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Por Pablo Cerezal

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Si he de recordar al genial literato portugués Fernando Pessoa, no puedo dejar de acudir a la que considero su obra cumbre, El Libro del Desasosiego. Es en este artefacto literario donde podemos encontrar a cada uno de sus heterónimos y, sobresaliendo entre éstos pero hundido en sus propios sueños, al propio autor.

Convirtió el escritor portugués aquella obra en una especie de recetario de sensaciones demasiado cercanas, en su mayoría, a la desazón o la inquietud nefasta. De ahí el título, por algo nació el literato en la tierra del fado.

El caso es que cada vez que revisitó Mulholland Drive, esa maravilla del séptimo arte, viene a mi mente Pessoa.

Fue en 2001, recién iniciado el siglo que algunos agoreros imaginaban nunca podríamos ver, que el director estadounidense David Lynch decidió dar rienda suelta a ese nutrido tropel de fantasmas interiores que ya habían asomado, de una u otra manera, a cada una de sus propuestas fílmicas. Pero esta vez lo hizo rizando el rizo de su supuesta controversia, y puso en pie casi dos horas y media de proyección al igual que hiciera Pessoa con su obra cumbre: superponiendo retazo sobre retazo, añadiendo a cada minuto nuevas pinceladas sensoriales que, a pesar de su desconcertante carácter, no pierden un ápice de belleza y se visionan hasta el final como lo haría un psycho-killer con cada uno de los fragmentos de un puzzle de 5.000 piezas en el que apareciera el rostro amoratado de cada una de sus víctimas.

Finalizada la lectura de El Libro del Desasosiego tomamos conciencia de que todo encaja, a pesar de que lo que predomine sean la desorientación y ese mismo desasosiego que refulge en negrita en la cubierta del volumen. Finalizada la visión de Mulholland Drive nos hallamos en similar situación. Todo encaja, pero es difícil, e incluso despreciable intentar darlo sentido, ante la marea de inquietud que nos inunda.

Estamos en la ciudad de Los Ángeles, más concretamente en Mulholland Drive, una serpenteante carretera que bordea las colinas en que refulgen esas níveas y magnéticas letras que dan nombre a la industria que nos ocupa: Hollywood. Y quizás sea esta la más clara indicación que nos hace el perturbador cineasta estadounidense, de que entramos, por la puerta grande, en el mundo de los sueños. ¿No es, acaso, el Hollywood yanqui, ansiado Eldorado para todo aquel que aspira a triunfar en la industria del cine? Al fin y al cabo el cine está hecho de la misma materia de que lo están los sueños, y David Lynch bien lo sabe.

En Mulholland Drive asiste, el espectador, a una magnética y enervante sucesión de escenas altamente adictivas por lo visual, por lo extremo de las sensaciones provocadas, por lo bizarro de sus acertijos, y entra de lleno en los sueños de una de las millones de candidatas a la fama que pueblan la ciudad de los ídem. Pero lo hace de manera radical, sin cortapisas, perdiéndonos sin remedio en la mente de esa actriz de segunda fila.

De esta forma, la película se convierte en un alucinado viaje por los más oscuros resortes de la mente humana, consiguiendo que no desprendamos la mirada ni por un instante de la pantalla y que nuestro cerebro alcance velocidades verdaderamente vertiginosas en sus intentos de aprehender los mecanismos lógicos de esta genial pieza de relojería que es Mulholland Drive.

En el camino probaremos las butacas de un teatro sin orquesta en la que la música es simplemente deliciosa, conoceremos a un vaquero eléctrico que inaugura la aurora incendiando de luz la noche del desierto,  abriremos una caja azul que podría contener una oreja seccionada pero sólo guarda lo que nosotros menos deseamos ver, nos sentaremos a la mesa de la más lujosa cena de celebrities hollywoodienses y a la del más cochambroso local de comidas del extrarradio de Los Ángeles…entre muchas otras sensaciones más reconocibles para la vigilia humana: ira, deseo, odio, rabia, lujuria, pasión…

Durante el viaje disfrutaremos de unas de las mejores bandas sonoras perpetradas por el fiel escudero de Lynch, Angelo Badalamenti, que sabe intensificar las sensaciones melancólicas con que nos pretende drogar aquél. Y también de la perfección plástica que imprime a cada una de las imágenes y planos otro habitual ayudante del genial cineasta, Peter Deming. Sí, la luz y el sonido que envuelven este envenenado regalo que es Mulhollan Drive, serían suficientes para glorificarlo como excelsa obra de arte. Pero gozamos también de un plantel de actores en plena efervescencia de credibilidad y pasión, especialmente si hablamos del dúo de féminas protagonistas.

Laura Elena Harring dudo que sea alguna vez reconocida por algún trabajo distinto de este onírico periplo por lo más oscuro de la mente humana. Al servicio de los más lujuriosos deseos del director (y del espectador) dispone toda la efervescente carnalidad de que puede hacer gala un rostro humano (y un cuerpo).

Naomi Watts, desde entonces ha crecido, y sigue creciendo, como actriz (o tal vez como famosa), pero dudo que pueda de nuevo dar a luz a la monstruosa criatura de doble personalidad y enamorada desesperación que nos mantiene en vilo a lo largo de la totalidad del metraje. Difícil hallar mejor manera de hacerlo (y sentirlo).

La unión de ambas en desquiciado coito quizás sea la más obvia de las pesadillas que filma el genio norteamericano en Mulholland Drive: la pesadilla húmeda de la pulsión asesina que anida en todo deseo sexual. El resto del onírico paisaje que se va dibujando (o desdibujando) para nosotros en la pantalla sólo responde a los más oscuros resortes de la mente humana, esos que sólo descubrimos en los sueños y que, afortunadamente, olvidamos al despertar.

Film perfecto de impecable puesta en escena y milimetrado engranaje, radicalmente opuesto a la falta de lógica de que han pretendido culparlo no pocos críticos y espectadores. Porque…me pregunto yo: si no tiene sentido…¿por qué has permanecido sentado durante dos horas y media sin apenas mover los párpados y con la temperatura corporal viajando en una montaña rusa de frías sudoraciones y tórridos escalofríos?

Para muchos pasará este filme como uno de los menos comprensibles de la historia del séptimo arte. Para un servidor este es uno de esos largometrajes que hacen que te reconcilies con el cine como arte con mayúsculas.

En su tiempo, no pocos despreciaron esa recopilación de sensaciones y visiones que es El Libro del Desasosiego de Pessoa por su ausencia de hilo narrativo. Afortunadamente son legión los que han gozado de su reiterada lectura, abriendo el libro al azar, en cualquiera de sus páginas, sólo para comprender que, como el mismo autor proclamase, viajar es perder países

“…ser otro constantemente…¡no pertenecer ni a mí!…viajar así es viaje / pero lo hago sin tener mío /

más que el sueño del boleto…”

Aquel que disfrute viajando queda invitado a sumergirse sin miedo en esta travesía sin retorno por los oscuros mecanismos que dan cuerda a los sueños y las pesadillas del ser humano. Es el viaje que emprendemos cada noche pero en este caso no nos habrá abandonado, al despertar, su recuerdo, sino que jamás podremos olvidarlo.

 @pablo_cerezal

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