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La editorial La Isla de Siltolá acaba de publicar un intenso libro de relatos breves titulado Una playa de septiembre, de Sofía González Gómez. El dolor y la soledad de lo cotidiano en este mundo moderno, algo que podría definir como el mal del siglo XXI —jugueteando con aquel mal du siècle modernista—, llenan las páginas de unas historias incómodas para el lector, cargadas de tristeza.

Decía Julio Cortazar, en sus recomendaciones sobre las virtudes que debía poseer un relato, que la historia debía lanzarte un puñetazo directo al mentón. Lo que te golpea en las narraciones de Sofía González no es un puñetazo, se parece más a una patada en el estómago, y ocurre al final del texto. Una y otra vez se cierran los relatos con un certero impacto de amargura que genera un inmediato malestar en el lector. De esta manera, la autora conforma un universo erizado con el que impregna todo el libro.

Fue el antropólogo francés, Marc Augé, quien acuñó el término de no-lugar para referirse a sitios por los cuales pasamos de forma transitoria o circunstancial; en donde se suman los anonimatos de cada individuo para crear una cierta identidad compartida durante el tiempo en que uno se encuentra inmerso en ellos. Son no-lugares los aeropuertos, los hoteles, los trenes…, y un no-lugar que tiene una relevancia especial en la narración de Sofía González, es el metro.

Porque será el metro, como material narrativo para la autora, un ejemplo mayúsculo de no-lugar en donde el individuo desarrolle toda la parafernalia de la incomunicación mediante la adopción de una falsa identidad compartida con el resto de los viajeros. Así, la presencia de este escenario resulta determinante para mostrar el mal de soledad que aqueja al individuo del siglo XXI.

El metro como esclusa, que vomita al personaje desamparado en medio de la ciudad, o el metro como inclusa, que absorbe a la persona para integrarla en su marasmo momentáneo. Lo que sucede en esos vagones, con el ir y venir de la gente, es un riquísimo botín para un novelista, que no puede resistirse a imaginar y elucubrar sobre las vidas de los viajeros. Eso hace la autora en el relato Todos los novios de mi vida, entablando una conversación literaria con el cuento titulado La novela del tranvía, del mexicano Manuel Gutierrez Nájera. Tal y como se afirma en el cuento Estatua de sal, “el metro es un vagón de sorpresas”.

La percepción aguda de la narradora va interpretando algunos de los signos que puede leer en las caras de los viajeros, aquello que denotan sus gestos, lo que puede inferirse de las lecturas que llevan bajo el brazo. Pero todo se encuentra virado en el color sepia de la tristeza, los viajeros se mueven de forma automática, empantanados en sus rutinas diarias. Son, como dijo Roberto Arlt en su novela Los siete locos: “cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre”.

En efecto, de los relatos de Sofía González se desprende ese mal del siglo XXI que nos azota. El mal de la tristeza, porque la literatura de nuestra época es una literatura de la tristeza, o mejor dicho, una narrativa de la neo-tristeza. Después de la Segunda Guerra Mundial, la literatura intentó responder a la cuestión de la identidad del hombre por encima de otros asuntos. Los conflictos, la barbarie, habían acabado por provocar un profundo desarraigo en la condición humana. La llegada de la post-modernidad sublimó este concepto de la identidad, focalizándolo en el “yo”. Ahora no se trataba de buscar la respuesta identitaria sobre el hombre en general, sino centrándola en la individualidad de cada uno. Pero tras la post post-modernidad, esto ha cambiado.

La literatura del siglo XXI ya ha encontrado esa identidad del “yo” desarraigado. Se trata del hombre triste, poseído por un sentimiento de tristeza universal que ya no tiene solución. Dentro de esa tristeza, se produce un intento de enmascaramiento, que lleva a que los individuos adopten diferentes identidades en función del no-lugar en el que se encuentren. Eso conduce a lo que denomino neo-tristeza, porque se ampara en las nuevas tecnologías que, casi siempre, contribuyen a multiplicar el sentimiento de soledad.

Una playa de septiembre trata, fundamentalmente, de esto. Y lo refleja con una nitidez descarnada. Diríase que es un desolador álbum de miserias humanas, en donde la impostura y las máscaras tratan de disimular toda la angustiosa soledad que nos gobierna. No en vano, el libro se inicia con un relato titulado Compra-venta de identidad. No podía ser de otra forma. Es toda una declaración de intenciones de la autora, una advertencia del catálogo humano que va a desfilar por las páginas, amparadas en lo que tildo como costumbrismo tecnológico.

Las redes sociales han contribuido a que se puedan deformar las identidades y que una persona se haga pasar por diferentes roles en función del escenario tecnológico en el que actúe. La ficción y la realidad se trasvasan de un lado a otro, y ya no somos capaces de saber con quién estamos tratando. El sentimiento de distanciamiento e inhumanidad se amplifica. Una muestra de esta impostura de las relaciones humanas lo ejemplifica el uso del correo electrónico en el relato que da título al libro, Una playa de septiembre. Los comportamientos cibernéticos obedecen a los mismos resortes que se repiten una y otra vez, y las relaciones por email, por ordenador, que aparecen el libro, son una disección de las costumbres de nuestra era.

Por ello, la autora se aproxima mucho a dos corrientes literarias: el costumbrismo galdosiano y el realismo clarinesco —y Galdós, por cierto, también tiene una Novela en el tranvía—. El compendio de relatos se esfuerza en mostrarnos el comportamiento rutinario y ritual de los tristes tecnológicos, unido a la disección y amplificación de la ciber vida cotidiana. No es casualidad que nos encontremos con una referencia a la película Her, uno de los filmes más fríos e incómodos que he visto en mi vida, en donde la falsa realidad de la tecnología se convierte en algo desesperante y agotador.

Muchas veces creemos que ya conocemos a alguien gracias a la relación que hemos establecido por Internet, también por la imagen rápida que ha querido que consumamos, y no le damos demasiado tiempo a que ratifique esas impresiones, o a que las desmonte, tras un atribulado primer encuentro en persona. Acertadamente, la autora formula esta frase que parece una sentencia de nuestros tiempos: “el azar no le dejó tiempo suficiente para construir lo real”. Pero, ¿qué es lo real en un entorno en donde, para conocer a alguien, una de las protagonistas de los relatos asegura que tiene que “desvirtualizarlo”?

Además del vagón de metro, otros no-lugares cotidianos aparecen como escenario de estos encuentros desnaturalizados. Uno especialmente notable, cargado de meta referencias, es la sala de cine. El relato Fila 8, asiento 4, abunda en este sentido, pero pone también el foco en otro aspecto enfermizo de nuestra sociedad hiper modernizada: la sobre culturización, el exceso de estímulos que nos bombardean, obligándonos a vivir en un caldo de consumo inmediato que no permite tomar un instante de reflexión. El arte, la cultura, se consumen y se arrojan a un lado, para abalanzarnos sobre la siguiente propuesta. Las predicciones de Walter Benjamin al respecto de la pérdida de aura de la obra de arte reproducida se han cumplido plenamente.

Especialmente sensible a esto es el relato Vértigo, ambientado en una exposición sobre Alfred Hitchcock. Las exposiciones, las salas de los museos, nuevos espacios que incorporar a los no-lugares que, además, provocan comportamientos impostados de algunos asistentes que buscan ofrecer una imagen bastarda. El acelerado consumo cultural e intelectual obliga a crear toda una red de mentiras. En este sentido, algunas partes de Una playa de septiembre, incluso en su estructura y forma de mostrar los fragmentos de realidad, entroncan con la más que interesante obra del polaco Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad (Anagrama).

 

De esta manera, en este libro la cultura aparece como un campo de batalla en donde librar las relaciones humanas, y se aporta un nuevo no-lugar: el congreso de literatura. Un sitio de intercambio en donde cada uno va a lo suyo, en el que se bombardea con sobre cultura a los asistentes, y en donde las relaciones humanas que florecen son vacías y de compromiso. Algo parecido a lo que ocurre en otro no-lugar sorprendente que aparece en el texto y que, de no ser por el tratamiento que le da la autora, jamás se me habría ocurrido catalogarlo como tal: el piso de estudiantes compartido. Un espacio en donde la mentira y la ficción vital alcanzan sus cotas máximas. Como se afirma en el relato Estatua de sal, flotamos en un mundo que se reduce a “clichés y sonrisas”.

Además, el texto de Sofía González propone una interesante reflexión meta literaria. Ante los pasajeros del vagón de metro, o la lectura de un email de una persona que todavía no conoce, la narradora del libro elabora continuos retratos en su cabeza, imagina acontecimientos, sucesos y comportamientos de la vida cotidiana de esos seres. Lamentablemente, las expectativas se desmoronan una y otra vez, porque la ficción siempre se impone a la realidad en cuanto al atractivo. “Ya estaba construyendo historias que probablemente no ocurrirían jamás”, apostilla; es la máxima de la creación literaria.

En cierto sentido, la sociedad moderna obliga a que los individuos se creen una vida paralela ficticia, es decir, literaturizan su existencia bajo una especie de síndrome de Petrarca de perfil bajo. No es que busquen convertir sus vidas en literatura de una forma consciente, pero sí que las ficcionalizan hasta cotas insoportables. Todo acabará, así, por ser un libro que estamos escribiendo… ¿Encontraremos lector? Si te interesa saber más sobre este síndrome, puedes consultarlo aquí:

https://achtungmag.com/arthur-koestler-sindrome-petrarca-la-vida-ficcion-literaria/

Sofía González nos muestra el mundo como constructo, como representación. Es ese Gran Teatro del Mundo calderoniano, donde todo es un sucedáneo, incluso la muerte. Para hacer desaparecer a alguien de nuestras vidas tan sólo necesitamos “bloquearlo en nuestra aplicación de redes sociales. Esta es la muerte nueva y remozada, moderna y cibernética, tan acorde con la neo-tristeza del mundo en el que creemos vivir y en donde precisamente eso, la tristeza —junto con el dolor profundo—, parecen ser los únicos sentimientos veraces.

Demasiado horror moderno para nuestros corazón, ya sea como “una playa de septiembre”, tal y como reza un verso de Miguel D´Ors, o un cazador solitario, en palabras de Carson McCullers. Son los dos últimos relatos del libro, el tristísimo 2 de noviembre de 2016, y el tremendo Vida de provincias, con un desenlace que oprime al lector como si se le hubiera colocado un yunque sobre el pecho, la rúbrica desesperanzada a un trabajo narrativo que es un compendio de todas esas afrentas modernas para las que ni la literatura podrá servirnos de defensa. Al fin y al cabo, la literatura se corporeiza en libros, en textos tangibles que exigen de su tiempo para ser leídos: lo más anacrónico e innecesario en estos tiempos de angustias fugaces y dolores profundos.

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