#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Allá por los oscuros años del medioevo europeo, circulaba de boca en boca un sobrecogedor relato de nombre Caperucita Roja en que una dulce niña era acosada por un feroz lobo que, con burdas artimañas conseguiría que la chiquilla compartiese lecho con él para, después, ser devorada. Ya cercano el siglo XVII, el francés Charles Perrault decidió dulcificar el cuento, restándole detalles escabrosos como la orgía de carne y sangre a que el lobo se entrega con Caperucita entre sus brazos, haciendo hincapié en la advertencia a los menores sobre el peligro de frecuentar la compañía de adultos. Por último los hermanos Grimm, ya en el siglo XIX, decidieron dar una vuelta de tuerca a la truculenta historia convirtiendo a Caperucita en una heroína que, con infantiles pero infalibles armas (y con la ayuda inestimable de un leñador) consigue vencer al lobo y salir con vida de la terrible peripecia.
Ignoro que versión del cuento tendría más en mente el equipo formado por el guionista y el director de Hard Candy, pero es evidente, desde la propia estética de la película, que Caperucita y el Lobo se dan cita en esta cinta para copiar, desbaratar y reinterpretar la inmemorial fábula.
Años habían transcurrido desde que el cine nos regalase por última vez una auténtica batalla campal entre dos únicos actores tan perfecta, tan grandiosa, tan creíble, tan entretenida. Sí, quizás desde que el maestro Mankiewicz dirigiese a Laurence Olivier y Michael Caine en La huella, esa joya inquebrantable al paso del tiempo, allá por 1972.
Antes de enfrentarnos a Hard Candy, debemos olvidar el resto de películas perpetradas posteriormente por su director, David Slade, o correríamos el riesgo de evitarnos el visionado de este cruel y perfectamente engranado artefacto psicológico y cinematográfico. Y deberíamos olvidar también cualquier intención de conocer la trama, argumento, desarrollo, referencias del filme. Debería bastarnos con saber que Hard Candy es una expresión utilizada en inglés para designar a jovencitas cuyas procaces actitudes subidas de tono las convierte en premeditadas adultas, y que en la película homónima que nos ocupa una joven adolescente de 14 años, Hayley, contacta con un maduro fotógrafo que supera la treintena, Jeff. O bien que Jeff contacta con Hayley. O que ambos toman conocimiento de la existencia del otro y deciden que esta confluya unida en un momento determinado de sus vidas.
Crudo planteamiento, pues, para los tiempos que corren: un educado y atractivo hombre maduro queda en una cafetería con una perspicaz y no por su minoría de edad menos atractiva (al menos para el protagonista) niña. Pedofilia. El procaz medio ambiente que ha propiciado la germinación de tan peligrosa relación es el que a tantos padres tiene desvelados a día de hoy: internet. A partir de ahí todo es posible.
Hard Candy se convierte desde el primer minuto en una minuciosa pieza de orfebrería psicológica en la que pasamos de la peligrosa superficialidad de las apariencias, a los más oscuros abismos del crimen y el castigo, deslizándonos sin darnos cuenta en un turbador thriller que no precisa de efectismos gratuitos ni truculencias de segunda división para situar al límite de lo permitido nuestros nervios de espectador taimado.
Lo que puede dar inicio en la mente del espectador a un grado importante de satisfacción, al creer hallarse frente a una de esas heroínas cinematográficas luchadoras y justicieras, y al calvario sufrido por su repugnante perseguidor, se convierte según transcurren los minutos en un laberinto de espejos deformantes, en que las nociones de culpa, castigo, justicia, bondad (entre otras), se achatan o se agrandan tomando dimensiones inesperadas. La película comienza entonces a resultar incómoda. Cierto, es muy difícil enfrentar la violencia fílmica cuando esta se sale del cómodo recorrido propio de un blockbuster que gira en torno a la venganza. Al sabernos frente a la violencia verdadera y cruel, la que no admite medias tintas, todo cambia. Ya no es tan divertido, ya no estamos tan seguros de que “el malo” merezca tal castigo.
Y como todopoderosos anfitriones de este banquete moral e interpretativo tenemos a dos actores en estado de gracia.
Inolvidables las manos amoratadas de Patrick Wilson, como representación fisiológica evidente del insoportable dolor que su rostro sabe trasmitir, de manera tal que tenemos miedo de mirarle a los ojos. No hubo maquillaje en tal escena.
Desconcertante la desconcertada mirada de una adolescente Ellen Page, alarmada ante la posibilidad de ser sorprendida por la curiosa vecina que al punto está de dar al traste con sus malévolos planes. Sus balbuceos nacen de las entrañas.
Son sólo dos lapsos temporales de las grandiosas interpretaciones de ambos, pero revestidos de la importancia que les da el hecho de que muestren, desordenando definitivamente el rompecabezas perfecto de la moralidad establecida, que estamos, también, ante un hombre asustado y devorado por el sentimiento de culpa y una niña perpleja, sorprendida de su propia perversidad. Inquieta comprobar que Caperucita se puede disfrazar de Lobo Feroz.
Ignorábamos la versión del famoso cuento que tendrían en mente director y guionista aunque podemos deducir que no desecharon ninguna de las posibles interpretaciones de tan popular fábula y consiguieron poner en pie una obra que muestra, con maestría y pulso firme, toda la envergadura moral que la misma pudiera contener.
¿Caperucita y el Lobo? Pueda ser.
¿La Lobay Caperucito? Por qué no.
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