#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
En tiempos en que las salas de cine comenzaban a inundarse de adolescentes fascinados por edulcoradas historias de vampiros jóvenes, guapos y chistosos, llegó a las mismas, para sacudir las conciencias y erizar el vello público, una poética y deliciosa joya llamada a permanecer en la memoria y los sueños de los más avispados de entre los espectadores.
Juegan las películas de “chupasangres” sexis a transgredir la inocencia, añadiendo jugo erótico a la vacuidad de argumentos efectistas y simplones. Pero resulta que el sueco Tomas Alfredson confecciona una cinta que, con la excusa de los ya citados espectros de la noche, consigue, más que jugar a la transgresión, poner en escena una lírica, sombría, conmovedora, visceral vampirización de la inocencia.
Déjame entrar evita, ya desde su título, la evidencia y la comodidad. Ninguna alusión a la más burda actividad de las feromonas adolescentes en su metraje. Sólo el clamor de la sangre reverberando el latido del espectador y, también, los gélidos parajes nevados de unas localizaciones ausentes de referencia más allá de las bajas temperaturas, meteorológicas y comunicativas.
Sería difícil encontrar en la historia del cine tan brutal y lírico retrato de la pérdida de la inocencia, el traumático ingreso en la edad adulta, el desconcertante grito sordo del despertar sexual.
Mediante una puesta en escena sobria, elegante, pausada pero inmisericorde, Déjame entrar nos relata el dramático despertar a las crueldades de la vida adulta de Oskar, un chico de 12 años cuya mirada huidiza expone el terror que le provocan los continuos acosos de sus compañeros de clase, y la necesidad imperante de encontrar un igual, un amigo, alguien con quien apaciguar temores y ansiedades, a quien confiar fantasías. Ese alguien será Eli, una andrógina muchacha de inquietante belleza, y no menos inquietantes costumbres, que toma alojamiento en el mismo bloque de viviendas donde Oskar pasa su vida extraescolar. Y antológica es la escena en que ambos toman contacto, en el abandonado parque infantil frente al edificio de viviendas, aterido Oskar por la baja temperatura, impasible Eli ante dicha atmósfera glacial. Los dos solos, descubriendo que pueden, al fin, comunicarse, dando un paso adelante en lo que va a suponer una de las historias de amor más crueles y conmovedoras que nos ha regalado el séptimo arte. No es la única secuencia de selecta grandeza que nos regala el filme, se suceden muchas a lo largo del metraje.
Aunque hablamos, quizás, en cierto modo, de una película de vampiros. Y, fiel a los dictados del género, no nos ahorra el realizador sueco truculentas escenas que rayan el gore, pero en las que más que el efectismo se busca, y se encuentra, la cercanía del público, la identificación con todos los personajes, pero especialmente con los dos protagonistas absolutos.
Lo que podría parecer descuido del guionista en el superficial tratamiento de algunos de los personajes secundarios, intuyo que no es más que una firme declaración de intenciones: no importa el mundo de los que son ya adultos. Sólo interesa el desasosegante transcurrir emocional de dos niños hacia la “madurez”: uno vivo, la otra muerta en vida. Ignoramos qué parte de culpa tiene el director y cuál el guionista, John Ajvide Lindqvist, porque parece ser que la obra literaria homónima, también de su autoría, dista de la cinematográfica en el desarrollo de caracteres de dichos secundarios. ¿Qué importa cuando el producto final es tan perfecto?
En las aclamadas películas que hoy pueblan las salas de cine, se dedican los espectros de la noche a vampirizar la trama y el buen gusto, en favor de espectáculos de romanticismo de segunda clase y chorros de epatante plasma desparramados a ritmo de videoclip. En Déjame entrar el vampiro sufre como todos lo hacemos, acurrucado en el silencio y mostrando su dolor mediante actos desesperados que, poco a poco, van succionando la inocencia, todo lo que cuando niños poseemos, hasta alcanzar ese culmen inconsciente en que, como cualquier adulto, Oskar ha pasado ya a sentir la atracción de la malévolo, la violencia del amor (o el amor a la violencia) que no se puede controlar. La fascinación por el abismo.
No se precisa aquí de vertiginosos movimientos de cámara ni estruendosas músicas de fondo.
La fotografía, impecable en su planificación, mostrando encuadres de perfección cercana a lo pictórico, reinventa con maestría el gusto por el detalle y la pausa, utiliza a su antojo la escueta paleta cromática que los fríos paisajes nevados del film puedan ofrecer para hacernos partícipes de la soledad y la carencia afectiva de los personajes.
La música, magistralmente tamizados sus sonidos clásicos por frías incursiones de sintetizador que ahondan el absorbente clima de desamparo, se hace estruendo cuando desaparece y da paso al más turbador de los silencios, sólo roto por los diálogos breves y certeros que entablan la adolescente pareja de enamorados. Diálogos que evidencian que los protagonistas aún no saben qué es eso del amor, ni que éste sea sentimiento que se cimenta en la identificación con el otro, en la compañía y protección que pueda ofrecernos sin pedir nada a cambio más que un recíproco apoyo.
Inevitable hacer mención a la trepidante escena culminante de este proceso de abandono de la ingenuidad y pureza niña de que venimos hablando. La escena de la piscina. Una secuencia de extrema violencia tratada con una elegancia tal que definitivamente convierte el afecto entre ambos niños, en amor incondicional.
Un amor, sin duda, por encima del bien y del mal. Como el que sentirá todo aquel que decida asomarse a esta delicada gema cinematográfica.
Un poético tratado cinematográfico de las convulsiones emocionales de la adolescencia, eso es Déjame entrar.
¿Una película de vampiros? También, no lo negaremos. Pero de vampiros que en verdad identificamos con los que habitan nuestras pesadillas de adulto, esos que comenzaron hace tiempo a alimentarse de nuestra inocencia niña.
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