#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Quien haya tenido un contacto, por mínimo que sea, con el ambivalente mundo de las sustancias alteradoras de conciencia, bien sabe de lo fácil que es acomodarse en su sedoso abrazo de miel y cal viva, abandonarse a sus incendiarios murmullos y olvidar el mundo circundante que, por desgracia, de tan real es lóbrego y sucio, asfixiante en ocasiones.
Dudo que estuviese pensando el director Alan Parker en construir un alegato salvífico tendente a conseguir que miles de jóvenes adinerados o al menos con posibles para proporcionarse un buen “colocón” abandonaran la tremebunda adicción a las drogas. Quiero pensar que pensaba, el director británico en otro tipo de droga que, más que alterar la conciencia humana la sitúa más cerca del animal que nunca ha dejado de ser.
En realidad, el altisonante realizador ha debido pensar en demasiadas variedades de desequilibrios a lo largo de su historia, si hacemos caso de sus postulados fílmicos, pero hablo en este caso de los impulsos íntimos que le hicieron abrazar, allá por 1978 la historia en narrada en primera persona por Billy Hayes, un joven estadounidense que decidió jugar a la ruleta rusa como todos los que hasta entonces lo hicieran: con total y absoluta fe en su condición de ganador.
Tuvo la funesta y adolescente idea, el citado jovenzuelo, de intentar burlar a las autoridades turcas para desplazar hasta su país una considerable cantidad de hachís, con el propósito de venderla a sus conciudadanos y sacar unos pingues beneficios. Y, como era de esperar (al menos así debe ser, si queremos historia y película), la jugada le salió trágicamente mal.
Apenas hay respiro en este iniciático viaje a los más desquiciantes recovecos del infierno, no de las drogas, sino de la salvaje condición humana. Las escenas iniciales parecen indicarnos que estamos ante una suerte de road movie, pero pronto desaparecen los escenarios al aire libre que nos podrían mantener en el engaño, dejando un sucio rastro de despojos humanos que sí, cierto, hablan del aprendizaje mediante las vivencias del personaje. Pero es el aprendizaje de la decepción, y las vivencias del protagonista suceden sin solución de continuidad en un bizarro descenso a los infiernos más propio del Dante que de tantos autores que han recorrido la geografía estadounidense a lomos de viejo Chevrolet, un suponer, para mostrarnos un entretenido puñado de aventuras indudablemente enriquecedoras en lo humano (¿no es eso, acaso, lo que solemos calificar de road movie?).
Y es aquí donde Parker desvela con claridad sus intenciones más íntimas. No ha puesto en pie el desolador y asfixiante metraje de El expreso de medianoche, para mostrarnos los desalentadores suplicios a que la droga pueda conducir al ser humano. La cinta se sostiene sobre los excesos a que conduce la deshumanización de una autoridad mal ejercida, buceando incluso en los pormenores psicológicos que pueden acaecer a todo un sistema estatal, en este caso el penitenciario, sólo por mantener ese orden que supuestamente debe ser el establecido.
Con un brutal efectismo que podría conducir al espectador a una maloliente salpicadura de clichés de ese subgenéro fílmico que es el drama carcelario, logra la película introducirnos en los lóbregos pasillos, más bien catacumbas, de una cárcel turca de los años 70 del pasado siglo. Tensando hasta lo imposible la cuerda de las emociones humanas, consigue que la atmósfera se vuelva irrespirable, que las paredes a nuestro alrededor suden y que nuestros sentidos busquen en cada mínimo haz de luz un foco de esperanza.
Sí, nos hallamos ante un producto en cierto modo manipulador y mentiroso. Pero cómo desearíamos que todos los manipuladores que por la Historia del Séptimo Arte han caminado nos convenciesen de tal manera con sus sucias artimañas.
La manipulación, como digo, es más que evidente en muchos aspectos.
El joven Hayes ingresa en prisión por tráfico de drogas, a causa de esos dos kilos de hachís con que pretendía lucrarse en su país natal. Y a partir de ahí, todo es posible: violencia física, abusos sexuales, alegatos rechazados, pena de confinamiento de por vida, sometimiento psicológico, lento e inexorable camino hacia la locura sólo evitable por las desesperadas ansias del recluso por reconquistar la libertad con ayuda de los diplomáticos esfuerzos legales de la nación del joven, los Estados Unidos (justamente los menos indicado para convertirse en adalid de la justicia carcelaria), con angustiosa parada en esa Sección 13 en que aquellos que, producto de su brutal confinamiento, dijeron adiós hace largo tiempo a su cordura.
Pero, con un ritmo demoledor apoyado en el poderoso guión de un joven (por aquél entonces) Oliver Stone, asiste el espectador al siempre gratuito espectáculo de la violencia y logra, por instantes, obviar el insoportable sufrimiento del protagonista en provecho de ejecutar un sórdido pero profundo análisis de los resortes que mueven la crueldad humana y que empujan al estamento penitenciario turco en general y los ejecutores de sus inhumanas órdenes en particular a travestirse en libertinos protagonistas de una cualquiera de las obras del Marqués de Sade.
Cierto, debemos evitar reparar en el exacerbado patriotismo norteamericano de la cinta, así como en su demonización de un régimen concreto, el turco, para poder extraer de esta ciénaga demoledora las piedras preciosas que oculta: una fotografía sucia y negrísima en que los escasos haces de luz iluminan desencajados rasgos de pura desesperación y sólo nos recuerdan que ahí afuera, muy lejos, late aún la libertad; un guión milimétrico que nos conduce a los más profundo del infierno haciendo intensas e insoportables paradas en cada uno de los corredores oscuros que lo circundan; una puesta en escena colosal en su sombría plasticidad apuntalada con el sudor y las cicatrices supurantes de unos actores en estado de gracia (mención aparte merecen no sólo la titánica actuación del malogrado Brad Davis, sino también la inconmensurable representación de la soledad desquiciada de un John Hurt cuya actuación difícilmente podrá olvidar el espectador).
Son sólo algunas de las virtudes de este drama carcelario que, más que eso, es desesperante catálogo de las tropelías y aberraciones a que un exceso de autoridad mal entendida puede conducir al ser humano.
Que las drogas pueden resultar nocivas es obvio. Que el pretender hacer uso de ellas en países donde el respeto a las libertades individuales aún es dudoso puede conllevar desgraciadas consecuencias es máxima que no olvida ningún viajero avezado. Pero quizás en ocasiones olvidamos que la más poderosa y demoledora droga habita en cada uno de los que, pretendiéndose humanos, deciden sacar a pasear al animal que llevan dentro.
Bien parece haber aprendido la lección Alan Parker. Así nos lo muestra en esta montaña rusa de degradaciones y violencias ejercidas en el entorno carcelario contra un joven poco despierto, sí, pero al fin y al cabo nunca merecedor de tan soberbio y cruel purgatorio.
Cierto que nació la Justicia para corregir conductas humanas lesivas para el prójimo y con el fin último de reintegrar a la normalidad ciudadana a quien decidió cometerlas, pero parecen olvidarlo numerosos gobiernos y los más estrictos de sus esbirros, incluido el estadounidense, que tan bien parado sale de este doloroso viaje en el Expreso de Medianoche, y a cuyas tropelías en Guantánamo, por ejemplo, ya han prestado atención de manera memorable otros cineastas, afortunadamente.
Sí, debemos dar gracias todavía a que determinados largometrajes sigan combatiendo los desmanes del poder. También los de la droga. Así lo hizo Parker en esta película, y a más de uno (entre ellos el Gobierno Turco) enseñó a iniciar proceso de desintoxicación para definitivamente alejar de su sistema penitenciario esa denigrante e intoxicante sustancia que la autoridad supone para no pocos uniformados funcionarios y demasiados de entre quienes les dictan la normativa a cumplir para correctamente ejecutar (nunca mejor dicho) su trabajo.
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Con lo que juega profundamente Alan Parker es con la conciencia del espectador, en la conducta hay equívoco pero no maldad, para Billy parece no ser más que una chiquillada.
Como un niño que roba por diversión, sin necesidad, sin maldad.
Es un inconsciente pero no tiene un corazón negro como la negra noche, se merece un castigo, algo parecido a una reprimenda y en cambio vamos viendo el descenso a los infiernos de un alma que no contaba con la moneda de Caronte, porque todavía no había llegado la hora de rendir cuentas.
Y sufre sin misericordia ante la barbarie de la tortura.
Es verdad que Parker manipula, pero que sería del cine y de la vida si nos sometiéramos al yugo de lo políticamente correcto.
Estoy contigo, es un gran film y si es cierto, muchas películas han servido como denuncia de los excesos, de todos los excesos, de una sociedad en un momento determinado. Esos excesos de las autoridades las vemos con demasiada frecuencia. Brindo por tu enfoque