Por Diego E. Barros
Hay una demoledora normalidad en la frase del ya ex senador y ex diputado del PP Francisco Granados tras ser pillado por Hacienda: «No hay nada malo en tener una cuenta en Suiza», dijo ofendido, «yo tengo muchos amigos que tienen cuentas en Suiza». Yo tengo también amigos, quién no. Incluso los tengo con cuentas, la mayoría en número rojos. Luis el cabrón le dijo al juez que sus numerosos viajes a Suiza se debían a que era «un amante del esquí». Cualquiera que se haya deslizado alguna vez en su vida por la nieve sabe que el paraíso es helvético. Suiza, más que país es un mito. Un maná, el Nirvana y el Valhalla todo en uno. Con el FBI husmeándole los bajos, el protagonista de El lobo de Wall Street busca un lugar en el que poner el botín a buen recaudo y Suiza es la primera opción. Qué servicio el suizo. Hasta le dicen cómo hay que hacer para que las cuentas no sean jamás tocadas. Y qué frontera. «Be water my friend», dijo Bruce Lee y el dinero fluye como el agua por la suiza en el mismo corazón de una Europa que se empeña en gritar con mis achaques pero bien, gracias. Eso más o menos es lo que llevan diciendo los últimos días los millonarios y políticos invitados al aquelarre montado en Madrid por el dueño del antiguo diario independiente de la mañana.
Decía mi abuela que lo difícil es llegar a rico, que a riquísimo es algo que viene dado. Yo no soy rico y a estas alturas de mi vida no creo ya que vaya a serlo. Hay cosas peores. A mi edad, por ejemplo, Jesucristo ya había resucitado. Es probable que de haberme hecho rico hubiera llegado a pronunciar frases con esa demoledora normalidad: «No hay nada malo en tener un Ferrari, tengo muchos amigos que tienen Ferraris». Tampoco hay nada malo en ser ricos. Más bien al contrario. Pero el rico nace y no se hace por mucho que uno se dedique a dilapidar dinero como el viejo Baltar repartía, en época electoral, los chorizos que siempre llevaba en el maletero del coche. Sí me producen más reparos los nuevos ricos, los advenedizos. Baltar por ejemplo era un advenedizo que como muchos otros medró en política, que es la manera más rápida que tienen los pobres para empezar a soltar tonterías creyéndose ricos. Antes de marcharse, el viejo Baltar dejó claro que no se le enseña a un padre a tener hijos. El que ha sido pobre alguna vez sabe perfectamente que el hambre es lo más jodido de dejar atrás. Se te pega como el miedo a una guerra cuando has sobrevivido a una. El resto se olvida. Por eso hay hoy tres cargos hereditarios en el mundo: la presidencia del COI, el trono de Corea del Norte y la Diputación de Ourense.
Cuando uno llega a rico después de abrir una cuenta en Suiza hay que dar lecciones de vida. Les pasa a los nuevos ricos que cada vez que tienen un micrófono delante se empeñan a explicar a los pobres lo que tienen que hacer no para dejar de serlo sino para serlo menos. Tampoco es cuestión de que todos seamos ricos. Por eso un riquísimo como Amancio Ortega le tiene aprehensión a los micrófonos. No se fía de su propia lengua. Alguien dijo una vez que hay gente tan pobre en el mundo que lo único que tienen es dinero. Por eso los ricos tienen más dinero, explicaba el escritor F. Scott Fitzgerald, y los pobres, más niños. Nadie que haya conocido los límites de la cartilla de ahorro pudo haber contrapuesto dinero y felicidad. Son estupideces como estas las que nos tiran a los pobres como los viejos arrojan migas de pan a las palomas.
Entre los alumnos de la Escuela Nacional de Magistratura de Francia circula un proverbio según el cual el código penal es lo que impide que los pobres roben a los ricos mientras que el código civil es lo que permite a los ricos robar a los pobres. En tiempos como estos, tranquiliza saber que en el viejo racionalismo francés tienen la respuesta a todas sus preguntas.
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