Por Diego E. Barros
Al poco de llegar a EEUU me invitaron a una despedida de soltero cuyo resultado se puede resumir en que acabé con Nuño vomitando media botella de burbon. En un momento de la fiesta, fue aparecer dos strippers y desaparecer alguno de los invitados. «Mi señora ―me dijo uno de ellos―, no me permite asistir este tipo de espectáculos». Con las señoritas empolvándose la nariz en el baño mantuvimos veinte minutos de conversación con un tipo que tras preguntarnos que qué hacíamos dos españoles allí se despidió de forma lapidaria: «me encantaría hablar italiano como vosotros». Aquel día aprendí a fiarme de las apariencias y a catalogar como ciencia ficción buena parte del cine universitario yankee de los ochenta.
Siempre he sentido predilección por los presidentes de la CEOE. Uno no sabe muy bien a qué se dedican en la CEOE pero vistas las apariencias, yo suelo imaginarme a sus presidentes como una mezcla de concejal de Urbanismo y viejo secretario político del Komintern. Para los de mi generación, el fallecido José María Cuevas era ese secretario político del Komintern que cuando aparecía tornaba en blanco y negro el televisor llenando la estancia con una voz ronca de inconfundible olor a tabaco rancio. Díaz Ferrán que era un señor con una labia memorable para condimentar sobremesas en reservados de lujo justo en el momento en el que las señoritas descocadas comienzan a repartir puros. Dejó muy claro que los tiempos del Komintern habían quedado atrás y sólo el advenimiento de la crisis pudo provocar en él cierto halo de nostalgia cuando dejó escapar aquello de era hora de «hacer un paréntesis en la economía de libre mercado» e instalar el comunismo por un rato. Un mal día lo tiene cualquiera. De su paso glorioso por la CEOE guardamos perlas del calibre de «la mejor empresa pública es la que no existe», que viene a ser una cosa así como el «tuno bueno, tuno muerto» que le cantábamos a los chicos de los leopardos los jueves por la noche frente al Ourense.
Con Díaz Ferrán a resguardo del hormigón apareció en nuestras vidas Joan Rosell. A Rosell nos lo presentaron como las señoronas de pelo cardado y perlas presentan a sus amigas de café el partido que va a desvirgar a la niña: el mejor de su clase y empresario de éxito. Un cambio, decían, un profesional. Cuando veo al señor Rosell en la televisión me invade una terrible sensación de lástima. Del tipo que le entraba a mi madre cuando se encontraba a mi hermano desayunando a las 10 de la mañana sin haber pasado por cama. El amor de madre siempre le ha impedido a la mía catar lo que los demás sentíamos a kilómetros: el olor a noche. Es salir Rosell y escuchar, entre demanda y demanda, la vocecilla de un enano escondido bajo su mesa que grita «¡y con furcias!».
De decir que los empresarios no entran en política, Rosell vino a señalar ayer, entre otras muchas cosas, que si él pudiera hacer las leyes otro gallo nos cantaría. No es desdeñable su voluntarismo pues en un país donde hasta ahora había unos 40 millones de seleccionadores nacionales de fútbol, bueno es que aparezca por fin un legislador. Como al presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, a Rosell le incomoda la EPA porque dice que él no ve por ningún lado los seis millones de parados.
Yo creo que quien ve 300.000 o 400.000 funcionarios públicos, algunos a los que mandar a casa con subsidio, siendo además presidente de la CEOE puede ver lo que le salga de los huevos. Menos la calle. Ignoro cuántos funcionarios se la rascan como dice Rosell, al igual que ignoro si los parados son cinco millones como dicen las listas del paro, o seis como indica la EPA. Ignoro siquiera si mi país sabe que me fui un buen día sin dejar siquiera una nota. De lo que estoy seguro es que ya no figuro en la lista del paro porque antes de tener trabajo olvidé un día pasar lista y hasta hoy. Y como yo, muchos que ni siquiera se han ido.
Aquí al lado, Francia sigue arrastrando el Estado napoleónico sin que a nadie se le ocurra ponerlo a caldo más que lo justito. Esta semana me han enviado una tercera carta pidiéndome el enésimo documento para solicitar la subvención estatal de ayuda al alquiler. He vuelto a la oficina (por tercera vez) para entregar la fotocopia requerida. Antes de irme le he preguntado al funcionario si me podía adelantar qué papel me pedirían en la cuarta carta que iba a recibir y el funcionario se ha echado a reír.
Para explicar los misterios del funcionamiento burocrático, los franceses tienen una frase esclarecedora: «c’est un bordel». Significa que a pesar de la locura aparente, la música sigue sonando y las putas haciendo caja, bajo un cartel que pone «el fraude es robo». Yo creo que la seriedad de un país comienza por sus putas, unas señoras a las que siempre he tenido un gran respeto desde que me tocó hacer un reportaje sobre el noble oficio en los pisos de Santiago y me trataron mejor que algún gabinete de comunicación. Por eso empiezo a pensar que nuestra seriedad se ha quedado precisamente en nuestros bajos.
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