas y dejando a un lado lo propio del lenguaje ficcional, en ocasiones es necesario que un personaje real o no ejerza de Pepito Grillo para despertarnos del letargo colectivo en el que estamos sumidos, aunque solo sea para rebatirlo.
Argumentos como los anteriores han poblado las críticas con las que los principales medios estadounidenses han recibido en EEUU el estreno del nuevo trabajo de Sorkin. Sin duda la más dura ha venido de la mano de la crítica de uno de los templos de la intelectualidad demócrata como es The New Yorker. Emily Nussbaum no se ha ahorrado calificativos en su declaración que más que una crítica de la serie, se asemeja a una invectiva contra su creador y su universo, por lo que no es difícil pensar que hay algo personal entre ellos habida cuenta de la fama de insoportable egocéntrico que arrastra Sorkin. Incluso llega a atacar su posición como uno de los guionistas centrales en eso que se ha dado a llamar nueva edad de oro de la ficción televisiva, comparándolo con creadores de productos tan comerciales y soporíferos como Shonda Rhimes, madre de Anatomía de Grey.
Aceptando alguna de las premisas de Nussbaum, creo que en la comparación con Rhimes se ha pasado de frenada. Las series de Sorkin son dulces, sí. Especialmente si las comparamos con obras maestras del tipo Los Soprano y, especialmente, The Wire. En concreto, la crudeza y complejidad convirtió a esta última en presa de la incomprensión de público y crítica en sus inicios relegándola a un reconocimiento tardío. The Wire no es una serie de esas para todos los públicos, una cualidad que si puede ser aplicable a los dramas de Sorkin. Entiéndase para todos los públicos como el tipo de serie que no provoca contestaciones como las que, aun ahora, sigue provocando The Wire en algunas personas: «la he intentado ver pero la dejé porque era aburrida, no pasaba nada». En The Wire pasan cosas constantemente, en cada fotograma, sin embargo su ritmo narrativo es infinitamente más lento que el de las series de Sorkin, de ahí los efectos que provoca en algunos, el más peligroso de todos: pensar. Algo para lo que parece que no todos estamos preparados y, si lo estamos, lo disimulamos muy bien.
Esto no pasa con Sorkin: si su objetivo es ese público estúpido que cree que existe delante de la pantalla, sus series deben ser directas, en un lenguaje y con unos códigos aparentemente accesibles tanto para los menos avispados, como para los que conscientemente han elegido vivir en la isla de la felicidad que provocan las espirales discursivas ausentes de elementos heréticos.
Es injusto decir que las series de Sorkin son un desfile de personajes estereotipados sin aristas. Basta un repaso a El Ata Oeste, quizá su mejor trabajo a falta de ver por dónde circula este último, para rebatir esta afirmación. Aquella serie radiografiaba el sistema político estadounidense sin ahorrarse un ápice de sus miserias que estaban repartidas, casi a partes iguales entre ambos bandos. Solo se salvaban de la quema el presidente Josiah Bartlet (Charlie Sheen) y puede que el idealistas Josh Lyman (Bradley Witford), actor fetiche de Sorkin cuya ausencia en The Newsroom sorprende y cuyos personajes ―también el de guionista protagonista en Studio 60―, no son difícil de ver como trasuntos del propio Sorkin.
Hasta cierto punto sus personajes centrales, funcionan como mitos de nuestro imaginario colectivo. Se podrá decir que la ética personal y política que destilaba el presidente Bartlet ―inteligente y nada menos que Premio Nobel de Economía―, era pura ciencia ficción. Puede ser. Tan increíbles como el magnetismo y las palabras con las que un candidato llamado Barack Obama conquistó a medio mundo hace casi cuatro años. Aquel resultó ser un candidato de cuento al que todos creímos o quisimos creer pese a las necesarias cautelas. Al final, el tiempo ha demostrado que el cuento era su Presidencia lo que, en una muestra de las ironías del destino, no ha impedido que el inquilino real de la Casa compartiera semejanzas con Bartlet, aunque solo sea el Nobel.
Para acabar con el apartado despelleje, es necesario apunta que independientemente de lo que podamos pensar de Sorkin y sus trampas es difícil no engancharse a una serie que lleve su firma. Prueba de que siempre ofrece algo distinto. La propia crítica del New Yorker así lo acaba reconociendo al hablar de su experiencia como seguidora de Studio 60.
El periodismo como telón de fondo
No es la primera vez que Aaron Sorkin se acerca a los medios de comunicación. La prensa y sus relaciones con el poder impregnaban buena parte de la trama de El Ala Oeste de la Casa Blanca hasta el punto de que muchos minutos de la serie transcurrían en su sala de prensa e incluso, se fantaseaba acerca de las relaciones íntimas entre periodistas y políticos: la secretaria de prensa, CJ Cregg (Allison Janney) acababa enrollada con un corresponsal de The Washington Post. Por no hablar del trabajo de la otra-prensa, aquella que mantiene los diques de los políticos a resguardo de las olas y les ofrece el discurso que luego reproducen ante los micrófonos.
En Studio 60, el mundo de la comunicación también era protagonista. En concreto, lo era la televisión de entretenimiento ya que el título del programa (y de la serie) era una referencia directa al Saturday Nigth Live, eterno show de humor social y político de la televisión americana en antena durante más de cuatro décadas. Aquella fue una serie estupenda estrenada en el momento menos oportuno. A esto hay que añadir la impaciencia de los ejecutivos ante la dictadura de las audiencias que provocó su cancelación tras la primera temporada dejando un final un tanto agridulce.
Sorkin planteó en Studio 60 una fotografía de lo difícil que es hacer humor político en una cadena generalista y en los peores tiempos que puede enfrentar un país: la guerra. Si el país es EEUU; la cadena donde se emitía la serie era la generalista NBC y el momento era la paranoica guerra contra el terrorismo diseñada por la Administración Bush que dividió el mundo en aliados y enemigos, además de toda aquella voz crítica en traidor y antipatriota; la suerte de la serie estaba echada. Y para qué obviarlo. El objetivo de toda la carga crítica de la serie, sus personajes y su metatelevisión no era otra que la guerra de Irak y el Gobierno Bush con nombres y apellidos.
También Sports Night narraba las tribulaciones de un equipo de periodistas que realizaban un programa deportivo nocturno. En The Newsroom, Sorkin se mete de lleno en una ficción que gira en torno a las llamadas noticias serias. Coincide que lo hace en el momento en el que el periodismo como profesión se encuentra más comprometido, perdido el prestigio de antaño y con un grado de precariedad que difícilmente puede ir a peor. Precisamente a este periodismo es al que McAvoy ataca en la última parte de su salida de tono universitaria. Un comienzo que no elude un homenaje claro a uno de los clásicos más reseñables de la cinematografía alrededor del oficio de la comunicación: Network (1976) de Sidney Lumet. El discurso incendiario del personaje interpretado por Daniels se asemeja a una versión extendida del grito de furia de su homólogo Howard Beale (Peter Finch) en Network: «¡Estoy más que harto, y no pienso seguir soportándolo!»
Sería injusto decir que lo que plantea Sorkin en su serie, la mercantilización del periodismo, su función como elemento idiotizador y la contradicción de la que llaman la sociedad de la información (estamos más desinformados que nunca ya que tenemos mucha información pero poco verdadero conocimiento) es un mal general. No lo creo así. Más discutible es aplicar esta premisa a los grandes medios pertenecientes a multinacionales con intereses en sectores aparentemente contrapuestos y, por qué no decirlo, reproductores de un discurso oficial con pequeños e imperceptibles matices.
Ello no implica que el periodismo haya desaparecido como parece desprenderse de los postulados de Sorkin. Hay nuevas iniciativas que están naciendo en parte gracias al desarrollo tecnológico; y sobre todo gracias a aquellos que ejercen o quieren seguir ejerciendo un oficio tan imprescindible y vocacional como pocos. Por otro lado, recientes casos prueban que los grandes medios, cuando quieren, también pueden golpear al poder haciendo su trabajo. Y, por supuesto, no hay que olvidar que Sorkin se centra en EEUU, cuya prensa es sin duda, conjurados los fantasmas de la época Bush, la más implacable de todas en su vigilancia sobre el poder.
Otra cosa es la televisión. Y ahí es donde, creo yo, hay que ver las invectivas de los personajes de Sorkin. Las televisiones ―aquí sí conviene añadir aquellas cabeceras cuyos responsables desprestigian a diario en sus portadas convirtiéndose en mamporreros de cada bando―, por ser el medio de penetración más masiva es también el que más sufre las cortapisas impuestas por los discursos oficiales y el cierto pensamiento único imperante.
El sistema televisivo norteamericano es bastante diferente al de los países de nuestro entorno. Por extensión, el país está dividido en cuatro franjas horarias. Por tradición, el estadounidense se comporta al revés que nosotros y las noticias verdaderamente importantes son las que ocurren a nivel local. Washington queda muy lejos por cuanto más el extranjero. Así se entiende que sean los informativos locales los que ocupen las principales franjas horarias relegando la información nacional e internacional a momentos menos concurridos. De ahí la proliferación de canales íntegramente informativos dedicados especialmente a la información nacional e internacional emitiendo las 24 horas. Es un error pensar que el periódico de más tirada es aquel que más prestigio tiene, The New York Times. Poco importa a un lector de una ciudad media de Montana lo que diga La Vieja Dama Gris. Por otro lado, percibido como un órgano elitista, con tendencia hacia el Partido Demócrata y que, como Sorkin, provoca en algunos ciudadanos un sentimiento de inferioridad intelectual difícil de digerir.
Siempre ha resultado difícil retratar un oficio cuya naturaleza es precisamente el cambio constante y lo imprevisibilidad ante lo que pueda ocurrir. Por eso cuando el periodismo aparece en la gran o pequeña pantalla se suele recurrir a lugares comunes que han contribuido por igual a la creación de su leyenda y también a su desprestigio. Está por ver qué es lo que nos depara Sorkin en The Newsroom. En principio tranquiliza que sea HBO la cadena que haya dado acogida a la serie, un canal que, curiosamente, representa todo aquello que muchos atacan en Sorkin: es absolutamente liberal en comparación a las estrictas normas de la televisión norteamericana en abierto (aparecen desnudos y sexo explícito), es de pago y por tanto para espectadores con cierto nivel económico ya que no todas las plataformas de cable lo ofrecen sin un suplemento; y sobra decir que su público es un segmento de la población social y culturalmente muy marcado.
Una hoja de ruta
En todo caso conviene no dejar de un lado los vientos que soplan a través de las pantallas. La televisión y especialmente las ficciones de los últimos años son termómetros de lo que pasa o podría pasar. Sirvan dos ejemplos:
El primero tiene que ver con el propio Sorkin. El Ala Oeste de la Casa Blanca completó sus siete temporadas programadas. En la última, cuando el presidente Bartlet debe retirarse, la maquinaria del partido comenzaba a escoger a un candidato para luchar por la relección democrática. El resultado fue premonitorio: el elegido fue un latino. Sorkin erró en la raza.
El segundo está relacionado con el anterior. La última temporada de El Ala Oeste coincidió con el estreno de otro drama político de impecable factura: Commander in Chief (traducido por el horrible Sra. Presidenta en España, donde se televisó por Antena 3) protagonizado por Geena Davis en el papel de primera presidenta de los EEUU. Muchos vieron en esta serie la medida de las posibilidades de Hillary Clinton para alcanzar la Casa Blanca. Si esto fue cierto, el veredicto resultó implacable. La generalista ABC canceló la serie tras su primera temporada y Hillary Clinton acabó como secretaria de Estado del presidente Obama, primer mandatario de raza negra en EEUU y verdugo de Clinton en las primarias demócratas de unos meses después.
Si es cierta la influencia de la televisión, no todo está perdido para Hillary Clinton. Mientras Obama todavía tiene que ganarse su segundo mandato, este verano verá la luz en EEUU el hasta el momento último drama televisivo ambientado en la alta política: se trata de Political Animals. Protagonizado por Sigourney Weaver, se centra en las peripecias de Elaine Barrish Hammond, una ex primera dama que vuelve a la Casa Blanca como Secretaria de Estado. Puede que en el destino del personaje de Weaber estén depositadas buena parte de las esperanzas futuras de la señora Clinton.
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