Novela extraña, experimental, quizás literatura ergódica, exigente con el lector, que suprime todos sus asideros y lo sume en un abismo delirante. Se trata de El codo de la torcaz, del jienense Damián Cordones, primorosamente editada por Ediciones del transbordador. El autor monta una arquitectura narrativa articulada en diferentes planos, circunstancia que se refleja en una laboriosa tarea de edición, dado que junto al texto normal aparecen diferentes anotaciones a mano en varios colores, cuando no mapas, listas y dibujos. Este trabajo, que va más allá del propio texto narrativo, es fundamental a la hora de mostrarnos el cerebro de uno de los protagonistas funcionando a toda máquina bajo los efectos de las drogas o en la abstinencia. Porque la novela, tremendo ejercicio estilístico, aborda el sórdido mundo del narcotráfico, la resistencia ante el desahucio de un grupo de desgraciados…. Aunque quizás la trama del libro sea lo de menos y lo importante sea dejarse ahogar por el tsunami de ideas desbocadas y conciencias alucinadas que se nos ofrece con tanta originalidad. Un buen reto lector.
Quizás, lo primero, debería ser aclarar el significado de un título tan sugerente como insólito. Ya lo dije al inicio, todo resulta extraño al lector en la narración, empezando por ese codo de la torcaz. ¿Qué significa realmente? Al codo de la pata de la paloma torcaz se anudaba, en aquellas guerras, otras guerras que en nada se parecen a las de ahora, mensajes para que llegaran más allá de las posiciones enemigas. La paloma burlaba así, quebraba, un espacio doble, el meramente geográfico y el amenazado por el enemigo.
¿Pero a qué enemigo se enfrentan los dos protagonistas de la novela? ¿Cuál es su naturaleza? En principio, parece ser la voracidad urbanística de un consorcio inmobiliario que pretende desahuciarlos, y no solo a ellos dos, sino a todo el casco antiguo de una ciudad, el llamado zoco, para construir, después, un complejo de oficinas. Estamos ante un enemigo indefinido, y en su indefinición se hace todavía más monstruoso, peligroso, siempre y cuando no suceda que el verdadero enemigo habite con nosotros, en el interior del piso, sea la persona con la que resistimos, o incluso se ubique en el interior de nuestra propia cabeza, anegada de obcecación por las drogas y la frustración.
Algo así parece ocurrir en esta narración contada y revisitada una y otra vez por otras narraciones al margen (lo que he denominado triple articulación: la narración llevada a cabo por X más la revisión de las notas tomadas por X y los textos de Filosofía Libertaria), por correcciones y con párrafos tachados y enmendados a mano alzada, en una labor de composición del texto (incluida su labor de edición en varios colores y tipos de letras) tan original como desconcertante. Acaso, esa mezcolanza textual sea el reflejo de unos procesos mentales completamente alterados.
Porque nada es lo que parece en el relato, que se cimenta en las borrosas columnas del onirismo, del desequilibrio, de los estados alterados de la conciencia, hasta juntarse sucesos con sueños, percepciones con hechos aparentemente reales, para configurar una amenaza tan patente como abstracta porque:
“luego, evidentemente, están los infinitos pormenores de la existencia (…) Sin embargo me pregunto qué sentido tiene atender a las entregas y las minucias de lo ordinario cuando una amenaza terrible nos acecha y antes o después caerá sobre nosotros”.
Esta situación produce una asfixia, una claustrofobia en los protagonistas que, de inmediato, transmiten al lector. La novela es un flujo de conciencias y escrituras que parecen casi detenidas en el tiempo. Y ese avance lento de la novela, o casi retroceso de la acción, nos deja la impresión de asistir a un cuadro casi detenido en el tiempo, con sus protagonistas varados en una angustia paranoica, en un callejón mental sin salida.
El texto es fascinante en su propuesta de situaciones de inacción. Y entraña una dificultad enorme plantearse la escritura de una novela desde esas perspectivas existenciales de los actantes. Las referencias a un subtexto kafkiano y cortazariano (inevitable asimilar El codo de la torcaz al relato Casa tomada (en Los relatos vol. 2, Juegos, Alianza Editorial) y a un onirismo insectívoro al estilo del rumano Mircea Cărtărescu —quien, además, hace del onirismo una de sus herramientas literarias—, convierten a la novela en un relato desolado que, además, le arrebata al lector un suelo narrativo sobre el cual podría sustentarse.
Por estos motivos, la novela es brillantemente incómoda, exquisitamente desesperante, borgianamente laberíntica, un tipo de relato fantástico que bebe de las fuentes del extrañamiento exacerbado y de una cotidianeidad fúnebre y fantasmal. El trabajo espacial llevado a cabo por el autor, Damián Cordones, es un recorrido físico por el piso, madriguera, cubículo cochambroso en donde se refugian los protagonistas, pero también es introspección en sus cerebros aniquilados por las sustancias y permanentemente aquejados de una obsesiva manía persecutoria.
La pareja protagonista, insana hasta la exasperación, viene conformada desde el principio por sus nombres. Los dos inquilinos resistentes son Sawa y X. El primero, con resonancias a la bohemia, el segundo es una caricatura de hombre reducido a una letra, despojado de toda identidad. Sawa es el cocinero Jesualdo Salguero Gualda, que con su apodo se viste de toda una iconografía perfectamente identificable.
El Sawa real es Alejandro Sawa. Escritor y periodista español que se alimentó de la bohemia a finales del siglo XIX, en esa España de cafetines y corrillos literarios. Siempre endeudado, pidiendo dinero a todo el mundo, se convirtió en un esperpento de sí mismo, hasta el punto de que el Max Estrella protagonista de la obra de teatro Luces de bohemia (Espasa Calpe) de Valle Inclán se basa en él. También Pío Baroja lo retrata en su libro El árbol de la ciencia (Alianza Editorial). Una forma de alcanzar la inmortalidad muy alejada de la que el verdadero Sawa perseguía.
Caricatura y foto del bohemio Alejandro Sawa:
Sawa terminó enloquecido, y encontramos más que un reflejo en este doble literario que deambula por la novela de Cordones. Por su parte, X, vuelve a enlazarnos con Kafka y esa característica de sus personajes deshumanizados por el sistema, que tan solo se mencionan con una inicial, generalmente K. X está alienado, deshumanizado, en efecto, pero además de por el efecto de la maquinaria trituradora de la sociedad (como en los textos del praguense) también por las drogas. Además, la relación entre Sawa y X tiene como referente dos obras clásicas de la literatura.
Sawa es un Doctor Jekyll que juguetea con sus pócimas —incluso X le denomina chef Sawa—: corta la droga que vende con el propio sarro recolectado por las blatodeas, trabaja en otras fórmulas que sean capaces de transformar el comportamiento, y que administra a X, que es su paciente, el objeto de sus experimentos —una cobaya narcotizada, se define, en manos de tu experimento—, estableciendo una relación que recuerda a la del doctor Frankenstein con su criatura. Sawa intenta desenganchar a X con un tratamiento alternativo hasta el punto de X que no logra discernir lo real de lo percibido en otros estados inducidos por las sustancias. En un momento en que se siente inmerso en una especial claridad, X afirma:
“pero soy consciente de que ahora pienso como una persona normal”.
Y el lector, que no sabe muy bien a qué atenerse, se pregunta en que instante los pensamientos de los personajes se aproximan a la normalidad: ¿bajo las drogas?, ¿durante el asedio?, ¿en periodos de una relativa sobriedad alienada?, ¿existen esos periodos? Ciertamente, la amenaza que se cierne sobre ambos personajes tiene mucho de burocrática, administrativa:
“La bombilla parpadea. Los fogonazos continuos nos hacen temer un nuevo apagón. M0rne cuenta con el apoyo del Concejo. M0rne es también la Administración. Todos forman parte de un Ellos. Son dueños de los recursos. Hemos habitado en los recursos sin saber qué, ni cómo. Ahora ellos son los dueños de eso y nosotros (nosotros) somos en parte también eso y nos damos cuenta de que vivimos en un lugar que no hemos construido. «La luz es de ellos», ha dicho en alguna ocasión Sawa, como si fuese un chamán en trance. «La luz es también de ellos, pero no pueden alumbrar el espacio que ocupamos nosotros»”.
M0rne es el enemigo, por tanto. Omnipotente, pero de momento han conseguido burlarlo. Las tareas a las que se dedican dentro del piso son igualmente inquietantes, descorazonadoras y desagradables. Llevan a cabo un estudio del sistema de las cañerías mediante el empleo de unas cucarachas, las blatodeas, que se alimentan del sarro acumulado en el interior de las tuberías y que parecen obedecer a cierto adiestramiento primitivo.
Y dentro del texto, un texto marsupio que a su vez contiene otro, llamado Filosofía Libertaria, un compendio de ideas que buscan la forma de reventar el sistema social; estas referencias a la Filosofía Libertaria añaden una profunda visión filosófica y existencial, también nihilista, que puede recordar a manifiestos redactados por desequilibrados mentales al estilo de los escritos de Unabomber, por ejemplo:
“Los parias no tienen territorio, son nómadas de una cabalgadura nocturna”.
Sawa pretende reventar la sociedad que lo ha marginado a base de arrojarle cargas de profundidad teóricas que, tal vez, un día podrían traducirse en actos de sabotaje. La Filosofía Libertaria es una venganza narrativa clandestina que muy bien podría conectar, en su intento de buscar una justicia social sui géneris, con los comunicados cibernéticos del grupo Anonymous.
Toda un nómina de secundarios (¿existen realmente o son emanaciones producto de la mezcalina o la heroína?) trapichean, compran drogas, envían y reciben mensajes gracias a la red torcaz. Incluso se asesinan unos a otros, y se traicionan, se pasan de bando, dotando a la narración de una extraña configuración a mitad de camino entre la novela negra y la literatura del realismo sucio, en donde lo verdaderamente importante, “lo único que importa, es la estrategia”. La forma, no el fondo, la resistencia en sí tampoco es lo crucial sino la manera de resistir, eso es lo importante.
Volvamos nuestra atención sobre las impactantes blatodeas, de evidente carga simbólica en su deambular por las tuberías. Estos operarios del sarro representan una formulación mucho más compleja, mayor:
“Para que un operario alumbrase la idea gregarismo, recorriendo los puntos y los conceptos oportunos —como si estuviera erigiendo la arquitectura de ese elemento de comunicación—, necesitaría estar toda la vida vagando por las tuberías de la errancia; lo estaría hasta la muerte, como de hecho suele pasar (quién asegura que no sea esta tal vez la esencia de la vida…). El miedo, el vacío, la indeterminación, la pereza, la necesidad, el tedio… la idea llegaría con significado a través de esos puntos cruciales, pero… ¿Portan las existencias algún mensaje? ¿Existe algo que estos organismos transporten penosamente a lo largo de sus vidas, algo único e irrepetible, algo que nunca se volverá a repetir cuando perezcan? ¿Ocurre o puede ocurrir que en su trayectoria nunca topen con el receptor, con aquel que ha de interpretar el mensaje que arrastran y para lo que están destinados? ¿O, por el contrario, sus vidas no llevan a ninguna parte y su existencia es tan banal como cabe suponer?”.
Echemos un vistazo a este párrafo: Sawa y X están inmersos en una lucha contra el gregarismo. Pero eso no es lo crucial del texto anterior; tomando a las blatodeas como modelo se reproduce la vida sumisa, la vida de los sometidos que vagan sin un sentido último, y se plantea la validez de unas existencias que quizás carecen de sentido, así como proyecta la duda sobre conceptos religiosos. Estamos aquí para nada. Estamos solos. Nuestras vidas son insignificantes y nunca conectaremos con un ser superior, tal vez un Dios, o una creencia, que nos proporcione la clave de la existencia. X afirma una realidad terrible:
“Sé que puedo estar avanzando por una cañería ciega”.
X es una blatodea más…, pero ¿Sawa también? En semejante caldo intelectual están inmersos ambos personajes. Sawa y X experimentan lo que denominan fobia empática, y que justifica su aislamiento:
“Huimos de todo aquello que pudiera vincularnos y asociarnos a un grupo, a la llamada condición humana. Una espantada genética, un retiro racial”.
Y el caldo se agita y remueve cuando descubren que han sido descubiertos por un agente de M0rne, al parecer disfrazado de falso yonqui, ¿pero descubiertos en qué? Ese instante, el del trapicheo delator, se temporaliza como si sucediera a cámara lenta, en una disección cuántica de cada instante elevado al paroxismo. Ante el suceso, hay que pedir ayuda a la red torcaz, emplear las palomas y poner en alerta al resto de integrantes de la red, que realmente son un grupo de camellos que se dedican al menudeo.
Son X y Sawa contra el mundo, el mundo exterior o de allá, un mundo enfermo que se hace pasar por sano, para quienes los dos personajes son los perturbados. La siguiente declaración resulta clave y enfrenta a los dos personajes contra la realidad:
“el mundo de allí, de la urbe, de la esclavitud de la decencia y del sometimiento, el mundo de los sanos”.
Pero mucho cuidado, porque en una afirmación cuántica se advierte que:
“no ser esclavo en un sistema no te exime de serlo en otro”.
A estas alturas, el esfuerzo de atención exigido al lector es importante, y la presentación de cuadros, esquemas, listas y una narración estructurada en la desestructuración recuerdan a otra novela ergódica, La casa de hojas de Mark Z. Danielewski (en Alpha Decay y que, incomprensiblemente, se han negado a enviarnos un ejemplar para realizar un completo estudio sobre ella). Comparo ambas estructuras en las siguientes fotos:
El codo de la Torcaz: columnas, hojas tachadas…
Dibujos y la triple articulación:
La casa de hojas:
Y a quienes duden o desconozcan de qué trata y cómo se constituye la novela ergódica, les remito al siguiente enlace:
Sawa persigue mediante sus fórmulas y alteraciones de las drogas una especie de trombosis intelectual, lo que denomina alucinación epistemológica consistente en:
“la incapacidad de distinguir los distintos sistemas de pensamiento que estructuran el mundo, una confusión metafísica (…) El sujeto construye un único sistema con piezas de otros sistemas (paranoia) y pretende capturar el exterior (…) Nunca puede llegar a desprenderse de esa sensación de falacia y artificio, de ese lastre espurio que nos somete y al que llamamos realidad”.
Esta nota de Sawa, extraída de su Filosofía Libertaria, se define el artefacto literario que tenemos entre las manos: El codo de la torcaz. Y también el proceso alucinatorio de X —que incluso, en unas magníficas páginas, asimila su cerebro a un poblado de chabolas de la droga por donde realiza un viaje—, y del propio lector, ambos condenados a la tiranía de la realidad que nos lleva constantemente a buscar un sentido a todo, incluido aquello que estamos leyendo…, y a lo mejor ese sentido no existe, o se encuentra oculto bajo una reinterpretación de la realidad para la que no estamos todavía preparados:
“La alucinación es la única vía de subvertir la realidad”.
¿Y qué mayor alucinación que una novela?