Continuación de la serie Biografías imaginarias de gente mediocre o que gasta su talento en chorradas con Teoteto de Anticitera (507-554) monje y hereje de la Edad Media.
Se han perdido muchos de sus escritos: no conocemos con precisión cómo evoluciona su doctrina desde sus ideas iniciales hasta la herejía Holográfica (del griego Holós, entero, y Grafós, imagen). El Mundo, dice, está lleno de máquinas invisibles pero imposiblemente majestuosas, que el Padre usa constantemente para imprimir en nuestra mente la imagen entera del Hijo, de ahí el nombre dado a la herejía por sus oponentes, que son sobre todo historiadores de la Iglesia que vivieron a partir del siglo XIII. Sabemos que hacia el año 544 Teoteto predica esta doctrina mecánica en Capadocia: estando la región saturada de eremitas, estilitas, predicadores, milenaristas adelantados, curanderos, hechiceros, bardos y paladines hasta el punto de que nadie sabe ya qué creer, opta por trasladarse a Cilicia y después a Siria buscando un lugar en el que su doctrina pueda hacerse al menos un nicho. Algunos, pocos y por quién sabe qué razón, lo siguen. Finalmente, hacia 547, se establecen en una pequeña comunidad en la Cirenaica.
Durante los primeros años nadie les molesta: Teoteto está tan ocupado intentando dar sentido a su doctrina y sorprendido de que alguien haya decidido seguirle que no ha tenido tiempo de buscarse ningún rito propio. A veces las autoridades locales vienen a husmear a su pequeña comunidad en las colinas: es todo tan aburrido que resulta difícil justificar ningún tipo de persecución. No hay incesto, ni orgías, ni necrofilia, ni llamamientos a derribar el Imperio, ni improperios contra la doctrina ortodoxa. Los Hologramas (como ya son conocidos entre los cuatro pastores de la vecindad) pagan sus impuestos a tiempo e intentan no molestar a nadie: cualquier alboroto, dicen, podría dañar irreparablemente la maquinaria, y un segundo en el que la imagen del Hijo no esté siendo impresa en la mente por el Padre puede llevar a cosas horribles, gente que se arranca los ojos en medio de la calle, padres que despedazan a sus hijos de improviso mientras ríen sordamente, enamorados arrancándose la piel a mordiscos en medio de los abandonos del amor, etc. No practican la comunidad de bienes, dan la bienvenida a los forasteros, todos son libres de irse en todo momento y la disensión está permitida, cosa que nadie aprovecha ya que Teoteto es el único que parece tener el menor interés en las cuestiones de doctrina. Algún enviado del obispo puede ver como heréticas sus digresiones sobre gigantescas maquinarias de complejidad incomprensible para nosotros que se elevan hacia los cielos.
La incompetencia de Teoteto como poeta le hace un inesperado favor, toda vez que el lenguaje es lo bastante ambiguo como para que puedan pasar por metáforas. Aunque el punto central de su doctrina sea claramente herético negando a fin de cuentas la realidad de la Sustancia del Hijo que no es sino una proyección del padre mediante un complejísimo mecanismo cósmico, lo que es un movimiento arriesgado en el juego, la comunidad es tan insignificante, el número de otras herejías más ruidosas tan alto, que la comunidad de los Hologramas está en un punto bastante bajo en la lista de prioridades de las autoridades de Cirenaica. No es porque Teoteto no quiera: ya anciano, continúa acariciando su sueño de juventud de ser un gran jugador en el gran juego, de que sus ideas muevan a millones, de que al menos -concede- después de su muerte su doctrina ilumine el mundo y millones por todo el Imperio vean, como él ve, las inmensas máquinas que escupen un fuego templado y se pierden en las alturas del cielo, conectadas cada una al corazón de cada persona mediante algo que parece una vejiga de cerdo muy alargada.
Y, porqué no, piensa a veces, porqué no pensar que al menos la suya termine siendo el tipo de herejía que termina mandando miles de almas a otro lugar, que cause una gran guerra sobre la que escriban historiadores futuros, que la idea de esas grandes máquinas invisibles inflame los corazones de algún guerrero a la hora de quemar, matar o violar: sería una modesta fama en un mundo en el que una i causa quemas públicas, rebeliones, desollamientos. Y Teoteto, pobre, tiene pocos defectos: la soberbia, fundamentalmente, tanta que no quiere mostrarla nunca. Su comunidad, tranquila en las montañas de la Cirenaica entre el mar y el desierto, se limita a oírlo en los oficios semanales, comerciar con los pocos pastores que vienen, pagar sus impuestos cada vez que un recaudador aparece por allí.
Antes o después su caso llega a lo alto de la lista (se desconoce si existiría literalmente una lista: probablemente no). Sin demasiadas ganas pero con el aire de inevitabilidad que ya han adoptado estas cosas, el legado provincial prepara tropas para acabar con lo que ya se dice, aunque más bien como fórmula, que es un peligroso nido de herejía en el que se cometen innombrables actos contra natura y se conspira contra la paz y la estabilidad del Imperio -que por lo demás lleva décadas bailando sobre una cuerda floja con constantes guerras contra vándalos, ostrogodos, ávaros, persas, herejes, nómadas.
Las tropas provinciales llegan ante la fortaleza de los herejes, una serie de cabañas de tierra y ramas colocadas precariamente junto a un risco desde el que puede entreverse el mar en los días claros. Se disponen a un asedio largo y difícil, antes de ser interrumpidos por la visita de sendos representantes de la comunidad, que, ignorando qué pinta allí esa legión, ofrecen a los legionarios vino e higos cultivados en el lugar. De pasada, mencionan que El Padre Teoteto ha muerto la semana anterior, pacíficamente, mientras dormía. Ante la vista de los soldados, sus discípulos se dispersan pacíficamente. Uno o dos predicarán sus ideas por las calles de Cirene y Alejandría durante un tiempo. Luego se cansarán.
Todo lo que nos queda de la herejía Holográfica es unos fragmentos de los escritos de Teoteto guardados en las bibliotecas de Éfeso y el Monte Atos, y una serie de declaraciones condenatorias en sínodos, singulares por su tono de escaso convencimiento, como si el redactor hubiera estado rellenando un formulario.
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