Por Diego E. Barros
En la mejor revisión sobre el mito del perdón que el cine nos ha regalado en los últimos veinte años, un crepuscular ex asesino purga sus pecados tras quedarse viudo cuidando de dos niños y unos cuantos cerdos en una granja de mala muerte en medio de ninguna parte. La moraleja del personaje interpretado magistralmente por Clint Eastwood en Sin perdón, que vuelve a la carretera tras aceptar el encargo de hacer justicia por parte de unas putas, está clara: el perdón no se pide; el perdón se gana en silencio, purgando las culpas; el perdón, mucho menos se otorga, simplemente se resarce haciendo justicia.
Un grupo de militantes socialistas han decidido ponerse ante las cámaras para entregar a la audiencia su particular interpretación del mito. A lo largo de tres minutos y medio varias personas desfilan ante la cámara para «pedir perdón» por los errores (traiciones) y males ocasionados por los últimos gobiernos socialistas. Reconocer los errores ―¿y hacer autocrítica?― es el mensaje que quieren lanzar quienes han participado en la grabación y quienes la apoyan de alguna u otra forma, pese a que la travesura no ha sentado muy bien en la sede de Ferraz. El resultado de tamaña desfachatez, lejos del objetivo inicial resulta en patetismo y cae por su propio peso en los segundo iniciales con la intervención de una de las participantes: «pedir disculpas, a quién, para qué, por haber hecho qué». Pues eso.
El PSOE lleva tantos años cavando bajo sus pies que cualquier día alguno de sus militantes verá la luz del sol saliendo de las alcantarillas en mitad de una calle de Wellington. Uno se queda la mar de descansado cuando pide perdón para continuar con la vida como si no hubiera pasado nada. Sobre todo si es un político, con sueldo blindado y cuyas decisiones han arruinado la vida a miles de personas que depositaron en un solo voto no ya unas esperanzas de mejora, sino la simple esperanza de Virgencita que me quede como estoy. Y ni eso supieron respetar quienes ahora con un vídeo cutre piden perdón por mí y por todos mis compañeros como quien lanza una promesa electoral que se llevará el viento. Aquí paz y después gloria. Unas muertes, unos despidos (unos millones), pelillos a la mar. No era mi intención. La política, como el infierno, está llena de buenas intenciones.
El perdón es un mito sobrevalorado en el mundo católico cuya realidad no alcanza más allá de las paredes de una casa. A diferencia de los protestantes, para los católicos, la vida es sencilla. Basta con pedir perdón ―el arrepentimiento se vive en la intimidad―, en el último minuto para que se nos abran las puertas del cielo prometido. Para los protestantes la cosa nunca fue tan sencilla y el hecho de pedir perdón implica una carga de humillación pública a la que nadie se quiere enfrentar y cuyo coste es extremadamente alto.
En política no se pide perdón, se asumen responsabilidades. Si algo se ha hecho mal, uno se va a su casa y deja paso al siguiente para que intente remediarlo. En el mundo anglosajón de mayoría protestante, la petición de perdón va acompañada de inmediato con un billete sin vuelta hacia el olvido previa asunción de responsabilidades. En el nuestro, el perdón es un pelillos a la mar que deviene en una meta volante: los culpables de hoy serán los líderes del mañana.
Me dice un amigo que ese vídeo es la típica gilipollez que solo se le puede ocurrir al PSOE. No lo creo. Las gilipolleces, sobradamente demostrado está, no son patrimonio de ningún partido aunque en el PSOE llevan tiempo empeñados en liderar en solitario esta liga del absurdo. Yo creo que este vídeo es todavía peor: es la idea de un militante de base aburrido (como todo militante de base) y con una cámara de vídeo familiar. Se echa en falta que alguno salga a recitar sus disculpas con un matasuegras y un cono de cartón en la cabeza. Así al menos la cosa sería más creíble. El vídeo del perdón ha acabado por convertirse en una de esas grabaciones familiares con las que torturar a los amigos que vienen de visita. Las cámaras domésticas son instrumentos del diablo de las que solo puede salir, en el mejor de los casos, un vídeo guarrillo. En el peor, uno de militantes del PSOE.
España ha construido su democracia sobre la ausencia ya no de perdón, sino de la más mínima responsabilidad. Todo se hizo tan rápido que de la noche a la mañana, donde antes solo había franquistas proliferaron los demócratas. El PSOE gusta de repetirse el mantra de «partido fundamental para la democracia» como si eso fuera una medalla exclusiva que colgarse, quizá para esconder que las traiciones de los últimos años no son más que la repetición del pecado original. El perdón del PSOE por adelantar todas y cada una de las medidas que el PP ha implementado desde su llegada al poder, ambos por imperativo de ya no se sabe quien, es semejante al invocado por el monarca en el pasillo de un hospital. En los anales de lo absurdo escribió su nombre con letras de oro el rey cuando fue pillado con la escopeta entre las manos por culpa de un escalón mal puesto. Con el semblante propio del niño avergonzado al que su madre clava la mirada tras descubrir su trastada, el rey pronunció un «lo siento mucho» sin sentido: qué otra actividad más propia de reyes hay que cazar. Ahora elefantes, antes súbditos. En eso hemos ganado. Nada más. Ya decía mi abuela que cuanto más viejos más niños nos volvemos y el monarca, de taller en taller, no hace más que certificarlo.
El perdón de los militantes del PSOE es tan vacío como el del banquero que ahora ocupa el consejo de las entidades saqueadas por unos antecesores a quienes nadie reclama responsabilidad alguna. Lo vino a certificar el propio Joaquín Almunia: “hay una larga lista de responsables pero no es cosa de dar los nombres y apellidos.” Almunia, uno de esos chicos del PSOE por el que sus compañeros ahora piden perdón.
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