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#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal

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Cantaba un joven Loquillo, en algo que más que canción parecía declaración de principios, aquello de “siempre quise ir a L.A.”. Imagino que al final lo consiguió.

Yo aún no he conseguido (ni tan siquiera lo he intentado) ir a N.Y. Pero, como muchos, tal vez demasiados, siempre quise. El problema surge al valorar como uno de los motivos principales para el supuesto viaje, el ansia por devorar la carne fresca de la Gran Manzana, cual gusano inquieto, en busca de su corazón.

Y, como todo cinéfilo mitómano bien sabe, uno de los mútliples corazones de la ciudad estadounidense es el Edificio Dakota, a cuyas puertas fue asesinado John Lennon y en cuyo interior rubricó Roman Polanski lo que, a la par que en una de las míticas joyas que anticipaba aquella época dorada del séptimo arte que fueron los ’70, se convertiría también en el Certificado de Malditismo del director polaco. Hablamos, por supuesto, de La Semilla del Diablo.

Mucho y desde muy diversas perspectivas han elucubrado numerosos cineastas con la existencia real entre los hombres de El Ángel Caído. En excesivas ocasiones se ha torturado a los espectadores con estrambóticas o anodinas teorías fílmicas sobre el reinado entre los vivos de El Príncipe de las Tinieblas. También con celo y buen hacer, en contadas ocasiones. Pero nadie tuvo la clarividencia cinematográfica de la que hizo gala Polanski al dar a luz tan desasosegante pesadilla visual. Una lucidez, la del laureado realizador, que le permitió tallar en escalofrío la columna vertebral del espectador y crear un mito eterno.

Efectivamente, es La Semila del Diablo mitificación del cine de horror. Pero también se convirtió, con el paso del tiempo, en mitificación de esos consejos que gustaban de emplear nuestros abuelos, del tipo “con la muerte no se bromea”.

Posiblemente sean más los que conocen, con exactitud o revestidos de bruma de leyenda urbana, los percances sufridos por los implicados en el rodaje (pública acta de divorcio de Frank Sinatra entregada a Mia Farrow, por entonces esposa de aquél, en pleno rodaje…brutal asesinato a manos de la Familia Manson de Sharon Tate, la esposa de Polanski, cuando portaba en su interior la semilla aún nonata del director…extensión de la popularidad de un tan oscuro personaje como el autoproclamado “Papa Oscuro”, Anton Lavey, tras extenderse el bulo de su participación en el papel del mismo Diablo en la película…etc) que los que realmente se hallan dado el gustazo de paladear su denso y asfixiante metraje.

Pero a pesar de la extensa colección de pesadillas que propició la grabación del filme, la pesadilla real habita, agazapada, en el celuloide en que se impregnó para siempre, y gracias al cual el espectador asiste, absorto e incómodo, al pausado proceso de embarazo de la protagonista, Rosemary, al inminente milagro de la vida, infartado en esta ocasión por el cruel presagio de la más irremediable de las destrucciones.

Es por ello que, pensamos, el mito real habita en el filme. En la grotesca utilización del gran angular, en la obsesiva repetición de esos silencios demoledores, en el desencajado rostro de una agonizante Mia Farrow en plena batalla contra los fantasmas de lo venidero, en la premeditada dislocación de los ángulos de enfoque, en la escalofriante puerilidad de una banda sonora al borde del desastre, en la granguiñolesca galería de personajes, en la factoría de pesadillas, en fin, que es y será por siempre La Semilla del Diablo.

Si la llegada del Reino de las Tinieblas ha de suceder como muestra Polanski, de seguro cualquier espectador cometería homicidio con tal de no estar en la piel de la atribulada madre de La Criatura. O tal vez no. Porque, al fin y al cabo, una madre es una madre, y jamás podrá dejar de amar al ser que ha alimentado y crecido en sus entrañas. ¿Recuerda el espectador tan sublime interpretación de amor maternal como con la que Mia Farrow nos deleita, en algún otro filme?

Respecto al Edificio Dakota y el mito en que devino en los años posteriores al estreno de esta maravilla de que venimos hablando, únicamente recordar que sólo se utilizó para las tomas exteriores debido al rechazo que produjo al director polaco la iluminación del interior del mismo. Sí, cierto que el susodicho bloque de viviendas era famoso antes del rodaje, pero lo era justamente por la gran nómina de actores y famosetes de la farándula que en él habían habitado años antes, sin haberse registrado incidente alguno.

Podemos, pues, afirmar que no es preciso inspeccionar el famoso edificio en busca de la maléfica simiente, y que no necesitamos, por tanto, visitar N.Y. Basta con esperar a que llegue el invierno, apagar todas las luces de casa, asegurarnos de que nadie nos hace compañía ni vendrá a perturbarnos, y disfrutar una vez más del proceso de gestación y nacimiento de Belcebú visionando la Semilla del Diablo.

 Porque es en su infame metraje donde reside realmente la semilla del mito.

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