Aquí donde hierve la poesía vernácula, donde se esfuma el tiempo, donde el letargo de las tardes se traga con espuma y caña. Hoy es un día como cualquier otro en la cantina El Maracuyo. Aquí vengo a filosofar, a leer, a dejar el pensamiento correr libremente y a observar a la fauna de borrachos que saben disfrutar de la campiña. (Aquí, amigos, se viene uno, con ayuda del fermento, a aniquilar la soberbia de las horas). Aquí vengo yo, soberano, a hacer nada, lo cual, en estos tiempos convulsos, equivale a mucho. Traigo curiosidad y sed. Traigo siempre un libro conmigo. Esta vez: el Quijote. He estado leyéndolo a ratos por más de tres años ya.
Me salgo del libro y miro alrededor, tomo fotos con los ojos, intercambio un par de palabras con el cantinero. Me dice que alguna vez leyó a García Márquez, pero que sobre todo leía novelitas de vaqueros. «Mi padre las leía también», le digo al cantinero. «Es una de las primeras memorias que tengo de mi padre», pero eso no se lo digo al cantinero, lo pienso solo para mí. En una mesa distante, un conjunto de música folclórica se prepara para tocar una pieza musical. El acordeonista manosea las teclas y se familiariza con el instrumento que, al parecer, no le pertenece. Miro la televisión que cuelga de la pared: pasan béisbol de las grandes ligas. Al bate está un beisbolista puertorriqueño. Estalla la música folclórica en la mesa lejana. En el ala derecha de la cantina hay un traganíquel. El traganíquel escupe reguetón puertorriqueño y pienso: «La vida es dura». Música de acordeón, reguetón y tele. «Cómo nos gusta la bulla a los panameños, carajo», pienso, «somos alérgicos al silencio». Miro la televisión: bola baja, hombre en primera y la cuenta tres y dos. El puertorriqueño, de quien se espera mucho, se poncha: desencanto para los fanáticos de la pelota. ¿Qué habría opinado Héctor Lavoe sobre el reguetón? ¿Le habría gustado? Y pensar que hay algunos panameños que con todo orgullo vociferan que el reguetón se inventó en Panamá y no en Puerto Rico. Diablo. Ay, bendito. Yo suspiro. Creo que debo ir al traganíquel a programar alguna de las canciones de Jéctor para así balancear las cosas con mis hermanos boricuas. Voy con el hidalgo bajo el brazo. Frente al traganíquel, miro las múltiples opciones. Indeciso, vuelvo la mirada a la pantalla de televisión: acaba el episodio.
Comerciales: un banco alemán es patrocinador oficial del Mundial de Fútbol. Los Mundiales siempre se preparan con mucha antelación para maquillar lo mejor posible la realidad cotidiana del país anfitrión, como se hizo en Brasil en el Mundial del 2014. Pienso en la película brasileña Ciudad de Dios: aquella escena en que un balón de fútbol es lanzado al aire y traspasado por una bala.
El conjunto folclórico toca la canción que dice «Me gusta esa mujer, pero es ajena». Yo digo que si la mujer, ajena o no, está dispuesta, dele plomo, compadre». Abro el libro: de don Quijote se ríen unas prostitutas. Cierro el libro. Miro a la mesa en donde toca el conjunto folclórico. El sordomudo que se encarga de limpiar la cantina los domingos está entre ellos y es el más entusiasta. La vibración es su música. Devuelvo la mirada a la pantalla del traganíquel. Busco aquel legendario disco de Héctor Lavoe y escojo. Las notas iniciales de Todo tiene su final me acompañan en mi regreso a la barra. Abro el Quijote. Las prostitutas se siguen burlando del caballero andante. La música del conjunto folclórico se mezcla con el llanto de Lavoe. El acordeón se fusiona con los arreglos de brass. El sordomudo se pone de pie y baila salsa y pindín. Pienso, entre caos y anhelo, que la esperanza es un sordomudo que baila.