17 de abril de 2019
Hace (demasiado) tiempo que no escribo nada. Quizá sea verdad aquello de que no tengo nada que decir. No lo sé, y me importa una mierda. Tampoco sé por qué he decido volver a escribirte ahora. A ti, a mi querida mujer oscura, de piel marcada y alma rota. Sigues siendo el abrazo que me debía la vida y del que nunca renegaré, aquel libro al que siempre recurres cuando todo está demasiado afilado y te ahogas entre lamentos y cenizas. Porque siempre estás de mi parte y puedes ver en mi oscuridad, porque parece que solo tú puedes subtitularme esta mierda de película que no logro entender.
Pero, sobre todo, porque, aunque todos tengan el alma tristemente partida, nosotros nos reconocemos en nuestras roturas.
Esta carta debería ser la séptima. Quizá, ya no lo recuerdo. No recuerdo muchas cosas. Es curioso, el hermoso incendio que puede llegar a construir una mísera chispa y el poquísimo sabor que nos queda de las cenizas de después. Lo mucho que tarda en aparecer el fuego y lo rápido que olvidamos el polvo cuando la llama decide dejarse morir. Más que curioso, triste. Jodidamente injusto. Porque no veo puta justicia en que desaparezcan de mis recuerdos nombres y sonrisas. Arañazos y mordiscos. Sé que existieron porque tengo cicatrices que lamerme, y donde hay cicatrices hubo arañazos y mordiscos. Pero ya no sé dónde están.
No sé decirte el motivo, ahora recuerdo una mirada en particular. Un lirio en el estercolero, una treintañera hermosísima dispuesta a morir por su discurso y a bailar sobre las llamas. Alguien que apareció sin presentarse, me destrozó el sentido común y terminó desapareciendo como desaparece todo lo que realmente vale la pena mantener. Ya hace algún tiempo de esto, pero todavía la recuerdo. Me dijo que yo no estaba roto, que nací roto y en vez de intentar coserme debería entenderme por partes. Que ese era mi privilegio. Y ambos sabemos que no puedo olvidar a mujeres con más frases en sus labios que mundos en sus ojos. Quién coño podría.
Yo tenía menos cicatrices antes de conocerla y terminé con más cuando se fue. Así está bien. Todo lo que existe y es de verdad, todo lo que provoca calambre y vértigo y consigue hacer temblar los cimientos de nuestro ridículo día a día, debe de dejar marca. Nada es gratuito. La cuenta vendrá y habrá que pagarla, lo sé. Entonces tocará lamerse las heridas. No me preocupan la sangre ni las cicatrices. No duelen. Nunca duele nada. Lo único que consigue hacerme daño, y no sabes cuánto, es no recordar de dónde vienen las marcas.
“¿Escribirás algo sobre mí?”, me preguntabas no hace tanto. Sé que esto, mandarte públicamente la siguiente de nuestras cartas, insultando nuestro trato de privacidad e intimidad, no es precisamente escribir sobre ti. Pero sé que no me lo tendrás en cuenta, igual que sé que, algún día, lo haré como corresponde. Además, siempre escribo algo sobre ti, porque hace siglos que no te desdibujas de mis letras. Siguen siendo la primera en leerme y la última en olvidarme. Estás en cada tecla que aprieto y en cada palabra que escribo. Porque si no fuera por ti, por tus palabras y tus ojos, esos que logran trasformar mi mierda en una promesa, no sé si seguiría insultando al folio.
Espero no volver a tardar tanto en escribirte.