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Por Mr. Kropka

Lo que particularmente llama mi atención en muchos textos que describen el conflicto en Ucrania día tras día, son los llamados a reconfigurar la identidad así como el nacionalismo exacerbado de los ruso parlantes, (que ha sido el primer motivo de la intervención Rusa en Crimea) y entrevistas a ucranios que sienten una multiplicidad de identidades en su ser lo cual conlleva un doble o triple problema a la hora hacer el balance de lo que se quiere o debe hacerse. Esto lo sé bien por amigos ucranios que conocí en Polonia pero que cuentan raíces diversas ya no sólo por sangre si no porque han emigrado y vivido fuera de Ucrania. Y es precisamente en el exterior donde terminan de formar su visión acerca de ese conflicto identitario que posteriormente los sitúa más cerca de Ucrania o Rusia o Europa o ninguno.

Desde hace varios años algunos sociólogos han subrayado la urgencia en la configuración de nuevos cosmopolitismos para una convivencia mejor en este mundo globalizado. Algunos recurrieron a la vieja ideología internacionalsituacionista. Otros pedían que repensáramos el concepto de “ciudadano del mundo” debatido en los siglos XVII y XIX, pero este término siempre me pareció sospechoso de llevar a cabo además de romántico. Recuerdo una frase del sociólogo alemán Ulrik Beck “Un cosmopolitismo con raíces y alas para volar” que esboza lo que se pretende con estas nuevas configuraciones cosmopolitas.En esta vertiente de la búsqueda en nuevas formas de percepción en la geografía externa e interna, la novelista Elif Shakar nos da una pista diciendo que “cuantas más afiliaciones identitarias congreguemos en nuestro ser más fácil será entender a los otros”. Y creo que algunas veces esos otros somos nosotros mismos.

Ahora viene una explicación de lo que me había pasado algunas veces en mi andar itinerante por el mundo y que me ha llevado a redactar este texto, debido a que encontré la definición para los que tienen un problema similar al dibujado en las siguientes líneas.

Después de una hora de infructuosa discusión con un mexicano que me llamaba malinchista, eurocéntrico y no sé cuántos adjetivos más. Dije que no podía reducir mi condición de migrante, viajero y artista del vivir a un montón de calificativos que buscaban ser negativos, de esos que desde hace mucho se resbalan antes de tocarme. Este mexicano quería negarme la mitad de mi identidad por el simple hecho de ser compatriota y creerse el indicado para juzgarme. Juzgar: uno de los ejercicios predilectos del mexicano. Este tipo de mexicanos esquizofitas con dudas elementales siempre me critican porque no tengo acento mexicano, porque no digo chingón ni pinche, pero en cambio profundizo más mis respuestas a reducirlas a pinche y chingón. Ojo, que las uso si es necesario, porque si algo tienen los mexicanismos –aparte de su colorido y belleza pronunciativa- es significar expresiones que en otras lenguas son muy difíciles de encontrar con precisión, mas también creo que hay que ampliar el vocabulario –y no solo- por pura relación cultural y personal con el mundo. Pero como el señor contertuliano no entendía nada (o simplemente apagaba sus oídos para no escuchar) por muy estudiante de relaciones internacionales,  dije que podía -si tanto le urgía definirme- llamarme Latinopolita. ¿Por qué? Porque nací en México, pero he vivido en algunos países de Europa además de viajar por el mundo a cada posibilidad abierta. Hablo, si no con dominio absoluto, pero sí dignamente, cuatro lenguas con las que puedo valerme por donde quiera que voy. Además no uso solamente las noventa palabras promedio del mexicano, también uso expresiones y palabras propias de Colombia, Argentina, Chile, Brasil, Venezuela, España… Mi lengua es una mezcla en la que pueden saltar el italiano, el polaco, el inglés, el portugués, el catalán, etc… dentro de la riqueza lingüística latinoamericana. Latinopolita es entonces mi definición para quienes gustan de definirlo todo. Este tipo de mexicanos que algunas veces he encontrado por ahí son lamentables porque se llenan la boca diciendo un mar de estupideces acerca del propio mexicano que representan, porque ellos son más chingones que cualquiera, dicen. Pero yo les llamo los II o doble I, que es: Ignorantes Intransigentes. En cambio he encontrado otros mexicanos que han vivido gran parte de su vida fuera de México o que incluso tienen padres mexicanos casados con extranjeros y con los cuales hablamos de este extraño sentimiento de no pertenecer aquí o ahí. Viniendo de un país en el que al primer amago de transgresión a la “identidad mexicana” te acusan de traidor, puto, mamón, puto otra vez,malinchista, eurocéntrico, etc…, siempre tienes que saber manejar estas situaciones de maguey. No pedimos etiquetas, al menos no yo, nos las cuelgan. Reafirmo mi herencia mexicana que reconozco y entiendo perfectamente por haber estudiado concienzudamente la historia de mi país y su transformación hasta dar con la identidad mexicana. Pero no puedo negar que México no se comprende sin la vecindad con Estados Unidos y sus relaciones históricas con Latinoamérica y Europa, en concreto España y Francia. Los que nieguen esto simplemente no merecen un debate medianamente inteligente. Los procesos identitarios son por naturaleza complejos; yendo al límite podemos  decir que la búsqueda de la identidad nos lleva toda la vida. ¿Por qué entonces intentar socavar un proceso tan apasionante y maravilloso –aunque a veces tortuoso- para simplificarlo en dos estereotipos y un paradigma apropiados por gente que ni siquiera ha intentado, ya no digo entenderse a sí misma, si no su propia historia? Desde el fin de la Revolución en México la identidad mexicana inició un nuevo proceso que no ha terminado. No podemos culpar a Sergei M. Eisenstein porque gracias a él la imagen del mexicano descansado debajo de su ancho sombrero se hizo viral a principios del siglo pasado y fue por mucho tiempo –o es- la imagen del mexicano y como nos tomaban –o toman- en el extranjero. Tampoco podemos culpar a Luis Buñuel por reflejarnos en tiempos convulsos donde el Estado no quería mirar esos “otros mexicanos”. Mucho menos, y más recientemente, podemos culpar a Amat Escalante por mostrar una realidad del México actual. Nuestro proceso de identidad es individual y al mismo tiempo colectivo. No somos lo que dicen que somos o como nos quieren representar; no somos la imagen de Eisenstein, ni lo que Buñuel retrató, ni lo que Escalante quiere mostrar al mundo contemporáneo. Somos la suma de realidades tan diversas, distantes y cercanas; una rica complejidad intentando encontrarse. A estas alturas del siglo XXI no es más que deplorable seguir encontrando mexicanos que parecen enmarcados en las hipótesis de Octavio Paz. Habría que releer a Paz (y no porque este año es el centenario de su natalicio) con la mirada transformadora que nos ha dado el tiempo, no sólo su Laberinto de la soledad, de ser posible su obra entera. Considero conveniente revisitar a Eduardo Galeano y pediría que profundizáramos las teorías de Roger Bartra acerca de la mexicanidad antes de hacer afirmaciones tan prescolares acerca de lo mexicano. Habría que dejarnos del ombliguismo nuestro de cada día tan arraigado en el México de ayer y hoy. No nos vendría mal un pequeño ejercicio en busca de nuevas pistas y señales que iluminen un poco en el saber ¿Qué es el mexicano actual?

Alguna vez con un amigo mexicano intentamos configurar una palabra para nuestra situación, en ese entonces se nos ocurrió “fronterizo”. Ser fronterizos se nos antojaba estar en límite de los países que habíamos hecho nuestros al habitarlos y  participar en su vida y cultura de formas diversas, pero sin pertenecer a ninguno. Este término tenía varios problemas, entre ellos que es una palabra prexistente y  sería difícil lograr una nueva acepción pues fronterizo ya tiene otras muy claras. Fronterizo nos ayudó brevemente como herramienta en nuestra búsqueda. Después de algún tiempo pensaba en otra palabra que pudiéramos usar los que nos encontrábamos en la misma situación, con unas raíces claras pero con la capacidad de recorrer y surcar la mayor parte del mundo posible, vivirlo, aprenderlo e integrarlo.Ahora creo entonces preciso el término: Latinopolita.

Si este texto nacido de las ganas de aclarar una situación difusa y compleja sirve para arrojar nueva luz entre amigos latinoamericanos y mexicanos en una situación similar, me alegrará sobremanera. Los mexicanos que no sientan tanta influencia de Latinoamérica en su identidad podrían situarse como Mexicopolitas y los que han incorporado durante su vida la vena de Latinoamérica en el proceso identitario podrían ser Latinopolitas. Debo decir que no somos exiliados por gusto, las circunstancias son múltiples: van desde arepas de pollo con palta hasta oportunidades negadas en nuestros países. Pero no nos lamentamos y en vez de eso creemos que no hay nada mejor que hacerte extranjero, solamente así comprendes ampliamente tus raíces y te abres al mundo entero.

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