Seleccionar página

Hace poco fue 9 de enero, y como el guaro no se puede vender ni consumir en esa fecha porque es duelo nacional en la que se conmemora la matanza que los gringos hicieron de algunos estudiantes panameños que querían la bandera panameña flameara junto a la gringa, nos fuimos a El Maracuyo el 8 de enero a las 11.00 p.m. David (el poeta) y yo a abastecernos de cerveza, whisky, ron, seco, gin y todo tipo de líquido etílico para luego irnos a esconder a la quebrada de modo que los policías que siempre hacen la ronda no nos vieran ni nos jodieran (aunque lo más seguro es que si nos hubieran visto no le habrían puesto mucho color a la vaina, les habríamos brindado una cervecita y allí mismo se la habrían bebido con nosotros y luego nos hubieran dicho que la cogiéramos con calma y que no hiciéramos ruido y que tratáramos de irnos temprano a la casa).

Foto: Betzy Arosemena

Foto: Betzy Arosemena

La cosa es que no llegaron porque la quebrada es un buen escondite, y allí nos quedamos David y yo conversando, hablando de poesía y de mujeres, a pesar de que los vecinos del pueblo nos miraran raro y pensaran que de seguro éramos maricones o que andábamos en mala vaina. Allí, después de quejarnos de los gringos y decir que son lo peor que ha existido en la humanidad, salió el tema de qué es la poesía, para qué sirve, qué carajo es un buen poema, etc. Entiéndase que ya la combinación letal de whisky con cerveza estaba haciendo su efecto en nuestros mal nutridos cerebros. David dijo algo que se sabe de memoria, pues no era nada menos ni nada más un texto que mandó a publicar hace ya un tiempo en una revista literaria y que por alguna extraña razón gustó mucho y que fue publicado en otras revistas impresas y luego en internet y que finalmente se volvió viral, lo cual le cabreó a David porque, en sus palabras, eso de volverse viral mata el arte, lo ridiculiza y lo trivializa de una manera flagrante. Este es el texto:

«La poesía es un hombre que le corta la cabeza a una iguana, le quita la piel, le come la carne y los huevos. Lo vi ayer. Pero no comí, Me puse a conversar con la cabeza de la iguana. Abrió la boca como buscando aire. A mí me pareció que me quería recitar unos versos. Dijo: “Come mi carne, come mis huevos, para eso he muerto”».

Yo lo escuchaba mientras bebía mi vasito de seco (no tomo whisky) y pensaba en Ascanio, pensaba en mis amigos gringos y en un par de gringas con las que anduve agarraditos de las manos alguna vez. Buenas tipas, no se enteraban de nada, pero eran buenas tipas. Entonces le dije a David que se recitara aquel texto que habla de un hombre cuyo destino se desconoce y bla, bla, bla. David me miró con impaciencia y recitó:

«Dan ganas de saber qué pasó con esa vida de hombre al viento, a qué pozo fue a dar, qué senos puso en su mesa el destino, cuándo, en qué momento conoció el hambre, cuánto labio partido dejó atrás, rodando su tristeza, flotando boca arriba en las aguas del río, a dónde llegó finalmente, qué manos estrechó, cuáles rechazó en su llegada, qué cama envolvió su muerte. Dan ganas de saber».

Le agradecí. Él se levantó y ser acercó a la orilla de la quebrada y orinó en el agua. Yo miré el cielo. Estaba oscureciendo. Me fijé en todo el alcohol que compramos: una exageración. Me tomé un último trago, me eché sobre la hierba y respiré. Dije:

«Dan ganas de saber, pero nunca lo sabremos». Ah, David.

 

Comparte este contenido