Por Diego E. Barros
Partamos de la base que usted es un afortunado. Mire a su alrededor. Ha tenido la suerte de nacer en uno de esos países que llaman avanzados o del primer mundo. Para empezar, al salir a la calle hay pocas posibilidades de que su vecino, o el que vive tres calles más abajo o en la ciudad más cercana, le pegue un tiro por qué lleva en la cartera o por cómo piensa. Mírese ante el espejo. Va vestido y calzado. No conoce el hambre. Dentro de su grado de fortuna tiene un trabajo, mal pagado, pero es algo. Su vecino del quinto está en el paro. Pertenece a la generación de los baby boom. Sus padres le dieron la oportunidad de estudiar y la aprovechó. Otros no. Tiene una carrera; vale que no trabaje de lo suyo pero qué quiere, no todo puede ser perfecto. Tiene una pareja que también gana menos de mil colocando ropa en un Zara. Comparten un piso, pequeño pero no necesitan más. No hay hijos; ya no sabe si por egoísmo o porque no pueden permitírselos. Ni hipoteca y, ya digo, es afortunado. Hay quien tiene hipoteca, hijos, pero no tiene trabajo.
Un par de veces por semana se toma unas cañas con los amigos. Cada vez vienen menos, eso sí; algunos ya no trabajan y han pasado de las cañas. Otros han vuelto a casa de papá y mamá. Ya no los ve tan a menudo como antes. Ellos también son afortunados, a los 35, de tener todavía una casa a la que volver en espera de que mejore el tiempo. No tiene vicios inconfesables más allá de esas cañas, unos cigarrillos y algo de lo que llaman cultura: libros, música, películas. Pongamos que ha tachado de la lista música y películas. No porque haya dejado de consumirlas, sino porque ya paga una línea de Internet, unos 40€ al mes. Hay que justificarla, son dos cines y cuatros discos. O al revés, o como usted administre sus gastos que también incluyen ropa y comida. No sólo de alimentar el espíritu vive uno. Con lo de los libros va tirando, tiene cierto respeto por la hoja escrita. Todavía. Pero comienza a sucumbir a la tentación de las descargas de epub. De vez en cuando se pega un viaje con su pareja. En una de esas aerolíneas que llaman de bajo coste y usted de alto sufrimiento porque que lo tratan como a ganado. Pero es lo que hay. Son pocos días, se queda en un hotelucho barato o en un albergue y come de menú o de bocata. Sigue viviendo, mes a mes, consultando una cuenta bancaria que sin estar en rojo, jamás pasa de la primera mitad de las cuatro cifras. Es lo que suele decir cuando sus padres le hablan de familia, casa, responsabilidades y esas cosas que ellos hicieron antes y que ahora esperan de uno. Ley natural, le llaman. Aunque últimamente parecen haberse olvidado.
Tiene cierta conciencia política. No mucha, no hay que exagerar. Alguien le dijo hace tiempo que la época de las causas y la lucha había pasado. Ya es un ciudadano. Un miembro de la clase media de la que hablan los que dicen, curiosamente, que ya no hay clases. Mejor un consumidor, ya que la política es un rollo, como dice uno de sus amigos. No todo es política, repite, y de un tiempo a esta parte usted piensa que esa es una posición muy política y puede, incluso, que peligrosa. Participa de las redes sociales. Facebook, Twitter, tiene e-mail (imprescindible), un móvil de esos de última generación desde donde de vez en cuando cuelga una foto o suelta un comentario inocuo. O eso cree. Desde el 15-M va a alguna que otra manifestación. Ya tiene claro que esto no es una crisis, sino una estafa. Pero es afortunado, es un ciudadano libre en una democracia avanzada. Lo sigue creyendo a pesar de que últimamente las señales de alarma no dejan de sucederse.
Un día le llamaron perroflauta, una palabra muy simpática. Pasó el tiempo y le llamaron antisistema, terrorista y nazi. Nazi es una palabra que para nada es simpática. Coño, fue a la universidad y estudió lo del nazismo. También, de pasada, el gran hermano de Orwell, el mundo feliz de Huxley y hasta el Código 46 de Winterbottom. Aunque encuentra parecidos, todavía distingue entre realidad y ficción. Ha leído en el periódico que todas sus comunicaciones son intervenidas por el Gobierno, el mismo que le llama antisistema, terrorista y nazi. En el fondo lo sospechaba. Ha leído que en Turquía hay una buena liada y que su primer ministro ha dicho que el Twitter es «una fuente de problemas para la sociedad actual». Incluso ha escuchado a un tertuliano en una cadena de radio que se llama «progresista» decir que «Turquía es una democracia. Una democracia compleja. Ahora mismo hay 40 periodistas encarcelados. Pero es una democracia». Y se ha sorprendido que el resto de periodistas que estaban con él esa mañana no dijeran ni mu. Hace un ejercicio didáctico: «Cuba es una democracia. Una democracia compleja. Ahora mismo hay XX periodistas encarcelados. Pero es una democracia». Después sustituya Cuba por China, Irán, Arabia Saudí, Marruecos y tantos otros. Estremecedor. Y luego le ha dado por pensar que esa es una de las razones por las que ha dejado de leer los periódicos. Últimamente, (casi) todos dicen unas cosas muy parecidas y extrañas.
Eche un vistazo al mapa. Ponga el dedo en casi cualquier punto de Asia, África o Latinoamérica. O mejor no, allí no hay nada nuevo. Póngalo en Europa o Norteamérica. Aunque piense que no ha fracasado, que son los otros, ayer fue Ada Colau y desde hace tiempo viene siendo usted. Pero no se amargue la fortuna de creerse un ciudadano libre dentro de la insoportable levedad de nuestra(s) democracia(s).
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