Con tan sólo el surrealismo, la ternura o la sabiduría popular de sus diálogo, A la fresca se perfila como un trabajo en el que, nosotros los espectadores, nos permitimos dejar en suspensión nuestras vidas o a las inercias a las que nos hemos debido por las razones de lo más contingentes. Reencontrándonos, con una imagen de lo gustoso y regenerativo que es tener una conversación en buena compañía.
Espacio en el que cualquier persona se convierte en “compañera”, independientemente, del tipo de relación que se haya tenido con la misma hasta ahora, lo cual nos desvela que este mundo está repleto de individuos que resulta interesante escuchar e intercambiar impresiones. En el inicio de Los Despiertos, todos tienen claro cuáles son sus funciones y objetivos para con el otro; sin embargo, en cuanto comprueban que la cosa “funciona”, dichos planes precisan ser reajustados. Dando riendas sueltas a las cosas que mantenemos celosamente contenidas, bajo el afán de permanecer en un “lugar seguro”.
Así, lo que se encasillaría como “culto-intelectual” o, por el contrario, “trivial”, queda relegado a los lugares de donde procedemos y la manera a cómo no hemos percibido en consecuencia. Constituyendo un marco único e invaluable, en el que todos estamos a la misma altura (ello quedó bien ejemplificado, en cuanto contrastamos lo diferentes que son las características de los personajes de A la fresca). Por tanto, no se trata de deslegitimar el que seamos selectivos en el momento de determinar con quiénes tendemos a intimar (en cualquiera de sus posibilidades), sino más bien, de que ello no vaya en detrimento de confundir a los “desconocidos”, con seres que no son tan humanos como nosotros mismos.
En esta línea, si se propicia estar en un contexto en el que nos podemos focalizar en un tema de conversación hasta agotarlo (sea a través de la filosofía, un juego de palabras, exponer testimonios, etc.…), pues, allí es cuando caemos en la cuenta de que cualquier célebre cita y demás cosas por el estilo, podrían ser consideradas como algo que responde a las idiosincrasias de un modo de vida, no, necesariamente, de algo que ha alcanzado a ser tan universal como se ha pretendido. Si esto lo llevamos a un extremo, da la impresión de que todo es susceptible de articularse con lo que hayamos experimentado y pensado, reivindicando el valor de la inmanencia de lo cotidiano.
Mientras tanto, estos profesionales enlazaban escenas con otras gracias a sutiles cambios de iluminación, a la par que se trasladaban a otros lugares del escenario. De tal forma que, el paso de los meses no sólo se consumaba si uno de los intérpretes continuaba con la labor del narrador, o se recogía o tendía las ropas que poblaron el fondo del escenario a modo de bucólica escenografía; sino que además, que una simple postura o apertura de tema por parte de sus personajes, ya daba la sensación de que, nosotros los espectadores, visionamos una vida entera. He allí lo bien escrito que está el guion, ya que ha primado lo delicado, lo traslúcido, la templanza…, sin temor a que haya alguien que piense que “no pasa nada”. Ya que a poco que uno entre en sintonía con los personajes interpretados por Alberto Berzal, Israel Frías y Luis Rallo, uno ya está siendo dirigido también por Pablo Rosal (director de este trabajo), tal y como si se estuviese “leyendo” esta obra de teatro durante su representación.
Sinceramente, A la fresca sobrepasó mis expectativas, dado que me dio lo que necesitaba como espectador asiduo y como persona. Y si encima, en lo técnico, se lució todo el equipo de profesionales que hay detrás, pues, qué menos que sentirse afortunado, ya que cosas tan brillantes, divertidas, maduras y hermosas como lo es este trabajo, son contadas en la vida.