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Opinión, Abel PeñaPor Abel Peña | Ilustraciones Roi Paz

El pasado día 8 de julio el transbordador Atlantis realizó su último vuelo. La razón para terminar con el sueño espacial es de lo más prosaica: el dinero. Coquetear con el espacio ha costado 200.000 millones desde 1972 y ni siquiera la economía más fuerte del planeta (y USA lo sigue siendo, de momento) puede permitirse una superproducción de ese calibre. A un nivel puramente práctico, el fin de la carrera espacial significa la victoria de Rusia, a la que EEUU recurrirá para la rutinaria tarea de enviar satélites al espacio (mientras el busto de Kruschev sonríe irónico en su tumba del cementerio Novodevichy) por un precio: si algo han aprendido los antiguos soviéticos de sus enemigos de toda la vida es cómo funciona el monopolio en una economía capitalista, así que han aumentado en un 50% el precio del billete del Soyuz en cuanto la noticia se hizo pública. Pero, aparte de ser la derrota definitiva de EEUU en la carrera espacial, la clausura del programa de transbordadores espaciales va más allá de ser un suceso histórico para entrar en el terreno de la tragedia personal.

Desde pequeño, crecí con la idea de que el Atlantis o el Discovery o cualquiera de sus hermanos eran los precursores de las naves espaciales en las que un día surcaría el espacio. Representaban para mí la prueba palpable de que era real la promesa implicita de cientos de películas, series de televisión, novelas y cómics: que era mi derecho, como niño, convertirme en adulto en un futuro en el que viajar de planeta en planeta sería cotidiano, que escogería para mis vacaciones mundos paradisíacos donde ningún hombre había puesto el pie antes, que mis mejores amigos serían un robot y un extraterrestre y que, una vez me hiciera con mi propia nave, tendría por delante un futuro emocionante como contrabandista o explorador enfrentándome a los piratas espaciales del cinturón de asteroides del sistema gamma o a la amenaza alien del sector beta. Y (aunque incluso yo reconocía en mi fuero interno que necesitaría un montón de suerte para conseguirlo) podría ser hecho prisionero por una civilización de preciosas amazonas que sólo se diferenciaban de las humanas en que su cultura no había ido más allá de la ropa interior en cuestiones de moda y que necesitaban desesperadamente un joven macho fértil para repoblar su especie.

Por eso sentí, cuando ví el Atlantis regresar a su hangar para comenzar su nueva tarea, que no es otra que acumular polvo, lo mismo que el día en que guardé mis juguetes de niño en un caja de cartón. Pena, melancolía, y cierto resentimiento porque la ciencia ficción sólo me había ofrecido las mentiras que sabía que yo quería oír de una manera no muy distinta a las adivinaciones de las tarotistas o las proyecciones de los analistas económicos (justo antes de que comenzara la crisis de 2008, la agencia Moody’s calificaba con una AA las hipotecas basura). Nunca visitaré otro mundo (excepto en el sentido más metafísico del término, en el que el ataúd haría las veces de nave espacial) y tampoco puedo confiar en que éste termine para dejar paso a otro más sencillo o emocionante, como nos hizo creer otro subgénero de ciencia ficción, el apocalíptico, del que un gran exponente es Mad Max. De pequeño, habría aceptado de buen grado la idea de una vida sin seguridad social, sin un sueldo a fin de mes, sin electricidad ni agua y sin una fuerza policial que me protegiera a cambio de una emocionante existencia como lobo solitario peleando contra mutantes radiactivos, alienígenas o (más probablemente) macarras con hombreras de pinchos. La esperanza de vida sería corta (aunque en aquella época, llegar a los 40 me parecía más tiempo del que nadie podría gastar) pero morir joven eliminaba la siniestra posibilidad de los pañales para adultos, al tiempo que la desaparición de cualquier autoridad me permitiría conducir a toda velocidad en un todoterreno oxidado, alimentarme exclusivamente de comida en lata y carne de caza y quizá conseguir un brazo biónico después de que el anterior me fuera arrancado de cuajo por un monstruo radiactivo.

Pero este mundo mediocre y sin emoción no ha querido proporcionarme el apocalipsis que necesitaba para impulsar mi fantasía: los misiles nucleares duermen en sus silos, las pandemias se contentan con cebarse en la población del Tercer Mundo y los alienígenas parecen haber abandonado sus planes de invasión para contentarse con los avistamientos y las mutilaciones de ganado.

El futuro que ya se está insinuando es muy distinto: la crisis de 2008 pudo no ser un apocalipsis propiamente dicho, pero fue el punto en que cayó en picado la curva de una gráfica que comenzó a trazarse en 1981, cuando Ronald Reagan subió al poder y los grandes empresarios a los que obedecía (el talento de un actor es recitar las palabras de otro) pusieron poner en práctica el concepto que luego se denominó “economía vudú” y que consistía en bajar los impuestos para conseguir mayores ingresos fiscales al tiempo que desregularizaban los mercados financieros. Como lo que se hace en EEUU se repite invariablemente en el resto del mundo, el resultado fue el empobrecimiento de los gobiernos, que pasaron de ser el garante de las libertades y derechos del individuo a ser los rehenes de unos mercados que no han sido capaces de materializar la riqueza prometida.

Este mercado está, en última estancia, en manos de tres bancos, que fueron rescatados de la crisis con dinero público pero que se niegan a someterse a cualquier restricción (JP Morgan Chase, Goldman Sachs y Merrill Lynch). A la sombra de las operaciones económicas fraudulentas, la clase media desaparece y la ciudadanía, sin la expectativa de un futuro mejor, se siente alienada en un sistema que sigue animando al consumo a gente endeuda e infrapagada. Enfurecidos, los ciudadanos contraatacan y para ello emplean las nuevas tecnologías y no sólo para organizarse: el paradigma se puede observar en Anonymous, ese grupo “ciberterrorista” que ataca a través de la red a las instituciones como SGAE, la Iglesia de la Cienciología o incluso a países como Egipto, durante las revueltas de primavera.

Ajenos al malestar de la base, los poderes fácticos continúan con las privatizaciones reduciendo el papel económico del Estado y su capacidad de control sobre las necesidades básicas de la población, a la que se reducen sus derechos laborales. El siguiente paso será AENA, sacrificada a la eficiencia y a la bajada de los precios que se presuponen en un libre mercado y que los pactos entre los grandes convierten en teórico. Después las elecciones vendrá el copago (que muchos ya llaman en tono irónico el repago) que convertirá la sanidad en un producto de consumo más, y la educación (centros concertados) le seguirá. Sin soluciones, es previsible que aumenten los conflictos sociales y con ello la inseguridad, hasta obligar a secesionar a los ricos de los pobres, como ocurre en países de sudamérica como Honduras, donde urbanizaciones acorazadas protegen a los nuevos aristócratas de la realidad brutal en la que vive la mayoría.

Esto no es la realidad: es ciencia ficción. Concretamente, el subgénero llamado ciberpunk, que dibuja un futuro distópico en el que un puñado de megacorporaciones controlarán todos los recursos (incluidos los humanos) del planeta, reduciendo las instituciones públicas a simples órganos nominales. Desaparecido el Estado, ser ciudadano deja de tener sentido en este escenario donde lo único importante es ser empleado de una megacorporación. El resto son “proles” como los denominaba Orwell en “1984” , una masa desprovista de cualquier representación real o siquiera de una visibilidad social. Por eso los héroes de estas historias, de la que la más representativa es “Neuromante”, de William Gibson, son todos hackers, inadaptados que roban y venden información en el mundo virtual, el único en el que todavía el individuo es capaz de actuar por si mismo, al margen de un sistema opresivo.

Así que en el fondo, la ciencia ficción acertaba al predecir el futuro. Sólo que descubrir que dice la verdad es tan deprimente como descubrir que miente.

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