Por Diego E. Barros
Reza un viejo dicho popular que hay que tener cuidado con lo que se desea. Mi padre se pasó los últimos dos años de su vida laboral deseando que le llegara un sobre (otro) de la empresa a la que había dedicado los últimos 45 años de su vida. Ansiaba una propuesta de prejubilación. La propuesta de la empresa a la que había servido fielmente durante décadas, sin tomarse un sólo día libre a excepción de los imprescindibles para reponerse de una hernia discal y acudir a los entierros de su madre y su hermano fue todo un ejemplo de la responsabilidad social de nuestras empresas. 63 años, 47 de cotización, más de cuarenta en la empresa de marras, una de las multinacionales más grandes del país, cotizante en el Ibex. El pago a los servicios prestados fue una carta con una indemnización de un año de sueldo y el acuerdo de despido improcedente para poder acogerse al paro. Eso fue el relato de mi padre porque la carta sólo la vio él. Se la enseñaron en las oficinas centrales de Madrid. Se la mostró una señorita muy diligente, de una de esas empresas que salen en Up in the air.
―Esta es una oferta no negociable. Lamentablemente, este documento no puede salir de este despacho. Tómese su tiempo pero no se demore en su respuesta, le dijo aquella señorita.
El Gobierno había ya prohibido las prejubilaciones pero solo para la mayoría de los trabajadores. Las condiciones del despido en España ya se habían rebajado pues como todos saben y seis millones de parados, cuatro desde 2007, pueden atestiguar, para fomentar la contratación no hay como facilitar el despido. Le dije a mi padre lo que pensaba. Lo que te ofrecen es una miseria. Lo que te ofrecen es un fraude de ley en toda regla. Una indemnización mínima por un despido improcedente y parte de la pasta que falta, a chupar de la teta del Estado dos años. Eso sin contar que una vez te hayas comido el paro aún te quedaría otro año hasta los 65. Eso lo sabe la empresa. Por eso la carta no podía salir del despacho. No es una prejubilación, te enseñan la puerta.
―¿Y si dices que no?, pregunté.
―Pues a Sevilla, al taller. Sin horas y sin nada los próximos tres años. Tu madre aquí y yo comiéndome el sueldo base a mil kilómetros.
Al final, mi padre sopesó las opciones y aceptó lo que en el fondo sintió como una humillación. Yo creo que no tanto por las condiciones como por el pago de una empresa a la que había dedicado los mejores años de su vida aún a riesgo de sacrificar a su familia hasta el punto de no ver crecer a sus hijos. Hoy está jubilado. Con un 94% de la pensión. Se jubiló un año antes de lo que marca la ley. A pesar de tener 47 años cotizados. Tuvo que renunciar a un 6% de su jubilación. A pesar de haber cotizado 17 años más de los necesarios. Un 6% que ha regalado al Estado. Lo que marca la ley para un trabajador en un estado que se dice de derecho. Pero mi padre es un afortunado. Ahora le gusta pensar que ese 6% sirve al menos para seguir pagando el paro a parte de los seis millones de parados. Sirve para que este Gobierno prorrogase los 400 y pico euros de miseria que reciben los parados que ya carecen de otros ingresos. Muchos de los cuales nunca volverán a trabajar.
La responsabilidad social de nuestras empresas es echar a la calle a trabajadores a los que nadie nunca más volverá a contratar. Por qué contratar a un tipo (¡o a una mujer!) de 45 años con hijo y una hipoteca (si no ha sido embargado) cuando puedes contratar por un sueldo de mierda a un chaval con estudios o sin ellos, fácilmente moldeable para los intereses de la compañía. Uno que trague con todo. Porque si no lo tomas, tengo a cuarenta ahí fuera que se matan por aceptar estas condiciones de mierda. Es la flexibilidad, recuerdas. Hay crisis, recuerdas. Todos tenemos que poner nuestro granito de arena. Todos tenemos que apretarnos el cinturón. O eso, o bajarnos los pantalones y que nos den por el culo. Todos tenemos que trabajar más y protestar menos. Porque hay que comer. Recuerdas. Todos somos emprendedores, aquí ya no hay empresarios que eso está muy mal visto.
Un señor (o señora) que se ha pasado media vida en una cadena de montaje, en un andamio, o en un puesto de venta al público no va a poder hacer otra cosa. Por muchos cursos de ofimática que le pague el Inem. Y menos cuando en los supermercados las cajeras que proliferan son máquinas autoservicio. Las mismas que en las autopistas de peaje. Un cobrador por cada cuatro puestos de tarjeta. Pero los gobiernos, preocupados por el empleo, premian el compromiso social de nuestras empresas renovando concesiones o cubriendo las cuentas de beneficios de las adjudicatarias porque nadie dijo que el capitalismo fuera fácil y lo que ya nos ha quedado claro es que nunca pierde.
Hace unos años cuando estaba inscrito en el paro el Servizo Galego de Colocación me envió una carta metida en un sobre. Me conminaban a ir a una entrevista con una orientadora en un chiringuito que se llama Fundación Laboral de la Construcción (en serio). Me recibió una señora, echó un vistazo al CV y dijo lo que mi madre cuando montaba una de las buenas: «¿y yo ahora qué hago contigo?» Tras un par de minutos de silencio incómodo me soltó: «machiño, mejor que pienses en marcharte». Era 2010.
La EPA de ayer muestra que están todos los que son pero no que son todos los que están. No están los que ya se han marchado y que viven en el limbo administrativo español. La prueba es la contumacia de estadistas como Núñez Feijóo que en no pocas ocasiones ha despreciado la EPA diciendo que sólo cuentan los que están apuntados. Apuntados están pero ya hemos visto lo que cuentan. Son los riesgos de un mercado laboral fluctuante que fluctúa siempre en la misma dirección. Puede que por eso la ministra de Trabajo que nunca ha trabajado se haya resistido siempre a comprobarlo.
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