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#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal

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Fue a todo lo largo y ancho del siglo XX que determinados estudiosos de la psique decidieron llevar a su campo de estudios lo que dio en llamarse terapia de choque. Dicho tratamiento se empleaba a fondo en proporcionar de manera deliberada pero artificial sucesivos estados de shock fisiológico a sus pacientes, en la creencia que la repetición salvaje de sensaciones crearían en el infortunado enfermo una mejora de su desequilibrio psiquíco. Por resumir y ejemplificar: si un paciente sufre de claustrofobia se le encierra en espacios sucesivamente más pequeños. Se supone que, al salir de nuevo a la calle, habrá perdido el temor a verse encerrado en un ascensor, por ejemplo.

A día de hoy la terapia de choque sólo se continúa aplicando para recuperar estados agudos de depresión, vía electroshocks, y la comunidad científica no se pone de acuerdo en si la recuperación de los pacientes es definitiva. Lo mismo debió pensar Michael Haneke cuando decidió dar vida a la que por muchos es considerada la película más salvaje de todos los tiempos. Bien es cierto que la citada terapia parece ser la preferida del director austríaco a la hora de afrontar cada una de sus nuevas películas.

En el caso que nos ocupa la terapia es especialmente exigente. Funny Games llegó a las pantallas europeas en 1997, para sacudir a los espectadores con un violento electroshock moral, y regresaría 10 años después, remozada por el propio director con la intención de conseguir lo propio entre el público estadounidense. Aquí remitiremos únicamente a la versión original y primigenia, a pesar de que en la posterior recuperase el director, plano por plano, frase por frase, todo el proyecto inicial. Quizás la celebridad de las estrellas hollywoodienses de la segunda versión resten credibilidad y crudeza al conjunto.

No se hace de rogar mucho el director germano-austríaco para advertirnos de lo que nos espera si seguimos sentados frente a la pantalla. En la escena inicial, un vehículo recorre un bucólico sendero rodeado de floresta. En el interior del coche familiar, el matrimonio pone a prueba sus aptitudes musicales intentando averiguar quién compuso los diversos movimientos de música clásica que se suceden en el apartato de alta fidelidad del automóvil. En el asiento trasero, su pequeño hijo les mira con adulación y jolgorio. De repente, sin advertencia alguna, la imagen se congela, aparece sobre ella el título de la película en letras rojo sangre, e irrumpe el atronador berrido de un conjunto “musical” que imagino heredero del Death Metal sueco, o en ese plan. Una música salvaje, violenta, desquiciada. Primera advertencia, primer electroshock. Es en este momento donde debemos decidir si continuar sentados frente a la pantalla. Lo más sano, quizás, sería emprender la huida. Pero permanecemos.

cine-funnygames-revista-achtung-2Descubrimos al poco que la familia se desplaza a su residencia vacacional, a orillas de un esplendoroso lago, para disfrutar de unos días de asueto. Llegando al cercado de su casita de madera entablan breve conversación con los vecinos, a quienes acompañan dos jóvenes impolutamente vestidos con ropa deportiva blanca. Una vez en casa, uno de los chicos aparecerá con el vecino (“tío Fred”), y mantendrán otra breve conversación con el hombre, tras la que el hijo de la familia acertará a murmurar “¿qué le pasa al tío Fred?”. Segunda advertencia. Algo huele mal. Decidimos continuar sentados.

La mujer, ya en el interior de su cocina, verá interrumpida su conversación telefónica con una amiga ante la irrupción en casa del segundo de los chicos que acompañaban a los vecinos. Viene a pedir huevos para la comida pero, al intentar llevarlos entre las manos, éstos caen al suelo y, al intentar ayudar a la mujer a recomponer el desaguisado, el joven empuja, como distraídamente, el teléfono móvil al fondo de la pila, rebosante ésta de agua. Tercera advertencia. Definitivamente, esto no es funny, no es divertido. O nos vamos o nos quedaremos hasta el final, a pesar de que lo intuímos poco gratificante.

Estaría de más ir desvelando a quien no haya podido someterse al tratamiento de choque que supone Funny Games, la escalada de violencia extrema que acometen cada uno de sus minutos de metraje. Quedémonos sólo con las advertencias, con las descargas eléctricas que Haneke va propiciando a nuestro mutilado sistema neuronal de espectador medio. Al menos con una de ellas, cuando uno de los “juguetones” jovenzuelos mira directamente a cámara para interpelar al público qué es lo que espera ver. He ahí la clave. Ante nosotros la explicación de tanta y tan gratuita violencia.

Gran y tedioso número de horas han desgastado diversos cineastas para plasmar el miedo a lo extraño, a la violencia ajena ejercida por humanos como nosotros. Mucho se ha jugado con la idea del secuestro violento. Demasiadas veces se ha decidido convertir el drama de una familia expuesta a las barbaridades de un enejenado en uno de esos thrillers en los que la única emoción, si cabe, la provoca el hecho de saber de qué estrambótica manera podrán escapar los secuestrados de las garras del secuestrador. Juego de niños. Aquí hablamos de otra cosa. Esto no es un thriller y no, no es divertido. Creemos, de hecho, que lo único que pretende Haneke es denunciar esa cotidiana conversión en espectáculo de la violencia más gratuita.

Obscena, salvaje, y adjetivos en la misma línea emplearon los críticos para catalogar este artefacto cinematográfico. Pero algo les incitó a no pestañear, a no despegar la mirada de la pantalla durante los insoportables 108 minutos que utiliza el director para hablarnos de lo a la baja que cotiza el sufrimiento humano, de lo fácil que asimilamos la muerte en pantalla, de lo superfluo que nos resulta el desfile de asesinatos, violaciones, cataclismos o, en otra línea, confesiones en antena de infidelidades, insultos entre contertulios, descarada apología del odio y el rechazo al extraño, al extranjero, al diferente.

Hay quien aún no lo entiende pero Funny Games está cruelmente trufada de alusiones a la sociedad de consumo actual. Una sociedad en que lo que importa es consumir sin importar lo que deglutimos, aunque se trate de la más absoluta violencia. “Hay que deleitar al público”, “las películas no terminan así”, “todos quieren un final más creíble”, etc. ad nauseam. Hasta llegan a hacer mofa los asesinos de los obscenos programas televisivos de confesiones, al jugar con nuestros nervios y los de la familia sacrificada, aludiendo al desarraigo familiar, las drogas o la homosexualidad para explicar su salvajismo. Ellos mismos lo aclaran. Ninguna de estas razones existen, la causa última es el aburrimiento.

No diremos que Funny Games es poco apta para estómagos sensibles. Esos mismos estómagos que digieren a diario la sucia ración de feroz miedo y crueldad demente que escupen los televisores. Sólo creo que Michael Haneke defiende, aún, como solución al individualismo salvaje la terapia de choque del electroshock. Sí, duele; pero quizás salve algún día nuestra psique.

@pablo_cerezal

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