Por Diego E. Barros
La crisis nos está pegando tan fuerte que de quedarnos sin palabras hemos pasado a importarlas. Ha ocurrido con el famoso escrache. He ido a la RAE y no aparece. Sí lo hace el verbo escrachar que es definido por nuestros académicos como como un coloquialismo llegado del Río de la Plata con los significados de «romper, destruir, aplastar» y «fotografiar a una persona», lo que viene a certificar aquello que John Lennon decía de la realidad: «cuanto más la enfrentemos más nos damos cuenta de que la irrealidad es el programa principal del día».
Recurro a Fundeu, convertido ya en el Libro de Petete para todo aquel con la necesidad imperiosa de juntar letras sin mayor intención que la de hacerlo. Hace referencia la fundación al Diccionario de americanismos, de las Academias de la Lengua, para definir el escrache como una «manifestación popular de denuncia contra una persona pública a la que se acusa de haber cometido delitos graves o actos de corrupción y que en general se realiza frente a su domicilio o en algún otro lugar público al que deba concurrir la persona denunciada». Tiene su aquel que sea Fundeu, institución sufragada por un banco, la que defina un fenómeno cuyo origen no es otro que monetario. Tuve a un profesor a quien paradojas de este tipo le servía a menudo para definir la modernidad. No en vano, antes que él, ya fue Einstein el encargado de avisarnos de que cuando las leyes de la matemática se refieren a la realidad, no son ciertas y cuando lo son, no se refieren a la realidad.
Como lector desordenado mantengo un vicio que raya el fetichismo: no puedo resistirme a un buen título, cuanto más largo, mejor. Del verano que vivimos peligrosamente, saqué en limpio un libro titulado La hora estelar de los asesinos. Comprenderán mi emoción. El protagonista era un policía que en los últimos días de la Praga ocupada por los nazis soltaba una de esas frases que deberían ser de tatuaje obligatorio: «Va a empezar la fiesta de los asesinos, mi amor. Se están juntando todos para el banquete… nunca se asesina mejor que cuando llegan las horas estelares de las naciones». Si bien tiendo al pesimismo, me cuesta caer en el tremendismo aunque viendo los periódicos se puede pensar que llevamos tiempo viviendo una noche de estrellas.
Cuando las cosas iban bien, resultaba divertido ver a nuestros políticos insultándose mutuamente en el Congreso. Lo difícil fue cuando todo comenzó a torcerse y pasaron a insultarnos a nosotros. Durante un tiempo nos entregamos al hipismo quincemero lo que le pareció una ocurrencia a políticos y otros salvapatrias: no hay más democracia que esta, decían. Ahora la gente está cabreada y la ha tomado con sus representantes. Lo que sería lo más lógico en cualquier lugar del mundo menos en España, donde la lógica dejó de tener sentido mucho tiempo antes de que Bárcenas pudiera presentarse en su propio juicio como acusación y acusado. Lo he dicho ya, nadie debería extrañarse. Con la que está cayendo, que a nuestros representantes les jodan el descanso es una prueba de que el país sigue siendo bárbaro en su civilización. Lo raro es que todavía nadie se haya liado la manta a la cabeza.
Poco ha importado que jueces españoles y europeos les hayan dicho a nuestros representantes que nuestras hipotecas eran ilegales y abusivas. Poco ha importado que las estadísticas sigan escupiendo mes tras mes que la única realidad que progresa adecuadamente está en la cabeza de la señora Báñez. Poco ha importado que Montoro siga haciendo oposiciones para artista del Stand Up cada vez que tiene un micrófono delante. Poco ha importado que el presidente lleve tres meses sin ponerse ante uno. Ahora que la sangre empieza a salpicar sus lustrosos trajes, los políticos comienzan a ponerse nerviosos e invocan unos valores democráticos que hace tiempo se ocuparon de echar por tierra a marchas forzadas. A todo nos han respondido con ingeniería jurídica, que lo mismo vale para una ETA que para un descosido como el hipotecario. Ahora, como buenos conversos, han lanzado una caza de brujas mientras amenazan con echarnos a los perros.
Sobre los que en el EEUU de los cincuenta testificaron contra sus compañeros ante el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, la lucidez del coronel Kurtz se apoderó de Marlon Brando para decir: «La conversión de la izquierda americana no fue por cuestión de principios, sino para salvar sus piscinas». Leo esta frase y no puedo pensar más que nuestros políticos, especialmente en Rosa Díez, hoy erigida en salvapatrias mayor del reino después de décadas viviendo a costa del mismo. Es normal. Meterse a diputado siempre fue el primer paso para dejar de tratar con la plebe. Uno comienza por montarse en coche oficial y acaba por olvidar cómo es ir en metro. Se lo digo yo: cada vez más caro. Hasta que un día nos hartemos de pagar y entonces será tarde.
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