#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Mucho hemos visto sufrir en la gran pantalla al soberbio actor inglés Jeremy Irons. Hemos podido observar su rostro torturado por el pánico, por partida doble, en Inseparables. Nos hemos asomado a la locura en el borde agrietado de sus pupilas en Madame Butterfly. Hemos paladeado la rabia contenida de sus movimientos en La Misión. Podríamos continuar la enumeración. El excelente intérprete se ha especializado, a lo largo de su carrera, en papeles de personajes sufrientes que llevan cosidos a puñaladas, en su rostro, las diferentes fases del dolor.
Pero nunca la economía gestual, al borde de la bancarrota, de su rostro ampuloso había transmitido tanta angustia como en Herida, esa hiriente radiografía de los abismos del amor que dirigió el gran Louis Malle, en 1992, y en la que Jeremy Irons emprende su particular ascenso al Gólgota de la pasión amorosa. Y es la cámara tenaz del director francés la que nos sumerge, implacable y cruel, en los delicados y sombríos rasgos de la angustia tatuados en el rostro sufriente de Irons.
Numerosas críticas ensuciaron, tras su estreno, la veracidad con que Herida había llevado a la pantalla algunas de las más magistrales escenas eróticas dela historia del cine. Escenas que no pocos calificaron de pornográficas, e incluso apologéticas del sadomasoquismo. Pero los diferentes encuentros sexuales en los que el filme nos acomoda, como espectadores de primera, no son más que la prueba definitiva del amor total cuando es llevado hasta sus últimas consecuencias. Continuando con el paralelismo apuntado antes conla pasión cristiana, esas escenas no son más que la prueba definitiva de que el calvario se inicia cuando el deseo ciega a aquellos en cuya alma decide tomar aposento.
En Herida asistimos al implacable proceso de derrumbe de toda una vida, la de Jeremy Irons, que interpreta en el el film a un acomodado político insensiblemente instalado en los mullidos cojines de la corrección y la asepsia sentimental. El personaje, recto y frío padre de familia, ve cómo su vida comienza a tambalearse cuando su propio hijo le presenta a su nueva compañera sentimental, encarnada en el filme por una inconmensurable Juliette Binoche que desde su aparición en escena se erige como LA MUJER, así, en mayúsculas.
Desde el momento inicial, desde el preliminar contacto visual entre estas dos personas, toma el espectador consciencia de hallarse frente al inicio de una pasión amorosa que no podrá traer, a sus protagonistas y quienes les rodean, más que destrucción inevitable, odio arrebatado, lacerante dolor. Irons y Binoche sólo necesitan cruzar una mirada, en una magistral escena, para delinear el sendero de angustia por el que comenzarán a caminar de inmediato.
No precisa Malle juegos subjetivos de la cámara ni artificiosos golpes de efecto narrativos para predisponernos al drama. Con una sucesión de sobrios planos ejecutados siempre al servicio del gran trabajo actoral de los protagonistas, comenzamos a caminar, de su mano, hacia un desenlace que, adivinamos, sólo puede finalizar con la expresión máxima del dolor: la muerte. Se ha producido, ante nuestra mirada, el encuentro fatídico entre un animal herido (la Anna interpretada por Binoche) y otro que pronto pasará también a estarlo (el Stephen interpretado por Irons) y ya al poco, cuando estos dos animales han dado inicio a sus arrebatados encontronazos sexuales, se nos advierte: “una persona herida es peligrosa, porque sabe que puede sobrevivir”. Así es y así lo demuestra, con su antológica interpretación, Juliette Binoche. Ella está herida y puede apostar a una sola carta sin temor alguno. Sabe que, gane o pierda, siempre quedará a salvo. No así el torturado personaje de Stephen que, aún consciente de que esa carta está de antemano marcada, decide apostar a ella su vida entera.
Con un guión conciso, casi glacial en su frialdad, y una puesta en escena milimétrica en su austeridad, el director se permite poner en duda los valores convencionales de una sociedad que no afronta los más elementales de los sentimientos, y nos lleva de la mano a la sala fría en que estos se liberan de sus ataduras: la habitación de Anna. Es este el habitáculo en que tiene lugar el primero de los tórridos encuentros sexuales entre ella y el que es padre de su actual pareja, el desdichado Stephen. Encuentros de lubricidad expresa, de contenida violencia, en que sentimos reflejada la verdadera naturaleza del amor, el incontenible deseo sexual que nos llevaría, de ser verdaderamente libres, a devorar a la persona amada para evitar que esta nos devore a nosotros. Pero no llega a culminarse la anticipada destrucción del amante, todavía, y la cámara de Malle se acerca a los cuerpos desnudos de sus protagonistas para desvelarnos, como si de una danza macábra se tratase, la cruel coreografía del acto sexual más extremo, aquel en que los enamorados pretenden más que gozar perder la vida.
En pocas ocasiones ha retratado el cine, sin ambages ni falsos erotismos de revista para adultos, de manera tan cruda y soberbia, el desarreglo total de los sentidos que se produce cuando dos cuerpos se enfrentan uno al otro en la intimidad del deseo, y escenas como ésa en que los dos amantes, vigorosamente acoplados uno al otro, se sustraen mutuamente el sentido de la vista para mejor sentir la incandescencia de la carne, quedarán ya por siempre en la memoria de quien decida asomarse a la vehemente odisea de frenética lujuria que la película nos propone.
Inolvidable y vigoroso drama esta Herida que, utilizando los medios narrativos más clasicistas y ajenos a la estridencia, edifica un preciso tratado de la pasión y muerte a que conduce, de seguro, el deseo llevado hasta sus últimas consecuencias.
Finaliza el filme con un memorable epílogo en que, al igual que Cristo crucificado clama a los cielos “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, el martirizado Stephen susurra al espectador, resumiendo toda la peripecia de su drama, “Ella no era distinta de los demás”.
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