Por Diego E. Barros
Después de media vida pensando como Maradona que correr es de cobardes llega un día que te calzas unas zapatillas y sales a la calle. Es en ese momento cuando te das cuenta de que ya nada es lo que era. Dejando a un lado la inexistente capacidad pulmonar, el golpe llega cuando descubres que ya no corres sino que practicas running, que es lo que hacen los hipsters a los que El Diego llamaba con buen tino cobardes. Para hacer llevadero el desengaño se inventaron los auriculares tras los que nos escondemos pensando que así nadie reparará en unos tipos que van escupiendo los pulmones por las esquinas. El primer aviso que confirmó nuestra incapacidad para leer este tipo de señales fue cuando a Murakami escribió De qué hablo cuando hablo de correr. Por si fuera poco un escritor sano, todavía hay quien le quiere dar el Nobel.
Yo llevo muy mal los desengaños. Creo que es un trauma que arrastro desde que un buen día, temprano, mi madre me llevó al supermercado a comprar los Reyes aduciendo que los tres tipos de Oriente tenían demasiado trabajo como para ocuparse de todos los niños del mundo. Yo pensé que, joder, para un día que trabajan al año aún ponen excusas; pero no dije nada. Supongo que mi madre se dio cuenta del error y trató de hacerlo mejor con mi hermano pequeño. Tanto que casi le arruina la vida pues el crío se empeñó en tener un autógrafo de Papá Noel y a la mañana siguiente allí estaba la firma del gordo. Unas risas. Hasta que mi hermano quiso llevar el trozo de papel al colegio para presumir ante sus amigos. Los lloros vinieron después pues ya sabemos que el infierno está lleno de buenas intenciones.
Años después de aquello me casé un día de Madrid-Barcelona. Concretamente el del 2-6. Mi tío desapareció antes de que pusieran los postres y volvió dos horas más tarde para sentarse, taciturno, en una esquina. Lo llevó mejor que mi santa. Una semana antes del bodorrio, me llamó P. para preguntarme si sabía lo que iba a hacer. Le dije que sí y él que a quién se le ocurre casarse un día de Clásico. Pero tranquilo, dijo, ponemos una tele en el salón. Yo lo dejé pasar hasta que se lo dije a mi futura y me mandó al sofá. El fútbol en España es todavía difícil de asimilar para una yankee que como venganza acabó por hacerse del Atlético. Siempre pierden, le dije; así que pueden imaginarse ahora el desengaño de mi mujer.
Hay veces que los desengaños joden especialmente por venir de quien vienen. «No se espía a los amigos», ha dicho con esa sobriedad teutona que la caracteriza la canciller Merkel. Para hacerse la ofendida ya está Francia: «¡Qué escándalo, qué escándalo! He descubierto que aquí se juega» vino a decir un Hollande transmutado en el corrupto capitán Renault al conocer el celo de la NSA estadounidense por las conversaciones del Eliseo. Barack, con lo que tú y nosotros hemos sido. Yo prefiero pensar que nos espían por nuestro bien. Hubo un tiempo en que para descojonarse de alguien había que pillarle el álbum de fotos de la primera comunión. Hemos mejorado y ahora basta con echar un vistazo a su Facebook. Pero la culpa es de la NSA que hace su trabajo: saber. «Por saber muchísimo no os va a pasar nada malo, luego ya veremos. Si uno es ingeniero o futbolista, se le abren todas las puertas del mundo», dijo a los jóvenes Rajoy, un tipo que en los ratos libres ejerce de presidente. Un año antes y con el país a punto del cataclismo nos dejó claro que la felicidad está en las pequeñas cosas: «me voy (a ver el fútbol) porque la selección lo merece y porque el asunto está resuelto. Si la situación no estuviera resuelta, no iría».
Previsora, para prevenir daños mayores en Venezuela acaban de crear un «Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo Venezolano». No nos engañemos, qué es no encontrar pollo o huevos en el supermercado comparado con la felicidad suprema. Luego que si es la gente, que va hablando mal por ahí. Ni George Orwell podría haber escrito mejor nuestro desengaño.
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