Caída del Cielo se caracteriza, entre otras cosas, por cómo la propia Rocío Molina hace un despliegue de sus imaginarios: un contexto en que esta obra podría alargarse hasta la eternidad.
Para dicha empresa, esta profesional andaluza siguió el principio básico que versa: sea cuál sea el tipo de vestuario que porte el intérprete, ello le conducirá, irremediablemente, a un tipo de intencionalidad determinada. Y a poco que éste lo lleve hasta sus últimas consecuencias, el conjunto de los espectadores, tendrán un viaje inmersivo a través de los paisajes, corporalidades y emociones por las que transita el intérprete en juego.
Basta con que los profesionales involucrados tengan claro el qué y el por qué se está comunicando lo que se está comunicando, para que ellos sean capaces de “filtrar” al público cualquier resquicio que les derive a formas excesivamente narrativas o literales, abriendo espacios a que cada uno acompañe a los intérpretes desde su propio “sendero”. Claro que no todas las escenas serán identificadas con algo en concreto (ni falta que hace), porque una vez dentro, sus referencias se convierten en un dar pie, no lo que uno deba rendir cuentas.
Así, este grupo de profesionales consiguieron constituir una atmósfera en dónde todo podía pasar, y nada sobraba. Es más, después de cada escena/ cambio de vestuario de Rocío Molina, yo me preguntaba cómo ella enlazaría lo que ha expuesto hasta ahora con el final de la pieza. Y si a ello lo sumamos con que el formato de Caída del Cielo puede llegar a recordar al de un concierto (en donde el vocalista del grupo interactúa con sus fans de un modo diferente en cada una de las canciones que interpreta), pues, cabe que haya estado fluctuando con diferentes intensidades, ritmos…, con la finalidad de dibujar en escena una suerte de “orografía”, para que, nosotros los espectadores, se nos dirija a través de incontables recovecos.
Hubo escenas llenas de un humor travieso y surrealista: sí, de esos momentos en donde uno está seguro de que su creador y director por fin encontró el “pretexto” para soltar el “chascarrillo” que lleva un tiempo representándose en su cabeza. Lo cual no implicó que la obra derive a una banalización de lo que haya contado hasta aquél instante. Al final cabo, parte del arte de montar una pieza está en encontrar enlaces que permitan entrar en una nueva “estancia” de su arquitectura. Asimismo, otras escenas nos remitían, performáticamente, al cómo una mujer va creciendo como un ser íntegro, a la par que su cuerpo da muestras del paso de los años. Mientras tanto, disfrutará de celebraciones hasta altas horas de la madrugada, en donde se abraza con fuerza a estados de lucidez, en los que sería un “desperdicio” que esa persona no exhibiera todo lo que está brotando en su interior.
Esto, posteriormente, precisará ser meditado, digerido…, dando lugar a exploraciones interiores en la que el individuo trata de traducir y canalizar lo que está pasando dentro y fuera de sí. Un estadio en el que todavía no sea han bifurcado los caminos de la poesía y la filosofía que podría surgir en uno mismo. Como pueden comprobar, Rocío Molina y su equipo nos ofrecieron uno de esos espectáculos en la que los espectadores que hayan venido a ser testigo de la versatilidad de estos profesionales, salieron satisfechos, y los que también buscamos un contenido que trascienda lo catártico, conseguimos un apartado más por profundizar en cuanto volvamos a nuestro “foro interno”, pensando sobre lo que nos ha interpelado de esta pieza. De verdad, que ha sido un absoluto placer y privilegio contemplar a Rocío Molina fundamentando el por qué ella hace lo que considera conveniente para su con su arte.