Siempre me ha gustado el francés Frédéric Beigbeder y con su última novela todavía más. Me refiero a Una vida sin fin, editada por Anagrama, en donde nos sirve un cóctel narrativo que bebe de muchas fuentes, todas ellas relacionadas con el género distópico, que aliña con un poco de autoficción (el autor y su familia son los protagonistas), junto a un sobresaliente trabajo de documentación científica. En la novela se aborda el transhumanismo, la utopía médica, la utopía cibernética y tecnológica, la distopía de la inmortalidad, creando un libro de no-ciencia ficción, dado que las técnicas que se mencionan y los científicos y lugares que aparecen son reales, producto de la investigación y las entrevistas sostenidas por el autor. Hoy, queremos vencer a la muerte en Achtung!
Lo primero en que me fijé cuando me disponía a leer la nueva entrega de Beigbeder fue en una afirmación que la editorial resaltó en la faja que acompaña al libro: “Una novela de ciencia no-ficción”, palabras del periodista de la RTL, Bernard Lehut, y que al principio pueden sorprender. ¿Acaso no son todas las novelas una ficción? ¿Acaso puede existir un género de ficción que no sea ficción, o una literatura de ciencia que no sea ciencia ficción?
En muchas ocasiones los contenidos de las fajas que eligen las editoriales pueden ser delirantes, pero cuando uno termina la lectura de Una vida sin fin se da cuenta del acierto de Anagrama al seleccionar esta afirmación como gancho. Porque es exacta. Define a la perfección el contenido del libro.
De esa forma, en la forma de ciencia no-ficción, el híbrido futurista distópico propuesto por el autor se mezcla con el reportaje periodístico, para mostrarnos el eterno tema del hombre que juega a ser Dios, con consecuencias frankensteinianas. Divertidísima, amena y con un estilo ligero pero tenaz, provocativo e incisivo. Y es una novela, claro.
La premisa de la que parte Beigbeder es tan simple como disparatada (¿o tal vez no lo es tanto?). Hace poco vi una película titulada La fuente de la vida, del intrincado director neoyorquino Daren Aronofsky y con un dúo protagonista integrado por Hugh Jackman y Rachel Weisz, que planteaba el meollo beigbederiano de Una vida sin fin. En el film se afirmaba que “la muerte es una enfermedad”. Por tanto, solo tenemos que atajar sus síntomas para detenerla. Pues bien, esta es la idea de partida del viaje, de la itinerancia por medio mundo que emprende el protagonista de Una vida sin fin, el propio Beigbeder junto a su familia: el deseo de no querer morir. La necesidad de frenar los síntomas de la vejez y conseguir una vida eterna.
De acuerdo… ¿Pero podemos conseguir una vida eterna, sin fin, tal y como reza el título, más allá de una congelación de la cabeza al estilo del mito de Walt Disney o de un proceso criogénico no del todo fiable? ¿Existen otras formas que no pasen por la hibernación helada? Beigbeder, padre de una hija y enamorado de una mujer maravillosa, se lanza en busca de cualquier remedio capaz de frenar el envejecimiento: la vieja utopía de la inmortalidad que, remozada desde el avance científico del siglo XXI, se hermana con el transhumanismo, el copia y pega de cadenas genéticas como quién edita un documento de Word, o con vaciados y renovaciones de la sangre al más puro estilo de la leyenda protagonizada por Mick Jagger y Keith Richards.
Walt Disney y el dúo Jagger-Richards, mitos de las prácticas en búsqueda de la inmortalidad: criogenización y transfusiones:
Pero hay más, claro, porque en los avances científicos que nos prometen vivir mil años, o para toda la eternidad, se suceden con rapidez centelleante: técnicas de laboratorio, toqueteos de cromosomas, tratamientos complejísimos, que solo dependen de lo abultado que tenga la cartera la persona que desea la inmortalidad.
Es un tema que permite ser abordado desde diferentes puntos de vista: narrativa de ficción, libro de investigación, crónica periodística, informe científico, novela de ciencia ficción, distopía técnico-médica… y Beigbeder, en su línea genial, con esa especie de collage narrativo que presenta en sus novelas, elige hacerlo desde todos los puntos de vista a la vez. El resultado es magnífico.
Y a todo ello, porque Beigbeder no puede resistirse a su estilo, a su marca personal literaria, le añade una trama autoficcional, esas falsas realidades biográficas que se insertan en los diferentes planos de la realidad; y así comienza el juego literario:
“La diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble”.
Esta frase, con la que el autor da comienzo al libro, es de Mark Twain, y pone el foco sobre el asunto principal del texto, que eso de alcanzar la inmortalidad puede parecer un disparate:
“pero hoy la ficción es menos disparatada que la ciencia”.
Muchas páginas después, Beigbeder nos advierte de lo que nos hemos encontrado en el libro:
“Ya no había diferencia alguna entre la realidad alrededor de nosotros y la ciencia ficción”.
Asistimos—yo lo hago boquiabierto—, a un recital de procedimientos que superan cualquier fantasía con que hayamos podido toparnos en novelas de ciencia ficción. Y son reales, como lo son las clínicas, las instituciones y los lugares; las personas también, como no, los médicos y científicos, que desfilan por las páginas de la novela. Estamos ante un trabajo de Gran Periodismo que se convierte en Gran Literatura.
El esfuerzo de Beigbeder no es construir una distopía médica apoyada en falsedades, sino entrevistarse con las eminencias que están desarrollando las técnicas más avanzadas, reproducir sus palabras y sus explicaciones —recopiladas a lo largo de 2015 y hasta el 2017—, incluso someterse a algunos de esos tratamientos. Y creo que aquí entra en juego la autoficción…, no estoy muy seguro, pero no soy tan inocente como para creerme que Beigbeder se ha prestado a ciertas prácticas… No podemos obviar ni olvidar lo principal: estamos, ante todo, leyendo una novela, y como tal, este género se define por su ficción. La mentira ficcional aparece junto a su contrapunto de verdades:
“Todos los nombres de personas o empresas, direcciones, descubrimientos, startups, máquinas, medicamentos y centros clínicos mencionados existen realmente”.
Esta última advertencia final deja ya lista, preparada y dispuesta, la monumental Caja de Pandora en forma de libro que se abrirá ante nosotros. La quimera en pos de la vida eterna aparece más próxima de lo que pudo parecernos al leer las novelas de Isaac Asimov, Don DeLillo, Saramago, Borges o Huxley, entre otros muchos.
Tras esas advertencias iniciales que nos sumergen en el juego metaliterario aparece un primer capítulo breve, de apenas página y media, deslumbrante. Y lo de deslumbrante no lo digo por su calidad literaria, que también, sino porque, además, se nos plantea todo el drama y la épica de las estrellas que se colapsan y mueren, pero cuya luz nos sigue llegando desde los confines del universo. La potencia metafórica de esta apreciación no puede escapársele a Beigbeder que sabe muy bien, nosotros también, que las claves de las respuestas a los misterios que plantea el ser humano se encuentran arriba, en el cosmos.
La luz de una estrella desaparecida, ese light gap, es “la prueba de que es posible seguir brillando después de la muerte”. En efecto, pero a nivel humano el asunto puede resultar mucho más miserable. Beigbeder compara este efecto con el de las llamadas al teléfono de alguien que ha fallecido y que todavía nos permite escuchar su voz en el mensaje del contestador:
“¿Al cabo de cuánto tiempo disminuye la luminosidad de una estrella que ha dejado de existir? ¿Cuántas semanas tarde un operador de telefonía en borrar el contestador de un cadáver?”.
Estas dos preguntas que se formula el autor ponen de relieve el miserable logro pasajero de la permanencia humana tras la muerte. A un escritor, un creador, un artista, sus obras le van a permanecer, esa sería su luz una vez extinto, pero Beigbeder no quiere conformarse con eso. Desde que nacemos estamos programados para morirnos, desde el primer instante ya empezamos a corrompernos, a pudrirnos, hasta que nuestro cuerpo se agote. El proceso de deterioro irremisiblemente acabará enterrándonos. Este drama cotidiano que interpretamos como una gran tragedia es simplemente el abecé de la vida. Y los libros, como pequeñas luces pulsantes en el recuerdo, en principio no le bastan a Beigbeder. Porque no quiere abandonar a los seres que ama, a su hija y a su mujer, por mucho que sus libros alumbren la posteridad. ¿No puede la ciencia hacer algo para evitarlo?
La todopoderosa ciencia, esa que nos muestra sus avances y formidables adelantos cada día, que nos ciega con el poder de su conocimiento, no ha conseguido detener la muerte, pero sí el envejecimiento. Formas de retrasar le muerte pueden existir muchas, pero vivir eternamente, o un numero indecente de años, solo puede llevarse a cabo de una forma: viviendo para siempre porque
“La vida es una hecatombe. Un asesinato en masa con cincuenta y nueve millones de muertos al año. Un millón novecientos mil fallecimientos por segundo. Ciento cincuenta y ocho mil ochocientos cincuenta y siete muertos al día. Desde el inicio de este párrafo en el mundo han muerto veinte personas”.
En este caso, no hay nada peor que acabar formando parte de esos números, de esas estadísticas, y algún día las engrosaremos.
Además de estas reflexiones sobre la mortalidad, o sobre la búsqueda de la inmortalidad, Beigbeder afronta otro tipo de problemas relacionados con nuestra modernidad: la aplastante presencia de la cibernética y la robótica, la influencia digital en la educación de la infancia, las vidas que vivimos a través de las redes sociales, las falacias de la impostura de lo que el autor denomina no-vida y que creemos existencia y no son más que toneladas de píxeles (en el texto se desarrolla una irónica teoría del selfie), todo ello para concluir que el hábitat en el que nos movemos ha experimentado una evolución involutiva: hemos pasado del “pienso luego existo” al “poso luego existo”. Beigbeder demuestra así su fino olfato, repleto de sarcasmo, a la hora de entender la empobrecida realidad que vivimos.
El genoma será la primera parada de Beigbeder en su combate contra la muerte. Y el escenario la Clínica del Genoma en Suiza. Y el personaje, el profesor Stylianos Antonorakis. Estos toqueteos del ADN, este manoseo de las cadenas entrelazadas, quizás sea, dentro del anhelo de eternidad, la técnica más difundida, conocida y que ha protagonizado más noticias en la televisión. Después, será el Hospital Europeo Georges Pompidou y el eminente cardiólogo Frédéric Saldmann. Luego el Hadassah Ein Kerem Hospital Center de Jerusalén y el doctor Yossi Buganim. Más tarde, la clínica Viva Mayr en Austria, a la búsqueda de la autotransfusión; cerca del final del libro, el East River Lab de Celletics, Nueva York, y el doctor André Choulika, y también la Escuela de Medicina de Harvard, Boston, y el profesor George Church obstinado en la exploración de cómo detener, e incluso revertir, el envejecimiento.
El eminente cardiólogo Frédéric Saldmann y el doctor Yossi Buganim:
La inmortalidad quizás se pueda alcanzar mediante la religión, pero esa idea no parece tener mucho espacio en el discurso armado por Beigbeder. Le atrae la idea, la parafernalia que desarrollan los egipcios con sus rituales para garantizar el tránsito al más allá. Pero no siente el mismo afecto por las religiones monoteístas: “la iglesia es el balneario del alma”.
El doctor André Choulika y el profesor George Church:
Todas la técnicas que buscan ofrecernos la inmortalidad o alargarnos la vida pueden parecer cuestión de chamarileros o meros trucos ilusionistas. A lo mejor le estamos pidiendo a la ciencia un imposible, porque buscamos que nos ofrezca una esperanza optimista y en este sentido Beigbeder se muestra contundente:
“En un mundo en el que los hombres son mortales, cualquier optimista es un estafador”.
La novela presenta la posible evolución distópica del homo sapiens a transhumano y posthumano. Si pudiéramos evitar la muerte nos arrebataríamos algo de nuestra naturaleza, aquello que precisamente nos vuelve humanos. Y eso, quizás, sea un absurdo. Al fin y al cabo, podemos leer en el libro que:
“una vida sin fin sería una vida sin objetivo”.
Como concluye Beigbeder, al final, “la literatura puede vencer al tiempo”. Yo añado: quizás sea lo único que pueda vencer al tiempo. Esa es la mejor forma de hacerse inmortal. Y no olvidemos que, en un libro que plantea tantas posibilidades, el lector solo puede terminar extrayendo una conclusión que algunos atribuyen al escritor Daniel Defoe y otros al inventor Benjamin Franklin: “Lo único seguro en la vida es la muerte y pagar impuestos”.
En cualquier caso, sea quien sea el padre de la afirmación, lo cierto es que parece que se cumplirá hasta el fin de los tiempos. Siempre nos quedará Beigbeder y su lectura para sentirnos un poquito más cerca de la inmortalidad o, al menos, de la salvación que puede ofrecernos la lectura de un libro excelente, un pequeño respiro a los terribles tiempos que corren.