#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Cuando en el año 1991 el director francés Leos Carax decidió utilizar la mayor parte del presupuesto de su nuevo film en edificar una réplica exacta del Pont Neuf de París, la más anciana de entre las plataformas que interrumpen el mágico fluir del Sena, a su paso por la capital francesa, imaginamos que pretendía llevar a la pantalla una fidedigna representación de la misma. Aunque sería bueno dejarlo en pura imaginación…aún no alcanzamos a desentrañar las viscerales inquietudes del atormentado cineasta.
El Pont Neuf une las dos orillas parisinas en una de las zonas más emblemáticas de la ciudad, y verlo una y otra vez en pantalla, consigue que nos enamoremos de la Ciudad de la Luz y deseemos, como tantos y tantos turistas, enamorados, bohemios y mochileros, acudir a ella. Como en numerosos (quizá demasiados) filmes, cierto, París se convierte en estrella invitada y escenario imprescindible para el desarrollo de una nueva historia de amor.
Pero no hablamos aquí de la filmación de la típica historia de amor parisiense, cuajada de almíbar y besos robados al estilo Doisneau. En el caso que nos ocupa invade la pantalla una historia de amor de vertedero, engendrada en la suciedad y desesperación de los menos agraciados de entre los desheredados sociales. Y asistimos, durante el desesperado metraje, a su tierno y cruel desarrollo.
Y es así que ningún enamorado del séptimo arte pueda evitar caer rendido ante los cinematográficos encantos que Carax exhibe en pantalla.
Con un arranque digno del más sucio de los realismos urbanos, nos adentramos en las miserias que, como toda gran metrópoli, también exhibe la capital francesa, a la luz de los mutilados faroles del abandono y la exclusión social. Nos internamos en uno de los numerosos centros de acogida de indigentes, con la película reventona de grano y la moral desdibujada de penuria. Es la poco sutil manera que tiene el director francés de hacernos entrar en su mundo poético. Por la puerta de atrás.
A partir de ahí, exhibidas las miserias de la sociedad avanzada como lo haría un entomólogo con la pelvis de una avispa, por ejemplo, la cinta comienza lentamente a enredar una madeja de espinas que tiene tatuada en la piel la palabra AMOR.
Hablamos del amor que comienza a revelarse inevitable al indigente magistralmente protagonizado por Dennis Lavant. Una pasión decidida a romper fronteras. Incluso las del respeto y la salud. Un amor, que es desquiciada adoración, hacia una joven que recién comienza a abismarse en los dolorosos vericuetos de la ceguera. Una mujer sin pasado, sin nombre, sin historia, que parece decidida a comenzar a escribirla a partir del momento en que conoce a su compañero de fatigas, el mendigo que ocupa una de las arquitectónicas volutas del Pont-Neuf como si de la cueva de un arisco plantígrado se tratase.
Y esa mujer a medio recorrido de la absoluta ceguera resulta ser Juliette Binoche. Dicho esto, quizás, debería abandonar la escritura, consciente de que cualquiera que piense que la interpretación es un arte habría salido ya corriendo en pos de una copia de Los Amantes del Pont-Neuf.
Pero lejos de mi pretensión queda el embelesar a los lectores sólo en base a las virtudes interpretativas de actrices irrepetibles.
Leos Cárax abre, despacio, la puerta trasera de la sociedad y nos presenta a dos ejemplares perfectos de humanos desahuciados, por la sociedad, por la enfermedad. Un par de animales heridos de los que poco conocemos aparte de su vida en las calles.
Es sólo avanzando el metraje que descubrimos que la joven invidente atesora un solvente pasado de artista, económica y socialmente bien situada. Es entonces que comenzamos a descubrir el odio en la mirada de su enamorado, un indigente cómodamente situado en las fronteras más alejadas de la convención social, un ser opaco salvo por las llamaradas de fuego que expulsa de sus pulmones en las noches ciegas de alcohol y desesperación de un París que, más que de cuento, se nos antoja de pesadilla.
Y es aquí cuando podríamos afirmar que el cineasta juega tramposamente con los sentimientos del espectador, al mostrarnos lo fácil que es para un ser dolorido, derrotado, abandonado, sentirse perdidamente enamorado de una mujer bella pero dolorida, derrotada, abandonada y desesperada. Sí, es tramposo, la mujer es Juliette Binoche, y cualquier humano en su sano juicio abandonaría palacios y banquetes sólo por hallar en su propio rostro el foco hacia el que ella orienta su mirada extraviada por la ceguera. Pero es aún más embustero al hacernos creer que las pesadillas pueden ser encendidos festivales de ilusión y color.
Nos enfrentamos a una historia de amor desquiciada, extrema, al límite, y como tal nos la muestra el genial cineasta, alternando escenas sucias y miserables con esplendorosos estallidos de luz y fuegos artificiales, provocando hasta el exceso en escenas que nos despiertan escalofríos de alegría y plenitud, como ésa tan memorable en que los dos enamorados corren por la playa en plena exhibición física de su deseo. O esa otra que debería ser doloroso final pero se transforma en una festividad surrealista que hubiese firmado gustoso el mismísimo Buñuel.
Comenzamos el metraje, ya lo dije, con la herida sin cicatrizar de la sociedad occidental palpitando en su dolorosa entraña ante nosotros. Lentamente, despacio pero sin posibilidad de pausa, comenzamos a transformar, en nuestro cerebro, toda la fealdad del catálogo de miserias que la historia nos expone, en delicadas perlas de belleza, pequeñas puntadas de adoración, hasta vernos totalmente inmersos en lo que todo humano sensible sabe reconocer como puro amor, pura vida.
Leos Carax ha conseguido que nos enamoremos de la indigencia, y que descubramos que en su apolillado mundo de cartones húmedos y alcohol barato se puede encontrar, también, la impoluta piedra preciosa de la más tierna de entre las catalogadas pasiones humanas. Hablamos de ese amor que consigue que nos tornemos egoístas y prefiramos que el objeto de nuestros desvelos permanezca impoluto en su degradación, malherido y dolorido, ciego, sólo por no correr siquiera el riesgo de llegar a perderlo.
Ha conseguido pues, el director, que nos enamoremos de la más tenebrosa de las indigencias, ésa en la que nos sume la total y absoluta adoración hacia el/la que creemos ha llegado a este mundo sólo para hacernos dichosos.
Aunque quizás, tal vez, tan sólo nos hayamos enamorado de una indigente. Una indigente interpretada por la más bella feminidad que jamás haya decorado pantalla de cine. Nos hemos enamorado de la Binoche, reconozcámoslo.
Sea como sea, hablamos de un film vibrante, provocador, doloroso en su poesía límite, estridente incluso y, por encima de todo, envuelto en ese oscuro e indefinible manto que recubre con cariño a lo que se ha dado en llamar obras “de culto”.
A medida que avanzamos por su retorcido sendero de planos imposibles, inverosímiles acompañamientos musicales, metafóricos diálogos, virtuosas iluminaciones, desterramos al olvido el hecho evidente de que la historia dio inicio en los más oscuros recodos del abandono, los de aquellos que, en ciudades-decorado de lujo y despilfarro, pasean con timidez culpable su catálogo de cicatrices, los sin techo, los desahuciados, sólo por acabar reconociendo que hasta de una persona sumida en tales pozos de infortunio podemos llegar a caer desquiciadamente enamorados.
Nos hemos enamorado de una indigente. No es tan raro. Y aún dudamos si el culpable es el director, su portentoso actor fetiche, o la actriz que desencadena esta tormentosa y poética historia que, inevitablemente, nos incita a soñar y soñarnos felices dentro de los delicados límites de un mundo en que las taras físicas o psíquicas no sean más que un pequeño accidente geográfico.
Una última recomendación: busquen en “la red” las pinturas que la propia Juliette Binoche realizó sólo para dar entidad al principal argumento de la cinta: una artista medio ciega se enamora de un indigente…y/o viceversa.
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