#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Venimos hoy a este rincón que tan habitualmente se encusia de visceralidad cruda y violencia más o menos gratuita, para admirar la sutil grandeza de dos películas románticas (sí, no salgan corriendo al leer la palabra) que por separado son pequeñas joyas, y concatenadas en su visionado amplifican el efecto melancólico que, de seguro, provocarán a cualquier espectador medianamente sensible.
Como las enfermedades que producen las industrias farmaceúticas, en sus laboratorios, para posteriormente endilgarnos la medicina que las elimine de nuestro organismo, Richard Linklater ha creado con este delicioso díptico cinematográfico, la enfermedad perfecta, atreviéndose asimismo a proveernos él mismo de los posibles remedios. Y digo posibles porque el romanticismo que destila su obra puede considerarse de difícil cura.
Fue en 1995, antes de que los mercados convirtiesen el término “independiente” en mera etiqueta esnobista, cuando llego a las pantallas una película de apariencia sencilla pero jugoso fondo, de nombre Antes del Amanecer.
Chico conoce chica durante viaje en tren que les conduce a destinos opuestos. Si a alguien le atemoriza esta premisa le recomiendo que borre de su imaginario toda referencia cinematográfica responsable de tal (comprensible) miedo.
Filme de factura impecable en el que, además, como primordial valor, encontramos el guión del propio Linklater: una verdadera delicia. Escuchar a los dos protagonistas hablando sin cesar durante prácticamente todo el metraje de la película, lo que para muchos podría resultar tedioso, es quizás el gran valor de la cinta: largas conversaciones atropelladas en que aflora la necesidad de expresarse que sucede a toda conexión amorosa, la avaricia de las palabras del otro, la loca gana de penetrar cual violento ratero en cada uno de sus sentimientos y pensamientos antes de … el amanecer.
Porque el amor aquí no es una excusa para mostrarnos los desvaríos adolescentes de dos descerebrados obsesionados con el sexo, si no la dúctil argamasa con la que se dan forma a los más bellos de los sueños. Todos soñamos con ese momento perfecto e imperecedero en que comprendemos que la vida sí merece la pena.
Película romántica, pues, pero no vacua. Quedamos prendados desde el primer momento de las reflexiones y actitudes vida de los dos personajes, Celine y Jesse, magistralmente interpretados por dos actores que no lo parecen y que llegamos a pensar si no estarán simplemente interpretando la realidad de sus sentimientos.
Y sí, ¿cómo no?, brota a borbotones, a menudo, de sus gargantas, la pura adolescencia, esa en la que se ve inmerso toda persona madura que comprende haber conocido ese amor inmortal que, por desgracia, viene con la fecha de caducidad impresa.
¿Quién fue el responsable de imprimir tal fecha a tan delicioso envoltorio? El director. Sólo él es responsable de haber creado la enfermedad y de plantear el fin del romance como posible solución para que los enamorados no pierdan la cordura ni la sensación de eternidad que ese amor fugaz pero inmortal les ha inoculado.
Vemos a Celine y Jesse paseando por las calles de Viena, les escuchamos, y hay momentos en que querríamos gritarles que se están equivocando … otros en que desearíamos ser, indistintamente, cualquiera de ellos dos. Conocemos a cada uno de idéntica manera que ellos lo están haciendo, vamos desentrañando sus miradas, sus pocos silencios, los intersticios viscerales de sus palabras, y nos resulta familiar o deseamos que nos resultase. Los empedrados soñolientos de tan romántica ciudad parecen haberse inaugurado para observar el descuidado paseo de estos dos enamorados a los que comprendemos tan bien, y los curiosos personajes que se cruzan en su camino son los mismos a quienes hemos conocido, en algún momento de nuestras vidas, haciéndonos dudar de la ciencia y abrazar de inmediato la magia.
Se cuenta que fueron los propios actores, Ethan Hawke y Julie Delpy, quienes fueron pergeñando, junto al director, la segunda parte de este delicado díptico. Durante reuniones, charlas cibernéticas e inmersiones solitarias en los sentimientos de los personajes, fueron dando forma, con calma pero con firmeza, a la película que llegaría a las salas apenas diez años después, Antes del Atardecer, para retomar el hilo de las vidas de Celine y Jesse en tiempo real.
¿Segunda parte o continuación?. No importa. Profundo análisis de la evolución de los sentimientos que se niegan a evolucionar. Con eso basta.
Ha pasado el tiempo y la vida ha maleado a estos dos adolescentes que se niegan a dejar de serlo a pesar de que la vida les presione para ello. Así, enfrentan sus respectivas peripecias vitales desde ángulos muy distintos, quizás, a los que utilizaron para asimilar la primera mirada enamorada que decidieron cruzar.
Nuevamente comprendemos cada diálogo y lo sentimos reflejo de realidades propias, de manera que la enfermedad se renueva y la fiebre nos invade. Sí, Linklater vuelve a ofrecer la medicina, quizás menos amarga en este caso que en la película inicial, pero con el mismo batallón de contraindicaciones impreso en su prospecto.
Son en esta ocasión las calles de París las que contemplan los paseos de los dos protagonistas pero, lejos de su remunerada fama de ciudad romántica por excelencia, pasa a ser mero decorado de los sentimientos expresados o silenciados por la pareja.
Hubo quien declaró, en su momento, a la salida del cine, tras el visionado, lo maravillso que sería poder vivir un amor así. Lamento que no lo hayan ya vivido y se queden con la gana, pero no saben lo que se ahorran. Ya lo cantó Santiago Auserón al frente de los excelsos Radio Futura:
Si el amor es una enfermedad
que una vez contraída no se cura
y por mas que no quiera perdura
y se contagia con facilidad
Quizás por ello el director ha decidido crear la enfermedad en su laboratorio de celuloide y sentimiento, para ofrecernos la cura única del visionado repetitivo de ambas cintas. En su metraje se haya, de seguro, el remedio.
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