Por Diego E. Barros
Como Hemingway, yo también tengo una cabaña en Michigan al borde de un lago y rodeada de bosque. Bueno, tener, la tiene mi suegra y, supongo, en parte un banco. Pero es mejor que la realidad no rompa el poco romanticismo que nos podemos permitir. Desde allí todo se ve diferente. Un día fui a pillar el periódico (The New York Times) y una revista (The New Yorker) a un Barnes & Noble que ya no existe. Me calcé mi uniforme vacacional, pantalones cortos, camiseta y chanclas y conduje las 30 millas de distancia que me separaban de la civilización más próxima, que en el EEUU de a pie viene a ser un gran complejo comercial que llaman Mall con la misma fe con la que al brebaje alcantarillado del Starbucks, café. Entré en la tienda y cuando puse delante del operario ambas publicaciones el tipo me miró como si acabara de bajar del espacio. Mi suegra me dijo después que sólo a mí se me ocurría comprar esas cosas en un sitio como aquél. «Otro snob, debió pensar», me dijo.
Toda una vida pretendiendo ser cool y resulta que aún en bermudas era un snob, que es como el americano medio llama a los compatriotas que ve en las series de televisión que transcurren en una gran ciudad. Una revelación sólo comparable al día en el que un crío me llamó «señor» para que lo dejase pasar mientras lavaba el coche delante de casa de mis padres. Señor, a mis 28 de aquella. De allí a encontrar pelos en el lavabo fue un paso y, desde entonces, la decadencia de lo que pudimos llegar a ser y en lo que hemos acabado.
Pasados los primeros dos mil, años en que lo indie hizo furor hasta que nos dimos cuenta de que era la etiqueta más comercial desde la de Levi’s, hemos caminado durante un tiempo como zombis en busca del nuevo maná en el que revolcar nuestras inseguridades. Surgieron los modernos y su desviación herética ―popis. Llenaron los festivales como hongos que había que sortear si no querías salir del foso con la camiseta tres tallas más apretada. Fue un espejismo. Le faltó mitología, morfología y, sobre todo, imaginería social. Y en eso llegaron los hipsters. Como todas las modas partió de EEUU. Un punto de hippy sin colocar, un cuarto de red neck y salpimentar el contenido con camisas de cuadros sacadas de un almacén del Salvation Army. Lena Dunham ha hecho el resto convirtiendo a Girls en el Sex and the City de la nueva generación. Un día te levantas y descubres que la barba de semanas que te dejas a causa de tu alergia a los productos de afeitado es tendencia. Y si encima tu bautizo musical es la Creedence, Dylan y derivados ya estás listo para descubrir en Mumford and Sons la verdad revelada. Eres un hipster. Aunque a tu alrededor sólo haya niñas que gritan al escenario con la misma fruición con la que otras niñas hacen cola de tres días para ver a Justin Bieber.
Uno es lo que come. La mayor parte de mis amigos yankees son hipsters. Jóvenes, profesionales y urbanitas con raíces. Con pasta pero lejos de ser ricos. Muy lejos de los retratados por Dunham en su universo neoyorquino en el fondo, pero cercanos en la forma. Detroit, una ciudad posapocalíptica como pocas, avanza a pasos agigantados para convertirse en el nuevo paraíso hipster. La misma ciudad que ha sido paraíso de tantas cosas: capitalismo salvaje, derechos civiles, holocausto económico y Eldorado musical es ahora, en sus ruinas, caldo de cultivo de los hipsters. Puede que en esto resida parte de su encanto. En su eterno retorno.
Reconocerás a un hipster por su aparente estilo desaliñado de dos horas ante el espejo colocando los pelos y las arrugas de la camiseta. Y por su gusto por lo todo lo biológico. En ciudades como NY, Chicago y hasta Detroit es paso obligatorio pasar la mañana del sábado en un Farmer’s Market. Un mercado de productos hortofrutícolas que pasan por verdaderos en un país en el que comer es jugarse la talla del pantalón, cuando no la propia vida. La comida es allí el primer síntoma de la diferencia de sus clases y, al paso que vamos, pronto lo será de las nuestras. Pasa en Francia donde comprar en el mercado sale tres o cuatro veces más caro que comprar en el Carrefour, sólo que aquí no hay (tantos) hipsters. Francia es tan tradicional en fondo y forma que las salidas de tono se dejan únicamente para París, que para eso reparte luz al resto del país y parte del extranjero.
Los hipsters no tienen coche, van en bicicleta. En EEUU ir en bici es jugarse la vida; en nuestras ciudades, los pulmones. Maldita geografía. Hoy tenemos sellos discográficos hipsters, editoriales hipsters (alternativas, les llaman) marcas de ropa hipsters y hasta televisión hipster. Más que una moda, lo hipster es una fase. Como la adolescencia, una enfermedad molesta que se cura con el tiempo. La única pregunta es saber hasta cuándo vamos a tener que seguirle viendo el culo a Lena Dunham cuando va al baño. Una media de tres veces por capítulo. Es el precio que hay que pagar para estar in.
Entre las últimas modas que nos hemos comido, Jonathan Franzen ha ocupado un puesto espectacular. En Libertad, como antes en Las correcciones, retrata la supuesta frustración de la clase medio bien de EEUU. Snobs, votantes demócratas, concienciados con el cambio climático (conducen coches asiáticos, el Prius es la joya de la corona) y viven acuciados por las dudas morales. Tras 700 páginas no hay mucho, pero Franzen, nueva estrella del rock de las letras yankees, se las arregla para hacer encajar las piezas en poco más de las 150 finales. Resulta revelador: Franzen está retratando (nos) a los snobs de mañana, que no son otra cosa que los hipsters de hoy.
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