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Llevo suficientes años dedicándome a la crítica musical, presenciando conciertos, para reconocer a un genio en el mismo momento de verlo evolucionar sobre el escenario. Ara Malikian no deja ningún lugar a la duda: en cuanto aparece ante el público emana una luz que sólo está destinada a los grandes talentos. Porque este violinista genial, además, es un showman de primera y un entretenedor como he visto pocos. Su concierto en Madrid, el pasado día 29 de diciembre, demostró que Malikian es una bestia de las tablas, un devorador de audiencias, un encandilador moderno. Un artista que enlaza a su virtuosismo la humanidad y la calidez de los elegidos.

No es por casualidad que antes del concierto, en las pantallas de video y sobre el telón que oculta el escenario, pudiera leerse Corral de comedias portátil de Ara Malikian, y a los lados unas telas con un dibujo que imitaba a una corrala. Este detalle, el del corral de comedias, que muy bien puede pasar desapercibido para el público, es el leitmotiv del violinista, el hilo conductor que va a empastar todo el espectáculo, la forma con la que Malikian desgranará su música.

Los corrales de comedias tenían mucho de fiesta popular ambulante durante el Siglo de Oro español, producto de una tradición teatral en donde la obra de entretenimiento (es decir, la comedia) era la pieza más importante. Por supuesto, una buena comedia debía hacer reír, pero también emocionar y hasta provocar algún que otro llanto, además de llamar a la reflexión mediante el humor y presentar una visión crítica y deformada de la realidad con cuya hipérbole se ponía acento en algún aspecto esencial de la sociedad del momento.

No hubo mayor lugar de comedias que España, y parece que eso lo sabe muy bien Ara Malikian al instalarse en esa tradición, pero es que, pronto, su espectáculo se convierte también en comedia, siguiendo los cánones de entretener, emocionar, y mostrar espacios para la reivindicación y la reflexión. Todo ello, salpimentado de humor, trayendo así, al frente del escenario, la impecable interpretación de toda una banda de virtuosos —batería, guitarra, viola, violonchelo, contrabajo y percusiones africanas— con su Gran Entretenedor a la cabeza.

 

Es Malikian un Shakespeare en The Globe, o un Lope en Almagro, es un actor, un comediante, un feriante, un chisgarabís con seso y mesura, un zascandil juicioso y un hombre mágico. Un encantador. Su violín es una varita mágica. Su violín es un flautín con el que atonta a las cobras que serpentean en el interior de un cesto de mimbre. El pabellón, abarrotado, guarda silencio cuando habla, guarda silencio cuando toca el violín, guarda silencio incluso cuando aplaude rendido.

Es un chamán, un titiritero balcánico vestido con muchas pieles que se engolfa en sus danzas armenias, en los sonidos libaneses, en los ritmos de las czardas romanís, en el crujido de la música proveniente de los banatos, convirtiendo su violín en guzlas y rabeles. Sus melodías son canciones que hablan de hombres, hablan de alegrías y de tristezas, hablan de niños y mujeres, encandilan con una llamarada porque cada vez que el arco roza las cuerdas del violín es como si frotase una lamparilla mágica que reventara en colores.

Los tonos amaderados de su música son un bebedizo fuerte como el raki, emanan de su violín aromas de cafés y Anatolia, dulces de baklavas, y resultan contundentes como la humareda densa y amanzanada de un narguile.

Una guitarra eléctrica distorsionada inaugura la sesión del corralillo. Está sonando rock en un concierto de un violinista, y no es cualquier cosa, es Vodoo Child, el tema popularizado por Hendrix, toda una advertencia: vamos a presenciar eso que los críticos denominan como Crossover clásico, o tal vez no, tal vez vayamos a ver una comedia de casi tres horas sobre la biografía musical de Ara Malikian; y empieza a golpe de rock duro.

De momento, la definición de Crossover es impecable, dado que a la intensa y llamativa versión de Vodoo Child al violín, que se acompañada de forma contundente por la banda, le sigue una fusión bien curiosa con el Réquiem de Mozart. Pero eso esto es mucho más, dejarlo congelado en la definición de un concierto de Crossover Clásico sería hacerle un flaco favor. Es un espectáculo de violines, un recital de músicas del mundo, un regalo de sensibilidad, un ofrecimiento de paz, armonía y tranquilidad.

En efecto, tranquilidad, una calma represada que se contiene en la versión de Life On Mars de Bowie, que hunde a los asistentes en una melancolía lenta y en una trascendencia vital. La música debe conseguir eso, la catarsis en los asistentes, algo así como la función del teatro aristotélico propuesto en su Poética (Alianza) de hace 25 siglos, y Malikian nos redime con sus cuerdas, hace que nos sintamos todos más ligeros, incluso contentos por estar viviendo ese día.

Durante toda la actuación hay tiempo para el humor. Ya sea en el discurso del violinista dirigiéndose al público, convirtiendo el concierto en un concierto biográfico, ya sea en alguna de las piezas interpretadas (La Campanella de Paganini, por ejemplo). Y tras una vibrante Misirlou que es como un terremoto en el Peloponeso, llega 1915 y se abren los corazones.

¿Qué ocurrió en 1915 que merece un tema tan desgarrador? Es el año en que se desencadenó el genocidio armenio, alcanzando las matanzas hasta 1923. Arrojó casi dos millones de muertos a manos del Imperio Otomano y el gobierno de los Jóvenes Turcos, el nombre por el que se conocía al partido nacionalista de Enver Pasha, en el poder de Turquía. Se toma, oficialmente, el 24 de abril de 1915 como fecha para conmemorar la masacre, el día en que el gobierno turco empezó con las detenciones de armenios en Estambul.

Por supuesto, y en un tono serio que no ha empleado en todo el concierto, Ara Malikian se encarga de explicar todo eso al público como introducción a la pieza. Este drama, que junto con la Shoah está considerado como uno de los mayores genocidios del siglo XX, fue magistralmente retratado en la novela Los cuarenta días del Musa Dagh (Losada) del praguense Franz Werfell. Si os interesa una crítica que realicé hace un tiempo, os dejo este enlace:

http://laficciongramatical.blogspot.com.es/2013/09/los-cuarenta-dias-del-musa-dagh-franz.html

Se trata de un tema terrible: el exterminio sistemático de una porción de la población por motivos étnicos. Desde Auschwitz, aunque también podríamos decir que desde el genocidio armenio, como sostuvo Theodor Adorno, no parece ya que sea posible escribir poesía. Evidentemente, estas palabras no significan literalmente lo que dicen, sino algo mucho peor.

Con la perpetración del genocidio el hombre ha perdido la inocencia, el candor necesario para fascinarse ante la belleza. Se ha embarrado. Y precisamente la poesía, y por supuesto la música, solo se puede componer desde esa inocencia, desde el estado de eterna perplejidad y asombro infantil que posee al espíritu del creador. Las matanzas nos han despojado de la belleza. Y por eso la poesía y la música son difíciles de admitir tras los crímenes.

Así lo entiende, también, Malikian en su tema 1915. Por eso, una gran parte de la interpretación se produce pellizcando el violín con los dedos. La poesía de la música de la que el hombre ya no es merecedor se obtiene con la caricia del arco sobre las cuerdas. Ante el drama y el asesinato masivo, hay que arrancarle a golpes la música al instrumento, con las manos, de una forma humana y trabajosa que nos pone en contacto directo con el barro de las fosas comunes.

Será gracias al poder regenerador de la composición de Malikian, que nos trae de vuelta a las víctimas para honrarlas, cuando se pueda acariciar de nuevo el violín, pero siempre con una larga flema de dolor que anega toda la composición. Aunque libanés de nacimiento, es de ascendencia armenia; por todo eso es un Wadji Mouawad de la música clásica.

Afortunadamente, el concierto está repleto de momentos en los que el corazón galopa de gozo y no se empequeñece de congoja como con 1915. Ahí está la épica interpretación del clásico de Led Zeppelin, un Kashmir antológico. No se me ocurre un mejor tema para el violín moderno de Malikian. El pesado ritmo de la composición permite el relieve del fraseo del instrumento, que hace las veces de la voz de Robert Plant. Los aires marroquís de kasbas y medinas son perfectos para aromatizarnos desde el violín del Gran Entretenedor.

También, Broken Eggs, el Requiem por un loco —compuesto para despedirse de su violín que se le había roto— o la magistral El vals de Kairo —creada poco antes del nacimiento de su hijo—, desencadenan admiración y entusiasmo entre los asistentes, que muchas veces no saben si guardar silencio o romper a ovacionar.

Exactamente eso ocurre con el último tema del concierto, una composición de Johann Sebastian Bach. A la belleza insostenible de la pieza, se le suma una interpretación emocionante, cuando, de pronto, Malikian se baja del escenario mientras continúa tocando, y se mezcla entre un público que asiste a su paseo de una forma reverencial, extática, solemne.

En mitad de la muchedumbre, el violinista derrama su medicina. Ilumina el rostro de las personas ante las que pasa, erguido, imbuido del espíritu de todos aquellos músicos que, antes que él, tocaron el instrumento, y a cuyo legado debe su arte. No se trata sólo de Malikian caminando entre su público, es una oferta: es la posibilidad de curarnos con el sanador multitudinario, con el hacedor de milagros, con el hombre que ha venido a contar su historia en el centro del patio del corral de comedias y se ha transmutado en un actor del método, en un divo de la ópera, en un humilde servidor de sueños.

Así es el violín de Ara Malikian. Porque es ese violín, cuando lo acaricia, es el que le hace ser como es, sin bebedizos ni pócimas mágicas. Únicamente con música. Y a nosotros nos convierte en sus feligreses. Solo podemos exclamar: ¡La curación ha comenzado!

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