Por Diego E. Barros
Leopoldo II de Bélgica fue un adelantado a su tiempo. En 1876 creo la Asociación Internacional Africana (AIA), que presidió él mismo, y cuyo fin era promocionar la paz, la civilización, la educación y el progreso científico, y erradicar la trata de esclavos, una práctica común a buena parte del continente. Leopoldo II era un gran aficionado a la geografía y, como todo monarca, sentía predilección por las causas humanitarias. En 1879 contrató al legendario explorador Henry M. Stanley y le encomendó la tarea de adentrarse en el África negra descubriendo nuevas regiones para convertirlas en «Estados libres» y conseguir contratos de explotación con los indígenas. Era un quid pro quo. Leopoldo llevaría educación, civilización y progreso a los salvajes y estos corresponderían con materias primas. Especialmente caucho tan necesario para la floreciente industria del neumático; y marfil, tan del gusto de la gente con posibles.
Las potencias coloniales de la época, Reino Unido, Francia y Alemania, reticentes al principio, acabaron por entusiasmarse con el proyecto. Por primera vez la civilización tendría rostro humano. Entre 1884 y 1885 se convocó una conferencia en Berlín cuyo resultado fue regalarle al bueno de Leopoldo un territorio que bautizaron como Estado Libre del Congo. Un paisito propio para un buen rey aunque los habitantes de dicho paisito nunca fueron consultados sobre su nuevo y flamante dueño. Todo, claro, en pro del progreso.
Leopoldo envió al Congo a 16.000 europeos pagados de su propio bolsillo para controlar la región y convertirla en pujante y productiva. El resultado fue el esperado. Leopoldo se hizo inmensamente rico y Bélgica, una de las economías líderes de la época. Nadie producía tanto caucho, marfil, oro o diamantes como el Congo; y a costes tan bajos. Al fin y al cabo, en el Congo no había salario mínimo, ni si quiera salario. No eran esclavos, eran negros a los que se estaba civilizando con legados tan importantes para la humanidad como el chicote.
El chicote no es un orondo restaurador famoso por su mala hostia. Es un pequeño látigo fabricado con la dura piel del hipopótamo, más resistente y dañino que cualquier otro. Y muy práctico para los negreros a la hora de manejarlo en los días de riguroso calor tropical. El chicote y otros castigos peores entraban en circulación cuando los trabajadores no cumplían con las altas cuotas de producción. Hay que decir que para aumentar la productividad, los soldados cobraban primas en función de las cantidades suplementarias recolectadas.
Bruselas, capital de Bélgica, lo es también de la Unión Europea, aunque el trono sigue estando en Berlín. El jueves nos recordó en qué consiste esta democracia al advertir de que sus recomendaciones son de obligado cumplimiento. Entre ellas, cosas como revisar el sistema tributario para antes de marzo de 2014, avanzar en la reforma laboral para aumentar nuestra productividad o un nuevo sistema de pensiones.
Ayer el Banco de España, fiel a su papel, vino a plantear la necesidad de suprimir el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) «para algunos casos». Algunos casos son, según su presidente Luis Linde, los trabajadores con menos cualificación o de segmentos de edad (los mayores) con más dificultades para encontrar empleo. Lo que vienen siendo los salvajes de la cola del paro. Esto lo ha dicho un señor que en sus seis primeros meses en un cargo, como sabemos de vital importancia, cobró 81.320€. El próximo 11 de junio, Linde cumplirá un año al frente del BdeE.
El SMI español es de 645,3€ mensuales, calculados para 14 pagas anuales (748,30€ si son 12). El SMI de Francia es de 1.425,67€. En Alemania no hay SMI, ellos son la locomotora: unos 7,5 millones de trabajadores tienen los famosos minijobs, cuya cuantía máxima es de 450€ sin contribuciones sociales por parte de sus empleadores, según datos de la Comisión Europea. Los alemanes tienen sus propios esclavos y su economía va como un tiro.
Cuando uno gana un salario de cinco cifras mensuales es fácil pensar que 600€ no son nada. Con menos, tampoco puede haber tanta diferencia. Eso, supongo, creían las potencias ante el capitalismo perfecto de la Bélgica de Leopoldo II.
Las democracias civilizadoras, como ahora, necesitaron informes para darse cuenta de lo que había detrás de la productividad del Congo belga. El más contundente lo realizó en 1903 el diplomático británico Roger Casement por encargo de la Cámara de los Comunes. Leopoldo hizo también el suyo y como era de esperar, decía que en el Congo iba todo fetén. También Joseph Conrad se dio un paseo por El corazón de las tinieblas para escribir una novela que publicó en 1902. No fue hasta 1908 cuando el Parlamento belga decidió arrebatar al monarca su patio de juegos. Poco o nada cambió para los congoleños que aún hoy siguen siendo una mina para occidente.
Roger Casement pasó de héroe a villano en cero coma. Cometió dos errores: convertirse en nacionalista irlandés y ser homosexual. Fue ahorcado en la prisión de Pentonville, en Londres, el 3 de agosto de 1916, acusado de traición a pesar de las peticiones de clemencia de gente como Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats y George Bernard Shaw. Conrad, amigo personal, se abstuvo.
El Congo que Casement había denunciado era una máquina muy productiva perfectamente engrasada. Con los cadáveres de al menos diez millones de indígenas. La pregunta hoy es saber cuántos negros serán necesarios para volver a poner en marcha la máquina de la productividad que tanto añoran algunos.
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