Por Diego E. Barros
Mi padre trabajó 42 años hasta que la empresa le dio la patada disfrazada de ese fraude de ley que es el despido improcedente del tipo «la carta no sale del despacho y es una oferta única que tomas o ya sabes lo que hay». Mi padre decidió que era mejor cogerlo y yo creo que hizo bien. La empresa, por cierto, es una de esas multinacionales que además de cotizar en el Ibex dice el Gobierno que son marca España. Yo también lo creo, este tipo de jubilaciones ha sido una marca muy española los últimos años. El funcionamiento es sencillo: una indemnización muy por debajo de lo que dice la ley y a cobrar el paro los últimos dos años antes de la jubilación. El Estado, es decir todos, paga lo que no paga la empresa. No lo leerán en los periódicos porque esto, como las cajas b, no existe; y como no existe no se puede probar. Es una cuestión de palabra. Y a estas alturas ya sabemos qué palabra vale más.
Esta semana he leído dos cosas que me han hecho acordarme de esto.
La primera es que Lucía Figar, la consejera de Educación de la Comunidad de Madrid disfruta (en realidad su hija de dos años) de una beca que llaman cheque-guardería durante este curso académico. Lucía Figar es una señora bien que en varias ocasiones ha sonado para ministra. El caso es que la consejera, que es quien firma la orden de concesión de esas becas, dispone junto a su marido de unos ingresos que superan los 125.000 euros anuales. Me alegro. La señora Figar es también la misma que ha eliminado más de 10.000 becas-comedor. Justo ahora que según las estadísticas hay cada vez más familias con problemas para alimentar a sus niños. Pero como dice Montoro, qué sabrán las estadísticas.
La historia es interesante, legal, y por eso todavía más estremecedora. La de la señora Figar es familia numerosa y, parece, cumple con los requisitos para obtener dicha beca. Mi padre trabajó 42 años, igual alguno más, escribo de memoria. Desde los catorce. Durante los últimos años, mi ganaba un buen sueldo a base de espalda y horas extra. De obra en obra. El sueldo era bueno pero ni de lejos se acercaba siquiera a los 125.000 euros de Figar y cía. Mi madre siempre ha trabajado en casa, que es un trabajo nunca remunerado. Tienen 3 hijos, familia numerosa. Nunca nos dieron beca.
No entiendo cómo una familia con más de cien mil euros de ingresos anuales puede tener una beca pública de mil por muy numerosa que sea. Y menos para sufragar una guardería privada. No lo entiendo. Me dirán: es que no hay guarderías públicas. Igual eso habría que preguntárselo a señoras como Figar. Fíjense: no hay (suficientes) guarderías públicas pero según la consejería, «la baremación para conceder estos cheques-guardería la hace una empresa externa a la Consejería de Educación». O sea, ¿una empresa externa (¿privada?) se encarga de repartir el dinero público? El despropósito.
No entraré en el tema de las familias numerosas. Ojo, tener niños está muy bien, pero también tener coches de lujo. Yo soy consciente de que no puedo comprarme uno. Y creo que tampoco tengo el derecho de pedirle al estado ayuda para hacerlo, al menos sin consecuencias. Tampoco entraré en el tema de la educación privada. No tengo nada en contra de la educación privada. Pero de nuevo, si yo quiero conducir un coche de lujo no pretendo ni entendería que el Estado me lo subvencionase habiendo alternativas.
Dicen que todo es legal. La ley últimamente sirve para que nos expliquemos muchas cosas. A veces una frase basta. Como la del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, esta misma semana: «Podría bajar los impuestos si todo el mundo pagara lo que le correspondiera». Sí, usted tiene la misma cara de gilipollas que yo. Porque Rajoy, el de la amnistía fiscal, los sobres y las cajas b, según el juez, nos ha vuelto a llamar gilipollas.
Lo segundo que esta semana me ha hecho acordarme de mi padre es un titular de RTVE: «Cristiano Ronaldo sufrió en exceso en el banquillo del Dortmund». Si Cristiano «sufrió en exceso» en el banquillo del Dortmund no sé yo cómo mi padre está vivo después de 42 putos años trabajando en una obra. De sol a sol, por cierto. No tres horas al día. Y como él muchos otros, los gilipollas.
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