#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Desde que Hollywood permitió entrar por la puerta grande a los profetas del escándalo fílmico, despachando sobre los espectadores grandes pedazos de carne más o menos sanguinolenta, y densas vaharadas de traumas y perversiones de todo tipo, el cine ha conseguido ciertamente situarse más cerca de la representación de la realidad que pretendió ser desde sus inicios.
A todos nos vendrán nombres y títulos a la cabeza, si de escándalo en las salas de cine hablamos. Pero no son muchos los que otorgan a Joseph Leo Mankiewicz, en este catálogo de provocaciones, el lugar que merece.
Fue el director norteamericano, en 1959, quien consiguió derrumbar varios vigorosos muros con De repente, el último verano. Entre ellos el de la moral hollywoodiense, basado en los más estrictos tratados de correcto comportamiento judeocristiano.
Ya se habían llevado a la gran pantalla, en anteriores ocasiones, otras obras teatrales de Tenesse Williams, pero ninguna que contuviese tamaño tropel de transgresiones.
Hollywood se había cuidado mucho hasta entonces de devorar a sus retoños, los grandes directores de la época, conteniendo su creatividad dentro de los estrictos límites de la moral por aquellos tiempos establecida. Pero, como en una mala película de terror, los hijos del caníbal que todo lo devoraba acabaron engulliendo a su progenitor, y Hollywood nunca volvería a ser lo mismo.
Mankiewicz fue uno de estos hijos legítimos pero no deseados. El renombrado cineasta dirigió con pulso firme una joya cinematografica de indudable calibre que, dado lo delicado de su entramado, cualquier otro podría haber convertido en un recolector de desechos y aspavientos.
Sin un ápice de temblor o duda instauró la “forma” que nos indica ya el rumbo que tomarían las producciones cinematográficas en la década siguiente. Con absoluta carencia de duda o titubeo dió vida al “fondo” que nos internaría, sin posibilidad de retorno, en abismos más profundos que los de las bondadosas comedias de situación y los lacrimógenos melodramas que hasta aquel momento eran el santo y seña de la gran industria cinematográfica. Hablamos, cómo no, de los abismos de la mente.
Y para hacerlo contó, el director estadounidense, con la inestimable ayuda del propio autor de la obra teatral que inspiró el filme, y de otro literato de gran talla, Gore Vidal que, dando rienda suelta a su querencia por la provocación, convierten el guión en un mecanismo de relojería que va marcando los tiempos a un ritmo que de manera implacable asfixia al espectador en un abismo de revelaciones, sospechas y evidencias que no deja títere con cabeza.
De repente, el último verano podría haberse convertido en una versión fílmica algo agreste, pero de bondadoso fondo, de el mito de “el buen salvaje”, tan arquetípicamente descrito por Jean-Jacques Rosseau en su tratado filosófico Emilio, o de la educación la obra homónima. Podría haber obviado incluso el explícito nudo gordiano de traumas y salvajes, desmesurados complejos que subyace en su trama, y haber pasado sin pena ni gloria por las salas de medio mundo. Pero el director se decidió por el órdago y nos trajo esta historia de desequilibrio mental, turismo sexual, psiquiatría salvaje, pederastia encubierta, dependencia psicológica, y una macabra sorpresa final con que consiguió poner en pie de guerra a gran parte de la crítica y público de la época.
Se convierte pues, Mankiewicz, en el hambriento vástago hollywoodiense dispuesto a disfrutar el banquete con las vísceras de su propio progenitor. Como queriendo representar en la pantalla la función de los grandes estudios a la hora de mantener a los espectadores ignorantes de la realidad mediante la representación en pantalla, una y otra vez, de la reaccionaria y añeja moral imperante, el director pone en escena la historia de una lucha sin cuartel: la pugna de un psiquiatra por desvelar la perversa realidad que ha hecho enloquecer a una joven, para evitar así la programada lobotomía que la dejará definitivamente ausente para la vida.
Al igual que el psiquiatra protagonista, el director y su equipo de guionistas de lujo no se detienen ante ninguno de los numerosos tabúes que se agazapan en los recónditos rincones de una historia de dependencia psico-sexual como la que se atreven a narrarnos, y llegan al fondo de todas las cuestiones desgarrando el esquema de narración clásica y diálogos elusivos, sólo por desvelar las verdaderos resortes de una mente desequilibrada y el carácter de condicionante de la rectitud moral del entorno.
Para dar vida a este guión de diálogos y sensaciones, contó el director con un trío de ases realmente inolvidable.
Grandiosa Katherine Hepburn en su desquiciado y culpable papel de madre protectora y enfermizamente enamorada de un hijo al que, con total seguridad, es consciente de haber abocado al más violento y despiadado de los finales.
Memorable Elizabeth Taylor en su milimetrado y (afortunadamente) poco histriónico papel de psicótica desequilibrada atormentada por un pasado al que su mente se resiste a poner el punto final que ya alcanzó hace tiempo.
Sobrio, dolorido, impecable Montgomery Clift en su economía gestual que, al decir de las malas lenguas, era sólo producto de la reciente operación de reconstrucción facial a que se había sometido tras un fatídico accidente. Lo dudo: el actor expresa en cada una de sus miradas los tormentos interiores de un psiquiatra que se debate entre aplicar la lobotomía que deje definitivamente imbécil a su paciente y obtener así una cuantiosa suma de dinero que le permita seguir adelante con su clínica, o ahondar en la terapia regresiva con el ánimo de alcanzar el origen puro de la enfermedad y perder así el dinero y quizás la celebridad que hasta el momento le han proporcionado sus operaciones quirúrgicas.
Y…cual titiritero ebrio, manejando los hilos que accionan los doloridos resortes emocionales de los personajes, la figura principal pero ausente durante la casi totalidad del metraje: Simon, ese supuesto poeta maldito cuyos excesos han arrojado a su prima al abismo de la demencia y su dolorida madre se esfuerza por mantener ocultos.
Simon ha muerto, y es su fallecimiento, rodeado de misterios e inconcrecciones, lo que se convierte en médula espinal de un film de dialógos, miradas, silencios, instantáneas faciales, monólogos, probatorios gestos, largas digresiones que lenta pero inexorablemente van internando al espectador en los abismos de la mente.
Un film duro, seco hasta extremos dolorosos, sin concesiones, sin medias tintas, hilvanado en frases como látigos que, sin duda, dejarán huella en todo espectador interesado en los vericuetos emocionales que rigen los designios de todo humano, aún cuando logran abocarle a la más abyecta autodestrucción.
Una experiencia cinematográfica que hará que nos replanteemos si realmente fue Saturno quien devoró a su hijo, y no al contrario, y si realmente es necesaria tanta hemoglobina y ansia por epatar como reinan en la actualidad en las salas de medio mundo para exponer ante el público las más mugrientas vísceras de la condición humana.
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