Por Ainize Salaberri
Cuando Kafka comenzó a escribir su diario, cuando en esa tarde o mañana —quizás noche, pues imagino a Kafka como un animal nocturno— cogió un par de hojas y comenzó a escribir su desazón con el mundo, dudo mucho que él, necesitado de dejar por escrito su dolor, contemplase la posibilidad de que, en algún lugar del mundo, en alguna otra época, un escritor o escritora comenzase a escribir un diario con ánimo de publicarlo. Lo imagino pasmado ante la noticia, ruborizado, avergonzado por lo pretencioso del acto. Porque escribir un diario con intención de publicarlo tiene dos principales lecturas. La primera: el escritor confía plenamente en su capacidad de triunfar en la literatura y confía en que esos diarios van a querer verse publicados por parte de los editores. Y la segunda: esos diarios en ningún caso van a ser sinceros; serán una pose, una especie de personaje que no se esconde bajo el nombre de otra persona. Dudo, por tanto, permitidme esta licencia, que él estuviese de acuerdo con ello. Cuando Max Brod hizo oídos sordos a las peticiones de Kafka de destruir toda su obra una vez muerto, a muchos nos salvó la vida. Incumplió su promesa y proporcionó al mundo un salvavidas. Ahí estaba la mente de un genio. Sus cartas, sus obras, sus diarios. Por tanto él, Kafka, que pidió encarecidamente que sus creaciones no viesen la luz, irremediablemente debería sentir que sus pies están a punto de sobrevolar un precipicio si supiera que un diario, en la mente de algunos, nace como objeto —y fin— de ser publicado bajo el sello de una editorial, y ganar dinero a cambio.
Habladle a Kafka, a Woolf, a Pizarnik, por ejemplo, de ver sus hilos, sus vergüenzas, su moral, su dolor, expuestos a nuestro juicio, expuestos ante nosotros quienes, probablemente, nunca entenderemos tantísima complejidad, tanta madeja de tantos colores de tantos pensamientos dejándose ir en la intimidad de un diario. Habladles, por tanto, de la osadía de aquellos que escriben diarios para futuros halagos. Habladles de ese acto que supone comenzar un diario en la soledad de una habitación, desnudándose en cada letra escrita hasta ser, sin más, un puñado de huesos sobre una silla. Porque uno puede esconderse tras un personaje, escribirse a través de él y liberarse de ciertas cargas. Sólo el escritor, en ese caso, y los más allegados sabrán que tras él está su creador. Fingir, pretender, protegerse. Todo en uno. Todo en la ficción. Los diarios, en cambio, son sólo protectores mientras están bajo llave, mientras nadie o casi nadie conoce su existencia, y no bajo el yugo de los lectores, editores, críticos y demás espécimen literario. El diario sólo posee un escudo mientras está oculto al imaginario interpretativo del mundo. Sin embargo, aquellos diarios nacidos del egocentrismo del escritor no poseen protección ninguna —y tampoco la buscan. Son una pose que termina siendo revelada antes de tiempo: no hay forma de engaño. El lector destripará el diario en sus primeras páginas y se sentirá estafado. El lector no busca máscaras ni poses cuando se acerca a las intimidades de un escritor. Para máscaras, disfraces y poses ensayadas o imitadas ya está la ficción. Los diarios son como la poesía: una trinchera donde ir dejando la verdad. El lector, por tanto, que se acerca a los diarios busca entrañas, explicaciones, sangre; busca negatividad, ideales, contradicciones, principios, felicidad. Busca el origen del escritor, lo que explique su razón, su locura, su demencia o su cordura. Lo que lo explique a él y a uno mismo. No busca imitación, no busca un personaje. Busca barro, no oro.
Woolf y Pizarnik utilizaron sus diarios como armas contra sí mismas. Ellas creían que eran aliados, y quizás durante un tiempo lo fueron. Los usaron también como ensayo, como lugar donde escribirse para mejorar como escritora, como poeta. Sus diarios están plagados de dolor, de crueldad, de sinceridad. Son ellas en estado puro. Ellas pensando en ellas, no en un lector o en un editor. Ellas revolcándose en sus miserias, en sus pequeños grandes momentos de felicidad, en sus dudas y sinsabores; ellas intentando decorar su vida con algo que no fuera lo que dejaban ahí escrito. Literatura que no debía leerse, publicarse; literatura por la que no debían sonrojarse porque estaba a buen recaudo: el anonimato, el silencio, el cajón de un escritorio. Ahora damos las gracias cuando vemos esos diarios en las estanterías de nuestras librerías. Han venido, y lo sabemos, a salvarnos la vida. Quizás así, como ocurre con la muerte, seamos capaces de apreciar la nuestra como se merece. Pero, lamentablemente, esto sólo ocurre con los diarios que son de verdad, con los que son un reflejo del escritor, para bien y para mal. No cuando un diario proyecta nuestra ira sobre sus páginas por saber, como sin duda sabremos, que es un truco de magia al que se le ven todas las tripas. No hay cicatrices, hay una pintura fea y demacrada. Si tenemos que ver las costuras, al menos que haya agujas.
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