Por Diego E. Barros
Perdidas las Olimpiadas 2020 y ahora Eurovegas, a Madrid ya solo le queda fiarlo todo a unos juegos del hambre. Ignacio González y compañía poco o nada tienen que ver con Bugsy Siegel y Meyer Lansky, padres del lupanal de Nevada, y con los que Adelson solo compartía (al menos en apariencia) su condición de judío-americano. Cuando todos creíamos de Madrid lo que decía Tony Montana de Miami ―«Esta ciudad es como un enorme coño esperando a que lo follen»―, salta la sorpresa. La única duda es qué no habría pedido el magnate americano para que hasta el Gobierno español, tan necesitado de caramelos que tirar a las masas, haya terminado por no dárselo.
En Casino, De Niro decía que «hay tres maneras de hacer las cosas: bien, mal y como yo las hago». Nosotros solo contamos con Montoro, calvo y con gafas que, pese a sus bravuconadas desde la tribuna, causa más risa que respeto. La subasta pública en la que se ha convertido España no era suficiente ni para Adelson que ha decidido llevarse el negocio a otra parte a sabiendas de que tenemos bien servido en el apartado de payasos y animales en el circo de San Jerónimo, donde lo único que queda por sacrificar son los leones de la escalinata. En el fondo, uno no puede sino sentir una cierta solidaridad con Adelson que reclamaba para su gallina de los huevos de oro, según la versión oficial, «una fuerte rebaja del impuesto sobre el juego y una indemnización en caso de que un cambio futuro de normativa alterara su perspectiva de beneficios». Hay dos formas de interpretar esto. La primera es la discriminación palpable sufrida por míster Adelson frente a lo que le hemos estado haciendo desde 2008 con bancos y concesionarias de autopistas. La segunda la resumió ayer mi amiga @tuices: «A ver qué hago yo ahora con estas medias de putote que me había comprado para la entrevista de trabajo». La lluvia dorada que prometieron los políticos madrileños ha quedado en jarro de pis sobre las cabezas de los miles de parados que hacían cola. Y sin necesidad de haberse desvestido antes.
El chascarrillo del casino ha servido por unos instantes para olvidarnos de que, otra vez, Cataluña se quiere ir. Yo no sé si hace bien en quererlo, pero la perspectiva de quedarse tampoco es de lo más alentadora. Lo único claro que ha dejado hasta el momento el llamado «problema catalán» es la cara de gilipollas que se les ha quedado a los vascos. Mudos están después de cuarenta años pegando tiros viendo cómo los vecinos les han adelantado por el este en solo dos. Mientras, los gallegos, seguimos sin estar y lo peor es que ya nadie nos espera. La batería argumental de la Generalitat ha incluido un simposio sobre historia que ha venido a certificar lo que sabíamos, que cada uno la cuenta como le da la gana. Una especie de juego de amor tardío por lo que pudo ser y no fue que es la base fundamental donde asentar cualquier discurso salvapatrias. El tren perdido en un país ―especifiquen ustedes cuál― cuya especialidad ha sido siempre la de dejar escapar los trenes que la historia le ha puesto por delante. Al final, preguntas aparte, esto se resolverá como es costumbre: con alguien tirando de cartera diciendo «qué se debe aquí». Mientras, el espectáculo promete ser de los que hacen época. Otra vez.
De momento, ha sido el mismo Rajoy que ha dicho no al magnate americano el que también promete parar los pies al «desafío soberanista». Pero qué quieren, lo de ayer fue mundial. Un periódico nos devolvió a los españoles la libertad de prensa y, después de meses siendo «la mayor inversión de los últimos años en Europa», un presidente los salvó de Eurovegas. Lo de parar los pies es una costumbre extendida entre los mandatarios españoles. Ya dicen los exegetas que lo hizo Franco con Hitler en Hendaya y solo hoy nosotros apreciamos las consecuencias.
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