Por Diego E. Barros
«P. ¿Está a favor del despido gratuito?
R. Sí. Así el empleado trabajaría más.»
A esta inquietante conversación solo le ha faltado que el periodista (o el entrevistado) hubiera añadido: y con unos latigazos ya ni te cuento. Como el periodismo arrastra una crisis de la que todo el mundo habla ya me encargo yo. Los trabajadores españoles lo que necesitan es un buen capataz de látigo fácil a sus espaldas. Así, de una vez por todas, España lideraría esa panacea de la estadística que es la tan cacareada productividad. Nadie sabe muy bien lo que es pero no hay político o economista ―últimamente términos sinónimos y contradictorios al mismo tiempo, es lo que tiene vivir instalados en la posmodernidad―, que no aluda a ella cuando alguien le pone un micrófono delante y quiere aportar su granito de arena en la historia universal de la estupidez.
Resulta alentador ver cómo China se va convirtiendo en nuestro referente. Hace unas semanas, sin ir más lejos, en la CNN un sesudo analista ilustraba a Christiane Amanpour sobre el desarrollo del enésimo congreso del Partido Comunista China con esta inquietante frase: «Chinese style democracy». Christiane, como leyenda de la tribu que eres, perdiste una oportunidad de oro para certificar que Cuba era lo que es: una dictadura comunista no como China, que para eso los hijos de San Steve Jobs fabrican allí todos los iPhones e iPads que tan fácil nos hacen la vida antes de que Apple nos la joda con una actualización automática de software.
Como en España siempre vamos a la vanguardia ya fue el presidente de Mercadona, Juan Roig, el que nos advirtió hace meses de las bondades de la cultura del esfuerzo del pueblo chino refrendadas ahora por Fernando Zhou, su homólogo en la mayoritaria Asociación de Empresarios Chinos en Valencia-España: «Los chinos apoyan al empresario. Si el negocio no va bien, se bajan el sueldo. Y los españoles quieren que se cumplan sus derechos. España va mal. Las huelgas no valen para nada. Hay que aprender de los chinos.»
Yo que soy de la EGB y por tanto un poco chapado a la antigua, tengo que ver como mi santa esposa yanqui me afea comentarios del tipo «trabajar como un chino (o un negro)» por haber crecido (ella) en el país donde hay que cogerse la lengua con papel de fumar por aquello de no incomodar a las minorías con cuestiones que puedan dañar su sensibilidad racial. Quién me iba a decir que frases así son ahora el faro que guía nuestra modernidad. De todos es sabido que la cultura china (al menos la política) si por algo destaca es, además de por su esfuerzo, por su respeto a los derechos. Humanos o de sus trabajadores. Quede claro ya que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, por no decir aquellos en que las empresas tenían trabajadores que no se quejaban. Ahí estaban los caucheros del Putumayo o los salvajes del Congo belga tan bien retratados por Vargas Llosa y que era un ejemplo por su esfuerzo trabajando de sol a sol por el bien de sus empleadores.
Pero todo esto, supongo, es síntoma del mismo racismo que, según el señor Zhou, guía las actuaciones de esos jueces españoles que dejan a sus compatriotas en la cárcel incluso después de haber pagado la fianza. Se equivoca. Los jueces españoles han dejado ya buena muestra de su sentido democrático: la cagan por igual sin importar raza, credo o nacionalidad. Por eso ahora andamos todos empalmados con lo de Gerardo Díaz Ferrán. Nos han tirado un hueso y lo estamos disfrutando pero bien.
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