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El norteamericano Joshua Cohen es un escritor mayúsculo, y así lo demuestra en su libro de relatos Cuatro mensajes nuevos, publicado por De Conatus, en donde despliega el poder fabuloso de toda su prosa. Y en especial, lo hace en el primero y en el último de los cuentos, sin detrimento de los que permanecen en el medio. Simplemente, Emisión y Enviado muestran el imaginario que atormenta al autor: la modernidad digital, la pornografía, un mundo que se aleja de las imágenes y de las palabras para sustituirlas por sucedáneos de los sucedáneos, junto a una continua reflexión metaliteraria que nos muestra relatos que se van construyendo y destruyendo ante nuestros ojos. A menudo se compara a Cohen con Foster Wallace; en este libro comparte la alarmante carga reflexiva y filosófica de Wallace, pero se muestra mucho más directo y contundente. Estamos ante un recital maestro de lo que deben ser las narrativas de corto recorrido, erigidas con un empeño de originalidad tan prodigioso como desconcertante.

El título que engloba el texto, esos Cuatro mensajes nuevos, es de por sí claro: puede ser el aviso de que tenemos una serie de emails sin leer en nuestra bandeja de entrada, pero también se puede aplicar a que los cuatro mensajes son los cuatro relatos que componen el volumen. Cada uno con su advertencia particular.

1-No te fíes de Internet (ni de un camello)

El libro se abre con Emisión. Todo indica, desde las primeras frases, que vamos a enfrentarnos a un juego metaliterario adobado con una crítica feroz al mundo de las  nuevas tecnologías y, muy en concreto, de las redes sociales:

Este no es el clásico artificio donde cuentas la historia de alguien y en realidad la historia trata de ti. Mi historia es bastante simple”.

Ese clásico artificio sería la narración concebida al antiguo estilo, lineal y plana; el autor adopta la voz del narrador para imponernos los principios estéticos de su teoría del relato. Y esa historia simple es algo deprimente, pero ejemplifica la esencia que permanece presente a lo largo de todo el libro y ejerce de pegamento entre las piezas: la crisis de las humanidades, la inutilidad de la escritura, la imbecilidad de la literatura (o, al menos, la imbecilidad que puede significar dedicarse a ella):

Unos años después de graduarme en la universidad y obtener un título de desempleo —mi tesis trataba de la metáfora— me trasladé de Nueva York a Berlín para trabajar de escritor, aunque quizá esto sea incorrecto, porque en Berlín no trabaja nadie. No voy a entrar en aquí en el porqué. Esto no es historia, no es un episodio del History Channel”.

¿Qué acaba de suceder ante nuestros ojos de lectores impresionables e impresionados? Dos recursos arteros han dotado de relieve a este primer párrafo. En primer lugar, el recurso de autoridad encubierto de Joshua Cohen que, con este principio, acaba de convocar a J. D. Salinger, en concreto al protagonista de protagonistas, al rebelde (pero luego, quizás, no tanto), Holden Caulfield de El guardián entre el centeno (Alianza Editorial); este íncipit narrativo se solapa al universalmente conocido de la novela de Salinger:

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada”.

Es la dinamitación del relato clásico y podemos, claramente, sustituir el David Copperfield de Dickens (en Austral) por el History Channel. El segundo recurso radica en que Cohen sigue al pie de la letra uno de los puntos más importantes del decálogo cuentista del argentino Julio Cortazar, que en su epígrafe tercero asegura:

La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out”.

Y Cohen, con semejante principio, nos ha proporcionado un directo a la mandíbula. Ya nos tiene aturdidos, nos ha ganado. Pero, un momento, dirán algunos, si Cortazar es un clásico, y antes se ha afirmado, y también el propio Cohen, que no estamos ante un clásico artificio. Consideramos a Cortazar como un clásico del relato, en efecto, pero un clásico revolucionario. Sus cuentos pueden ser muchas cosas, pero desde luego, lo primero que son es innovadores. Cortazar destruye lo anteriormente aceptado desde los puntos de vista nuevos, desde la narración metaliteraria, así aniquila la vieja estructura del relato. Y Cohen también.

La tarea de zapa sobre el concepto clásico de la figura del escritor continúa unas líneas después:

el hecho mismo de que yo fuera novelista era una ficción, y como era incapaz de terminar una sola novela y nadie me pagaba para que viviera la novela tediosa y vacía que era mi vida, decidí rendirme”.

El ataque al género autorreferencial, autoficcional, a la mitología impostada que rodea a la imagen del escritor que no escribe, ha sido derribado en el inicio del relato, cimentando las bases generales de lo que podremos encontrarnos a continuación. Ni tan siquiera le vale a Cohen la afirmación que podemos espigar de la novela-ensayo del barcelonés Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía (Anagrama):

Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir también es escribir”.

Por tanto, este peculiar protagonista de Emisión se vuelve a Nueva York, hace un máster en empresariales, juega en bolsa y su economía engorda, huyendo de la miseria a la que estaba abocada su carrera de escritor. Pero es que, claro, con una tesis doctoral sobre la metáfora no se puede aspirar a esa expresión tan norteamericana de poner comida en la mesa.

Salinger y Foster Wallace, dos referentes de Joshua Cohen:

Desde aquí, el narrador recuerda su pasada vida en Berlín, fijando su atención en Mono, el verdadero protagonista de la historia. Liquidando la archiconocida y manoseada literatura del yo. Pero antes, todavía, hay que puntualizar algo sobre un recurso narrativo como la descripción:

Las descripciones en prosa entrañan menos riesgo que las fotografías y las películas. Nadie  identificaría al héroe de una novela si cobrara vida basándose solo en la descripción de su autor. Afrontémoslo: a Raskólnikov (…) no lo va a parar nadie por la calle”.

La incapacidad de la literatura para trasvasarse a la realidad, el engaño de la mentira por antonomasia, la ficción, queda al descubierto en estas palabras sobre el protagonista de Crimen y castigo (en Cátedra) de Dostoyevski. Y esto le permite al narrador dar paso a la historia contada por el propio Mono, Richard Monomian, un armenio. Ambos coinciden en Berlín, y Mono le cuenta las circunstancias que lo llevaron a huir de Nueva Jersey (una historia dentro de otra historia, Cohen haciendo de las suyas).

La historia de Mono es tan simple como escabrosa: Mono era un dealer, un camello, repartía drogas a domicilio. En uno de esos repartos se acomodó en casa de unos desconocidos que tenían montada una fiesta con motivo de las vacaciones de primavera, y también consumió.

Lo peor fue lo que ocurrió después, se masturbó sobre una chica que dormía el colocón y eyaculó sobre su mano. Y no quedó impune. El blog Emisión relataba el suceso con pelos y señales (otra historia en el interior de la historia de Mono, que pertenece a la historia del narrador). Desde aquí: la enorme bola de Internet que rueda y rueda, que invade la privacidad de Mono, que le impide encontrar trabajo, que se convierte en una amenaza completa para su vida.

El resto del relato, y los motivos de la huida de Mono hasta Berlín, los dejo para quienes disfruten de este texto, que además de subvertir algunos principios narrativos, de incluir lenguaje de chats, de señalar la red como un lugar agresivo y peligroso, ha sido el primer ladrillo en los cimientos de la estética literaria de Cohen (y lo del ladrillo no lo digo por capricho, el tercer relato del libro lo justifica, como veremos).

2-La comida basura puede bloquear al escritor

McDonald´s es la segunda historia del libro. Si antes la amenaza fueron las redes sociales, ahora le toca a la fast food, la llamada comida basura, es decir, a las hamburguesas, cargadas de un significado paralizante. Pero trata de mucho más, obviamente, porque una cosa es lo que parece que Cohen nos dice, y otra bien distinta lo que ha dicho.

En este relato, la historia que ha escrito su protagonista se va construyendo ante el lector, mientras se la cuenta a su padre para que lo ayude a salir de un bloqueo. El protagonista es un redactor farmacéutico atascado en un texto de ficción, incapaz de colocar sobre el papel una palabra. De nuevo, la imposibilidad de la escritura tal y como la concebimos, un ataque a la romántica idea que todos tenemos en la cabeza al escuchar la palabra escritor:

Había empezado a escribir un relato, otro exabrupto de mierda de los centenares que he empezado en mi vida solo para transformarlos en bolas arrugadas (nunca antes había estado bloqueado, me habría ido bien un poco de bloqueo pero…), llegué a aquella parte del relato y simplemente…, simplemente tuve que parar, ¡era ridículo!”.

Si antes, en Emisión, nos ha golpeado directo a la mandíbula, ahora nos ha sujetado de las solapas con este principio. El escritor ha llegado a un punto en donde, al tener que escribir la palabra que no puede escribir, se ha detenido. De forma que empieza a contar el relato, con las variaciones que va introduciendo, con las alteraciones que su padre le sugiere.

Así, asistimos a un proceso de construcción/deconstrucción/re-construcción metaficcional del texto, un procedimiento arquitectónico (de nuevo una referencia a la edificación de estructuras, en consonancia con la tercera pieza del libro) consistente en utilizar el texto como una bola de demolición y, tras combinar las dos perspectivas, la del autor del relato del que se habla dentro del propio relato y de las variantes que incorpora el padre con sus sugerencias, recomponerlo de nuevo.

Y de pronto, el narrador nos confiesa que el padre al que cuenta su terrible bloqueo no existe, y ahora se dirige a su madre. Y prosigue con la historia. Va cambiando las perspectivas, los puntos de vista, en un recital narrativo faulkeriano, hasta que llega un momento en que no sabemos quién está dentro o fuera de las historias, ni que relato, como una especie de matrioska vuelta del revés, se contiene dentro del otro.

La historia se metamorfosea delante del lector, los personajes aparecen y desaparecen hasta alcanzar un final sorprendente que se ceba virulentamente con una de las imágenes más comunes del American way of life: un McDonald´s. Y la tremebunda aseveración final:

Se acabó el escribir, no hay nada más inteligente que eso”.

Un relato de manual para quienes pretenden aprender algo de la forma en que se debe afrontar una historia, un ejercicio de estilo que es una clase magistral de recursos inacabables.

3-Construir un relato puede ser como levantar un rascacielos

La tercera pieza es El distrito de la universidad. El juego metatextual alcanza ahora al propio funcionamiento de un taller literario impartido por un escritor que, sin duda, es muy del gusto de Cohen y de este periodo de la posverdad:

Al profesor Maury Greener lo invitaron (…) para que trabajara de escritor residente (…) basándose en el mérito de su recientemente publicado y único libro, una novela de los años de formación de su autor tan mordaz tan quemadoradepuentesytúneles y tan explícitamente realista que no pudimos resistirnos a saquearla en busca de detalles autobiográficos”.

Nuevamente ha sido convocada la figura de Salinger. A ello debemos añadir un profesor ególatra, desagradablemente insultante, pagado de sí mismo y odioso. Es el bartleby de Vila-Matas por antonomasia: su nueva novela, rechazada por la editorial, era:

una novela que revisa mi novela anterior”.

Autor de esos que prefieren no hacerlo, que —insisto— sin duda habría fascinado a Vila-Matas, no solo no escribe nunca más, además emplea unos métodos de enseñanza muy peculiares. Su primera clase consiste en una cena en un restaurante mexicano que tiene poco de mexicano (de nuevo esa obsesión de Cohen por la amenaza de los sucedáneos). Después les encarga a los alumnos un relato en donde escriban sobre él, poniéndolo de las peores maneras posibles, para terminar asegurando que no piensa leer ninguno de los trabajos.

Otro guiño: la única novela publicado por Maury Greener es una historia de formación… Lo que nos cuenta el protagonista de este relato es su propia historia de formación en un taller literario que comienza, como lo han hecho las piezas anteriores, con un párrafo sorprendente:

Yo ayudé a construir el edificio Flatiron”.

¿Qué tiene esto que ver con un taller de literatura? Pues mucho, porque el profesor decide no impartir ni una clase más, y concentra a todos sus alumnos en un único empeño: construirán una réplica del neoyorquino edificio Flatiron —también conocido como edificio Fuller— en una zona del campo de deportes de la Universidad.

Dos imágenes del edificio Flatiron:

La literatura, la creación literaria como un desafío arquitectónico. Y el profesor  distribuye el trabajo en función de las cualidades de la prosa de los alumnos: un poeta que con su escritura levantaba vigas endebles se encargará de los cimientos, en donde sí puede progresar; una alumna de estilo recargado, descriptivo, barroco y abigarrado, fue la encargada de las cristaleras; otro, muy del realismo sucio, se convirtió en electricista; una autora de poesía vistosa pero vacía será la diseñadora de interiores…, y así con todos.

Un guiño, otro más, a Salinger, que publicó un relato bajo el titulo Levantad, carpinteros, la viga del tejado (Edhasa). Y de nuevo la angustia ante la copia, lo imitado, la reproducción que actúa como sucedáneo. El edificio Flatiron será denominado Falsiron, en cuya erección el profesor de escritura invertirá todo su dinero, se arruinará e incluso terminará viviendo en él.

Muchas reflexiones se contienen en esta narración, cuyo desenlace ocultará, de nuevo, para quienes deseen afrontar unas páginas que vuelven a ser una lección de literatura, de sus funciones, incluso de su arquitectura.

4-La pornografía es un falso cuento de hadas

Por último, Enviado, relato en dos partes diferenciadas: La cama y COM/MOC. La primera mitad bebe de los tradicionales cuentos infantiles, de hadas, con bosques, leñadores, y la historia sobre la fabricación de una cama que, en su cabecero, acumula una serie de símbolos tallados en la madera. La cama irá pasando de generación en generación, un significado del legado cultural y del peso de las historias, dado que el propio leñador (el leñador primigenio) se había tallado a sí mismo en el momento de recoger madera para construir aquella cama.

Este detalle implica una historia dentro otra historia (de nuevo), metaliteratura o metatexto cuyo vehículo es el mueble en una especie de puesta en abismo. Sin embargo, con el paso de los años, y de sus dueños, el mensaje del hombre entre los árboles del bosque recogiendo la madera para tallar la cama (y su cabecero), se va diluyendo a causa de la incomprensión para interpretar la escena de quienes se han visto alienados por el progreso. Es el deterioro del acervo cultural, de la reserva sapiencial de la oralidad. La corrupción del mensaje que se alberga en toda obra de arte.

De repente, el relato/retrato de todas las generaciones que han disfrutado/sufrido la cama, gira bruscamente. Las palabras del narrador, como ya nos ha acostumbrado Joshua Cohen, destrozan la historia anterior y privan del sustento al lector, cuyo suelo narrativo es escamoteado súbitamente:

Este relato no terminará como ha empezado. Nada de crónicas de pacotilla como la de mas arriba, nada de cuentos folclóricos. Este es un cuento folclórico que terminará como relato, como novela si tenemos suerte (…) Había una vez un cuento folclórico, pero su narración quedó olvidada con el paso de las generaciones. Un día, sin embargo, se escribió un relato acerca de un cuento folclórico perdido”.

Todo lo narrado anteriormente, en la parte de La cama, es una crónica de pacotilla. La cama se destruye por causa de una relación sexual que la rompe en pedazos. Una relación sexual que se graba de forma sórdida para que sirva de video pornográfico. Y esto, dará acceso a la segunda parte del relato: COM/MOC. El protagonista será un aspirante a periodista que vaga por Estados Unidos, de motel en motel, buscando un reportaje. Al final, amargado, solitario, desencantado, empieza a visitar páginas porno en Internet.

El porno, el comportamiento del porno que trasvasa la ficción y cala en los adolescentes hasta creer que las relaciones sexuales son todas como en una película pornográfica. De nuevo el sucedáneo colisionando con la dura pared de la realidad. Y el protagonista accede al visionado del video en donde la cama de la primera parte resulta quebrada por los embates del coito ante la cámara.

El relato prosigue con una historia de cómo se contratan a las chicas de las películas gonzo, de cómo funciona la industria, de la deshumanización, de la cosificación de las mujeres, del falso sueño pornográfico americano urdido en la Europa del Este.

Joshua Cohen, autor de este magnífico libro de relatos publicado por De Conatus: Cuatro mensajes nuevos.

En un final de la pieza delirante, el aprendiz de periodista, enamorado de la chica del video de la cama rota, emprende su búsqueda hasta dar con un lugar que parece sacado de un cuento de hadas, para crear una conexión de cierre circular con el principio del relato: un remedo de nube de Internet en donde habitan copiadas en caché todas las actrices porno de las películas. Un giro sorprendente para poner el colofón a un relato sorprendente, a un libro sorprendente y, sobre todo, admirable.

Así es este Cuatro mensajes nuevos de Joshua Cohen que ha editado De Conatus: un texto asombroso que presenta un tapiz metatextual que alcanza mucho más allá de una primera lectura. Que fluye como una fuente, siempre renovado, y que no se agota con la relectura. Es un libro de relatos, pero también es un manual de escritura, una reflexión sobre la literatura y una crítica social demoledora acerca de los males que nos acechan en estos momentos de grandes tribulaciones. Imprescindible Joshua Cohen.

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