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Al inicio de Las Alegrías (Cubo Blanco) esta profesional canaria nos hace pasar, a nosotros los espectadores, por un dilatado proceso de caldeamiento, en el que no tuvo por qué otorgarnos ningún tipo de concesión, para irnos desvelando los paisajes procedentes de su mundo interior. No obstante, el único punto de vista al que teníamos acceso, era el fruto de la interacción entre su cuerpo y la piedra que escogió como atrezo.

 

En esta línea, ella se las fue ingeniando para hacer parecer que estaba coordinada con la piedra, mientras se nos exponía un dúo en el que su danza se manifestaba a través de cómo ambos se iban desplazando por el espacio escénico. De cualquier modo, fuimos siendo testigos de cómo el cuerpo de ella se incorporaba, gradualmente, a un estado asociable al de un ser humano. Es decir: En Las Alegrías (Cubo Blanco) todo transcurría como si sólo el paso del tiempo se podría medir por cuál altura había alcanzado la piedra, y en qué lugar y en qué postura se encontraba el cuerpo de Paula Quintana. Lo cual supone que esta profesional nos estaba conduciendo a una dimensión en la que, nosotros los espectadores, estaríamos tan aislados del cotidiano como lo ella estaba durante su interpretación.

Esta pieza es tan absorbente, que habría que hacer un acto de resistencia para no sucumbir a los seductores movimientos de su cuerpo. Del cual emergían desde su interior, un sinfín de “brotes” que eran visibles porque ella los desencadenaba, abriendo espacios dentro de su propio cuerpo. Y justo en lo anterior, es donde reside la esencia de la danza, en contraste con esa idea desvirtuada, que versa en “imitar” formas que nos remiten a convenciones bien establecidas.

Foto: Miguel Barreto

Foto: Miguel Barreto

 

Es fascinante como Paula Quintana puso entre paréntesis dinámicas, que aunque uno prevé que tendrán cierta efectividad ante un público más o menos versado, en favor de que ella nos mostrase su soberanía como creadora y como persona portadora de un cuerpo formado. Es decir: Ella transitó por un terreno, que nos deja en claro, que la adquisición de una técnica académica nace de haber hecho una suerte de “simulaciones” de lo que es bailar, para que poco a poco uno pueda irse aproximando, al qué supone ser y estar en el cuerpo de uno mismo. Por tanto, hacer una ontología de lo que es un cuerpo que baila ha de pasar, necesariamente, por un proceso de auto reconocimiento como ser en un cuerpo, no un ser que usa su cuerpo para una tarea determinada, incluyendo, por supuesto, ejecutar correctamente un ejercicio de técnica académica.

Mientras tanto, Paula Quintana iba cogiendo altura, su relación con el espacio cobraba volúmenes que no nos eran identificables cuando se “derramaba” por el suelo. El caso es que cuando ella alcanzó el nuevo estadio de estar a media altura o de pie, siguió explorando dirigiéndose a un horizonte en el que el “afuera” y el “adentro” de su cuerpo se articulaban. He allí que me decante por afirmar, que lo que podemos llamar “danza” en Las Alegrías (Cubo Blanco), es equiparable con una alegoría de la obra que hace un ser humano a lo largo de su vida…

Foto: Javier Pino

Foto: Javier Pino

 

Paula Quintana hizo tal despliegue de vitalidad e intimidad para con nosotros los espectadores, que parece que ella cada vez que representa esta pieza, se desprende de una capa más. No tanto como si ella renaciera (que en parte se hace alusión a ello, hacía el final de este trabajo); sino en realidad, como si la integridad de su ser estuviese algo más cohesionado. Y aún con todo, se entregó a nosotros los espectadores, como si su razón de ser sea dar por el mero hecho de dar.

Me cuesta recordar una pieza tan compacta que a la vez se haya proyectado hacia infinito; me cuesta recodar momentos en los que me sentí como si volviese a descubrir la danza por primera vez… Sinceramente, Las Alegrías (Cubo Blanco) es una experiencia inolvidable y hermosa.

 

Foto: Javier Pino

Foto: Javier Pino

 

 

 

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